Cuando apenas tenía ocho años, aprendí cómo funcionan una bombilla y un pararrayos (y que este lo inventó Benjamin Franklin, padre fundador de Estados Unidos) gracias a Snoopy. Tenía en casa un libro ilustrado en el que el segundo perro que llegó al espacio nos explicaba a los niños algo que muchos adultos olvidamos: vivimos rodeados de máquinas y estas no funcionan por arte de magia, sino gracias a una concatenación de mecanismos. El libro empezaba con lo más sencillo, la palanca, y dejaba para el final los ordenadores, de cuyo funcionamiento se ofrecía una explicación mucho más difusa que del resto de artilugios, como si lo digital no entrase ya en el territorio de la razón, sino en el de la superchería. Había en aquella parte del volumen un tufillo a derrota muy parecido al que emanaban los manuales de historia de España que en Bachillerato pasaban a toda leche por la Guerra Civil.
¿Cómo se explica algo de lo que aún no hay una sola explicación consensuada? Gracias a las horas sin luz de esta semana he aprendido muchas cosas que perfectamente podrían haber venido en aquel libro: que los grifos de cerveza son capaces de seguir arrojando zumo de lúpulo perfectamente frío sin necesidad de corriente y que de los grifos normales sigue emanando agua, pero las calderas que permiten las duchas reconfortantes que tanto gustan a Donald Trump no pueden calentarla.
Otras cosas ya las recordaba de los días de la pandemia: que el miedo, contrariamente a lo que decía Yoda, en primera instancia no lleva a la ira, sino a conductas cursis y que en la era de la razón memera sacamos lecciones moralizantes hasta de un apagón cuyas causas todavía nadie ha explicado. Solo así logramos tener cierta sensación de control en un mundo en el que nos movemos a ciegas. Si el comunismo era (a decir de un tal Vladímir Illich) los sóviets más la electricidad, el poscapitalismo es, según la lógica de Snoopy, la electricidad más la total oscuridad.
Gracias a las horas sin luz he aprendido muchas cosas que perfectamente podrían haber venido en un libro de mi infancia
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado
Gracias a las horas sin luz he aprendido muchas cosas que perfectamente podrían haber venido en un libro de mi infancia


Cuando apenas tenía ocho años, aprendí cómo funcionan una bombilla y un pararrayos (y que este lo inventó Benjamin Franklin, padre fundador de Estados Unidos) gracias a Snoopy. Tenía en casa un libro ilustrado en el que el segundo perro que llegó al espacio nos explicaba a los niños algo que muchos adultos olvidamos: vivimos rodeados de máquinas y estas no funcionan por arte de magia, sino gracias a una concatenación de mecanismos. El libro empezaba con lo más sencillo, la palanca, y dejaba para el final los ordenadores, de cuyo funcionamiento se ofrecía una explicación mucho más difusa que del resto de artilugios, como si lo digital no entrase ya en el territorio de la razón, sino en el de la superchería. Había en aquella parte del volumen un tufillo a derrota muy parecido al que emanaban los manuales de historia de España que en Bachillerato pasaban a toda leche por la Guerra Civil.
¿Cómo se explica algo de lo que aún no hay una sola explicación consensuada? Gracias a las horas sin luz de esta semana he aprendido muchas cosas que perfectamente podrían haber venido en aquel libro: que los grifos de cerveza son capaces de seguir arrojando zumo de lúpulo perfectamente frío sin necesidad de corriente y que de los grifos normales sigue emanando agua, pero las calderas que permiten las duchas reconfortantes que tanto gustan a Donald Trump no pueden calentarla.
Otras cosas ya las recordaba de los días de la pandemia: que el miedo, contrariamente a lo que decía Yoda, en primera instancia no lleva a la ira, sino a conductas cursis y que en la era de la razón memera sacamos lecciones moralizantes hasta de un apagón cuyas causas todavía nadie ha explicado. Solo así logramos tener cierta sensación de control en un mundo en el que nos movemos a ciegas. Si el comunismo era (a decir de un tal Vladímir Illich) los sóviets más la electricidad, el poscapitalismo es, según la lógica de Snoopy, la electricidad más la total oscuridad.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Añadir usuarioContinuar leyendo aquí
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
Flecha
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma

Licenciada en Periodismo por la USC y Master en marketing por el London College of Communication, está especializada en consumo y cultura de masas. Subdirectora de S Moda, fue redactora jefa de la web de Vanity Fair. Comenzó en Diario de León y en La Voz de Galicia. Autora de ‘Quiero y no puedo. Una historia de los pijos de España’ (Blackie Books).
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos
Más información
Archivado En
EL PAÍS