Muchos niños de mi generación hacían lo imposible por deslizarse sigilosamente de la cama y asomar la cabeza por la puerta del salón, donde sus padres veían la película de dos rombos indicadores de que el contenido era solo para adultos. Aquellos rombos vibrantes convertían la peli en cuestión en algo interesante y deseable en sí mismo. Había padres que, como los míos, jamás prohibían a los niños ver película alguna. Habían nacido en un nacionalcatolicismo represor, mojigato y bobo en el que todo era pecado, y no estaban dispuestos a que sus hijos crecieran en el miedo y la ignorancia. Gracias a ello, de niña vi grandes películas que me marcaron para bien y para siempre a pesar de que no las entendía. Pero sí percibía el universo sugerido por la enorme fuerza de unas imágenes que, por su complejidad, no estaban pensadas para los niños. Porque tal cosa es lo que suele decirse, ¿no? Como si los críos se rompieran por asomarse a asuntos adultos y fueran insensibles ante el poder arte.Como si los críos se rompieran por asomarse a asuntos adultos y fueran insensibles ante el poder del arte que muestra el mundoEl poder del arte no radica exactamente en el contenido (y menos aún en si resulta adecuado), sino en la capacidad de mostrar el mundo en su densidad y misterio, en su infinita posibilidad. Algo que los niños captan muy bien. Yo recuerdo, por ejemplo, ‘Amarcord’, de Federico Fellini . Sin comprenderla del todo, me fascinaron la familia amorosa y gritona, la enajenada Volpina, las calles encantadas de Rímini, el hombre subido al árbol que gritaba ¡Quiero una mujer! y la monja enana que lo bajaba de allí. Aceptaba que el mundo era inmenso e irreductible a un manual de instrucciones. Y esa aceptación me facilitó un contacto temprano con el arte.Hoy todo viene precedido por un manual de instrucciones debido a la histeria proteccionista. No solo a los niños se les priva del acceso a lo complejo a través de contenidos adaptados, facilones y ejemplarizantes. También a los adultos se les supone incapaces de comprender lo que ven. Ya en las plataformas privadas pusieron avisos sobre si una película es racista o sexista, y ahora eso llega a la tele pública. Pensábamos que no volveríamos a los rombos y de repente tenemos algo peor: nos toman por tontos. Muchos niños de mi generación hacían lo imposible por deslizarse sigilosamente de la cama y asomar la cabeza por la puerta del salón, donde sus padres veían la película de dos rombos indicadores de que el contenido era solo para adultos. Aquellos rombos vibrantes convertían la peli en cuestión en algo interesante y deseable en sí mismo. Había padres que, como los míos, jamás prohibían a los niños ver película alguna. Habían nacido en un nacionalcatolicismo represor, mojigato y bobo en el que todo era pecado, y no estaban dispuestos a que sus hijos crecieran en el miedo y la ignorancia. Gracias a ello, de niña vi grandes películas que me marcaron para bien y para siempre a pesar de que no las entendía. Pero sí percibía el universo sugerido por la enorme fuerza de unas imágenes que, por su complejidad, no estaban pensadas para los niños. Porque tal cosa es lo que suele decirse, ¿no? Como si los críos se rompieran por asomarse a asuntos adultos y fueran insensibles ante el poder arte.Como si los críos se rompieran por asomarse a asuntos adultos y fueran insensibles ante el poder del arte que muestra el mundoEl poder del arte no radica exactamente en el contenido (y menos aún en si resulta adecuado), sino en la capacidad de mostrar el mundo en su densidad y misterio, en su infinita posibilidad. Algo que los niños captan muy bien. Yo recuerdo, por ejemplo, ‘Amarcord’, de Federico Fellini . Sin comprenderla del todo, me fascinaron la familia amorosa y gritona, la enajenada Volpina, las calles encantadas de Rímini, el hombre subido al árbol que gritaba ¡Quiero una mujer! y la monja enana que lo bajaba de allí. Aceptaba que el mundo era inmenso e irreductible a un manual de instrucciones. Y esa aceptación me facilitó un contacto temprano con el arte.Hoy todo viene precedido por un manual de instrucciones debido a la histeria proteccionista. No solo a los niños se les priva del acceso a lo complejo a través de contenidos adaptados, facilones y ejemplarizantes. También a los adultos se les supone incapaces de comprender lo que ven. Ya en las plataformas privadas pusieron avisos sobre si una película es racista o sexista, y ahora eso llega a la tele pública. Pensábamos que no volveríamos a los rombos y de repente tenemos algo peor: nos toman por tontos.
cambio de tercio
Aquellos rombos vibrantes convertían la peli en cuestión en algo interesante y deseable en sí mismo
Muchos niños de mi generación hacían lo imposible por deslizarse sigilosamente de la cama y asomar la cabeza por la puerta del salón, donde sus padres veían la película de dos rombos indicadores de que el contenido era solo para adultos. Aquellos rombos vibrantes … convertían la peli en cuestión en algo interesante y deseable en sí mismo.
Había padres que, como los míos, jamás prohibían a los niños ver película alguna. Habían nacido en un nacionalcatolicismo represor, mojigato y bobo en el que todo era pecado, y no estaban dispuestos a que sus hijos crecieran en el miedo y la ignorancia. Gracias a ello, de niña vi grandes películas que me marcaron para bien y para siempre a pesar de que no las entendía.
Pero sí percibía el universo sugerido por la enorme fuerza de unas imágenes que, por su complejidad, no estaban pensadas para los niños. Porque tal cosa es lo que suele decirse, ¿no? Como si los críos se rompieran por asomarse a asuntos adultos y fueran insensibles ante el poder arte.
Como si los críos se rompieran por asomarse a asuntos adultos y fueran insensibles ante el poder del arte que muestra el mundo
El poder del arte no radica exactamente en el contenido (y menos aún en si resulta adecuado), sino en la capacidad de mostrar el mundo en su densidad y misterio, en su infinita posibilidad. Algo que los niños captan muy bien. Yo recuerdo, por ejemplo, ‘Amarcord’, de Federico Fellini. Sin comprenderla del todo, me fascinaron la familia amorosa y gritona, la enajenada Volpina, las calles encantadas de Rímini, el hombre subido al árbol que gritaba ¡Quiero una mujer! y la monja enana que lo bajaba de allí. Aceptaba que el mundo era inmenso e irreductible a un manual de instrucciones. Y esa aceptación me facilitó un contacto temprano con el arte.
Hoy todo viene precedido por un manual de instrucciones debido a la histeria proteccionista. No solo a los niños se les priva del acceso a lo complejo a través de contenidos adaptados, facilones y ejemplarizantes. También a los adultos se les supone incapaces de comprender lo que ven. Ya en las plataformas privadas pusieron avisos sobre si una película es racista o sexista, y ahora eso llega a la tele pública. Pensábamos que no volveríamos a los rombos y de repente tenemos algo peor: nos toman por tontos.
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