De la resurrección de Luces de Bohemia por Eduardo Vasco a la despedida de Lluís Homar de la CNTC, pasando por los quebequeses Robert Lepage y Wadji Mouawad o la constancia de Angélica Liddell y Pablo Remón Leer De la resurrección de Luces de Bohemia por Eduardo Vasco a la despedida de Lluís Homar de la CNTC, pasando por los quebequeses Robert Lepage y Wadji Mouawad o la constancia de Angélica Liddell y Pablo Remón Leer
El desembarco de Eduardo Vasco como nuevo ‘condestable’ del Teatro Español se ha saldado con una maravillosa presentación del gran clásico de Valle-Inclán. Demasiado cargado por años y años de presencia en los currículos académicos de los adolescentes españoles, el texto de ‘Luces de Bohemia’ ha adquirido una pátina vetusta y académica que Vasco se ha empeñado en limpiar, hasta dejar, monda y brillante, la palabra de Valle. Importa, y mucho, la escenografía de Carolina González, pero la magia de esta producción está en las portentosas interpretaciones del reparto, encabezado por Ginés García Millán (Max Estrella) y Antonio Molero (Don Latino). En sus voces, el esperpento cobra una actualidad sorprendente, en su recién cumplido primer siglo de vida, con conexiones con la política y la sociedad de entonces y de ahora.
Podría haberse quedado en un experimento: dos versiones de ‘Tío Vania’, de Chéjov, representadas por los mismos actores con diferencias de enfoque entre ambas y con la posibilidad de verlas ambas seguidas. Pero con Pablo Remón nada es una ocurrencia y hasta la broma más burlona trasciende lo anecdótico para cristalizar la vida. De la dacha rusa a las fiestas de pueblo mesetarias, este ‘Vania x Vania’ lleva al espectador de la mano, entre risas, para adentrarse en esos terrenos incómodos donde el ser humano se rompe. Y, de nuevo, un despliegue actoral apabullante: un divertidísimo Javier Cámara en torno al cual brillan Juan Codina, Israel Elejalde, Marta Nieto, Manuela Paso y Marina Salas.
El autor de ‘Incendios’, uno de los creadores escénicos más importantes del mundo, fue una presencia constante en nuestros teatros durante 2024. El año acabó con el estreno de ‘Todos los pájaros’, dirigida por Mario Gas. Unas semanas antes, en el Festival de Otoño, ‘Journée de noces chez les Cromagnons’, obra primeriza que reconstruye de forma alucinada la guerra civil en el Líbano, país de origen del dramaturgo y director. Además, en septiembre el Teatro de la Abadía repuso ‘Cielos’, en versión de Sergio Peris-Mencheta. Y, en enero, ‘Madre’, un homenaje a la progenitora del autor (aquí también como intérprete auto-ficcionado) que cierra la trilogía que empezó ‘Solos’ y siguió con ‘Hermanas’.
La reposición del primer espectáculo de Robert Lepage con su compañía Ex Machina va más allá de la mera conmemoración del 30º aniversario de su estreno. Supone también una oportunidad para bucear en la arqueología tecnológica de Lepage, para encontrar el principio de sus obsesiones formales y de contenido, desde esas viviendas a lo ’13, Rue del Percebe’ a las sombras chinescas. Todo ello, en un espacio que roba el protagonismo a los personajes y pasa de ser ‘genkan’ en Hiroshima a buhardilla en Amsterdam y barracón de Terezin espejado, como en ‘La dama de Shanghái’. Un apabullante viaje de siete horas por la complejidad humana en el que el argumento resulta tan complicado de resumir como nuestra propia vida.
Aunque palidezca al compararlo con su anterior montaje (‘Vudú (3318) Blixen’, una epopeya sobre el desamor y todo lo demás), el espectáculo con el que Angélica Liddell abrió este año el Festival de Avignon (previo a su paso por el Grec de Barcelona y por los Teatros del Canal de Madrid) mantiene la capacidad de noqueo de esta poeta de los escenarios. Atrapada entre el deseo de desaparecer y la necesidad de seguir creando, la sacerdotisa sigue haciendo que el público se revuelva en sus asientos cuando dispara sobre las agonías: la del público, en busca desesperada de una erección, y la suya propia, del trabajo para seguir existiendo.
A veces basta un cambio de perspectiva para alcanzar otros niveles de entendimiento. El teatro a la italiana, en el que el espectador está abocado a contemplar y escuchar lo que viene del escenario, condiciona la manera de asimilar el discurso. Pero si la acción se produce corriendo de un lado al otro de una sala, entonces el cerebro parece encontrar nuevas conexiones. Entonces Tiresias, una indigente apoyada contra una pared, nos introduce en el relato de una manera brutal, haciéndonos protagonistas y detectives del espectáculo. Da igual que éste sea en rumano y que haya que estar leyendo los sobretítulos; Declan Donnellan nos lleva con su habitual maestría a un terreno inexplorado.
Como un par de topos empiezan Gaspar y Paco de la Zaranda su viaje por el subsuelo del arte interpretativo. Un recorrido quijotesco, esperpéntico, calderoniano y hasta ‘godotiano’ en el que la búsqueda no parece hallar el final. Los peajes, las burocracias, las glorias y, sobre todo, el olvido son los materiales con los que Eusebio Calonge construye la última dramaturgia de la compañía andaluza. La eterna batalla entre el arte y el negocio pierde aquí sus tintes épicos y se transforma en una farsa, que es al final como terminan siendo todas las historias que merecen ser contadas.
Igual que sucede con ‘Luces de Bohemia’, ‘La casa de Bernarda Alba’ forma parte de ese canon cargado de pereza en el que se sitúan los grandes títulos de nuestra dramaturgia. Acercarlos a nuestros días sin desvirtuarlos parece tarea difícil, pero Alfredo Sanzol se ha desenvuelto con solvencia en su versión en el Centro Dramático Nacional que dirige. No es sólo la escenografía minimalista, casi farmacéutica, de la residencia donde Bernarda encierra a sus hijas, ni tampoco la música electrónica que marca su enclaustramiento y su furor que lucha por salir. Hay también un deseo de encontrar el hilo que conecta, a lo largo de todas las épocas y todas las partes del mundo, la subyugación a la que se han visto sometidas las mujeres.
En un panorama anquilosado, el macarrismo de Pere Joseph y Luís García es una calderada de vida. Primero, sospecha: dos tipos bailando durante un cuarto de hora como si estuviesen en una discoteca. Luego, la grima: sus caras deformadas de tantas gomas elásticas puestas encima. Y, a partir de ahí, el miedo y la risa: Cañones que disparan corazones antiestrés, extintores vaciados sobre el público, y una petición final. Perdón al público, a las salas y, por encima de todo, a la danza y al teatro. No se lo merecen. ¿O sí?
El último montaje de Lluís Homar al frente de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) es el metateatral auto sacramental de Calderón ‘El gran teatro del mundo’. La alegoría barroca ya no cuenta en nuestros días con la conexión religiosa del contexto original de la obra, ni tampoco la capacidad para imaginar es la misma que entonces. Así y todo, Homar juega con la música y con el escenario como espejo (en este caso, de manera literal) para que nos sigamos viendo reflejados desde el patio de butacas.
Teatro // elmundo