«Estoy viendo saltar, correr, jugar a los niños en la playa. Los veo entrar en el agua al encuentro de las olas con intrepidez y despreocupación, como viejos lobos de mar. Ninguno chilla, ninguno se repucha. Sus rostros, sus brincos, muestran contento, alegría desbordante. Los veo y me hago cruces ». La estampa que contempló Antonio Díaz-Cañabate en 1975 antes de escribir estas líneas, como la que cualquiera puede observar hoy en cualquier playa española, era muy distinta al espanto que vivió en los veranos de su infancia. « ¡Dios mío de mi alma, lo que pude yo sufrir de niño bañista ! ¡Qué perra cogía al llegar a la playa! Esa perras, estas llantinas infantiles eran la música que llenaba las playas (…) ¡ Qué suplicio tener que soportar durante nueve minutos el violento golpear de las olas tenaces, incansables!».Nueve minutos, sí. Han leído bien. Porque por entonces los baños de los niños estaban regulados. «Cosas de médicos» , apuntaba el abogado y periodista, que destacó como crítico taurino en ABC. Algún doctor lo prescribió «al buen tuntún», como pudo decir cinco, o doce o veinte. «A este niño le conviene tomar nueve baños de mar, permaneciendo en el agua nueve minutos justos ». Y los demás médicos se agarraron al nueve, aunque otros, como en 1894 Luis Royo Villanova , recordaban que la duración de los nueve baños variaba: los tres primeros eran de cuatro minutos, luego tres de cinco minutos y los últimos tres de ocho. « Ni un minuto más ni uno menos. Y un chapuzón de cabeza al entrar y otro al salir ». Desde la orilla, las madres y las abuelas, que jamás habían puesto un pie en el agua, llevaban a rajatabla la contabilidad de las breves zambullidas, reloj en mano. « Todo era corto entonces, menos los vestidos de baño. Justamente al revés que ahora », observaba Jaime Ballesté allá por 1950 , y eso que aún no se había popularizado el bikini.Noticia Relacionada Decíamos ayer reportaje Si El Marie Kondo de los baúles Mónica Arrizabalaga El escritor y humorista cartagenero Joaquín Belda ofreció en 1918 unos consejos prácticos para hacer el equipaje, que aún hoy algunos siguen utilizando en sus viajesEsos nueve minutos, sin embargo, se hacían eternos a Díaz-Cañabate y a los niños de su tiempo. «Salían de estampida a refugiarse en las faldas de sus mamás, aún temblorosos, aún espantados». En las playas elegantes, como la Concha de San Sebastián, existían los bañeros, que acudían solícitos a remojar a los pequeños. Eran hombres fornidos. Ballesté los describió como Neptunos con bigotes , muchos de los cuales lucían orgullosamente alguna condecoración al valor cuya intrahistoria guardaban en secreto, con rara modestia. Los balnearios solían colocar a estos bañeros junto a las olas, como una póliza de seguro de vida para sus clientes. En aquella época, «de cien de los bañistas, noventa tenían pavoroso miedo al mar» y no solo los niños se agarraban como una lapa a los forzudos ‘bañadores’. «Hombres con toda la barba temblaban abrazados a su bañero correspondiente», aseguraba Díaz-Cañabate.Baños de ola Dos escenas antiguas de la playa de San Sebastián a la hora del baño y el infante don Jaime, saliendo del baño ayudado por un bañero ABCLos niños les temían más que a las olas. «Nada más verlos nos echábamos a temblar y a llorar» , decía el escritor al recordar esas «manazas tremendas» que, impasibles a sus berridos, les sumergían la cabeza en medio de una ola y les metían mar adentro hasta la cintura. La técnica de los bañeros no era demasiado depurada. Ponían una de sus grandes manos bajo la nuca del pequeño, otra sobre la boca y haciendo pinzas con el índice y el pulgar en la naricilla, les restregaban bien las nalgas sobre la arena. Según Ballesté, «los angelitos escapaban aterrados». Y si por fin, después de muchos sustos y azotinas, llegaban a congraciarse con el agua salada, les hacían volver a tierra porque se habían cumplido los minutos de rigor. Había excepciones, claro está. Más de uno y más de dos que nadaban con destreza de adultos debían la vida a uno de esos bañeros de la infancia que también repartían consejos y diagnosticaban con énfasis el estado del mar.No extraña que tras estas traumáticas experiencias, al articulista de ABC le sorprendiera ver a los niños de 1975 entrar tan campantes en el mar, como hoy. «¡Quién lo hubiera dicho! Los niños riéndose de las olas» . Claro que no sabían lo que era un bañero. «Estoy viendo saltar, correr, jugar a los niños en la playa. Los veo entrar en el agua al encuentro de las olas con intrepidez y despreocupación, como viejos lobos de mar. Ninguno chilla, ninguno se repucha. Sus rostros, sus brincos, muestran contento, alegría desbordante. Los veo y me hago cruces ». La estampa que contempló Antonio Díaz-Cañabate en 1975 antes de escribir estas líneas, como la que cualquiera puede observar hoy en cualquier playa española, era muy distinta al espanto que vivió en los veranos de su infancia. « ¡Dios mío de mi alma, lo que pude yo sufrir de niño bañista ! ¡Qué perra cogía al llegar a la playa! Esa perras, estas llantinas infantiles eran la música que llenaba las playas (…) ¡ Qué suplicio tener que soportar durante nueve minutos el violento golpear de las olas tenaces, incansables!».Nueve minutos, sí. Han leído bien. Porque por entonces los baños de los niños estaban regulados. «Cosas de médicos» , apuntaba el abogado y periodista, que destacó como crítico taurino en ABC. Algún doctor lo prescribió «al buen tuntún», como pudo decir cinco, o doce o veinte. «A este niño le conviene tomar nueve baños de mar, permaneciendo en el agua nueve minutos justos ». Y los demás médicos se agarraron al nueve, aunque otros, como en 1894 Luis Royo Villanova , recordaban que la duración de los nueve baños variaba: los tres primeros eran de cuatro minutos, luego tres de cinco minutos y los últimos tres de ocho. « Ni un minuto más ni uno menos. Y un chapuzón de cabeza al entrar y otro al salir ». Desde la orilla, las madres y las abuelas, que jamás habían puesto un pie en el agua, llevaban a rajatabla la contabilidad de las breves zambullidas, reloj en mano. « Todo era corto entonces, menos los vestidos de baño. Justamente al revés que ahora », observaba Jaime Ballesté allá por 1950 , y eso que aún no se había popularizado el bikini.Noticia Relacionada Decíamos ayer reportaje Si El Marie Kondo de los baúles Mónica Arrizabalaga El escritor y humorista cartagenero Joaquín Belda ofreció en 1918 unos consejos prácticos para hacer el equipaje, que aún hoy algunos siguen utilizando en sus viajesEsos nueve minutos, sin embargo, se hacían eternos a Díaz-Cañabate y a los niños de su tiempo. «Salían de estampida a refugiarse en las faldas de sus mamás, aún temblorosos, aún espantados». En las playas elegantes, como la Concha de San Sebastián, existían los bañeros, que acudían solícitos a remojar a los pequeños. Eran hombres fornidos. Ballesté los describió como Neptunos con bigotes , muchos de los cuales lucían orgullosamente alguna condecoración al valor cuya intrahistoria guardaban en secreto, con rara modestia. Los balnearios solían colocar a estos bañeros junto a las olas, como una póliza de seguro de vida para sus clientes. En aquella época, «de cien de los bañistas, noventa tenían pavoroso miedo al mar» y no solo los niños se agarraban como una lapa a los forzudos ‘bañadores’. «Hombres con toda la barba temblaban abrazados a su bañero correspondiente», aseguraba Díaz-Cañabate.Baños de ola Dos escenas antiguas de la playa de San Sebastián a la hora del baño y el infante don Jaime, saliendo del baño ayudado por un bañero ABCLos niños les temían más que a las olas. «Nada más verlos nos echábamos a temblar y a llorar» , decía el escritor al recordar esas «manazas tremendas» que, impasibles a sus berridos, les sumergían la cabeza en medio de una ola y les metían mar adentro hasta la cintura. La técnica de los bañeros no era demasiado depurada. Ponían una de sus grandes manos bajo la nuca del pequeño, otra sobre la boca y haciendo pinzas con el índice y el pulgar en la naricilla, les restregaban bien las nalgas sobre la arena. Según Ballesté, «los angelitos escapaban aterrados». Y si por fin, después de muchos sustos y azotinas, llegaban a congraciarse con el agua salada, les hacían volver a tierra porque se habían cumplido los minutos de rigor. Había excepciones, claro está. Más de uno y más de dos que nadaban con destreza de adultos debían la vida a uno de esos bañeros de la infancia que también repartían consejos y diagnosticaban con énfasis el estado del mar.No extraña que tras estas traumáticas experiencias, al articulista de ABC le sorprendiera ver a los niños de 1975 entrar tan campantes en el mar, como hoy. «¡Quién lo hubiera dicho! Los niños riéndose de las olas» . Claro que no sabían lo que era un bañero.
«Estoy viendo saltar, correr, jugar a los niños en la playa. Los veo entrar en el agua al encuentro de las olas con intrepidez y despreocupación, como viejos lobos de mar. Ninguno chilla, ninguno se repucha. Sus rostros, sus brincos, muestran contento, alegría desbordante. … Los veo y me hago cruces». La estampa que contempló Antonio Díaz-Cañabate en 1975 antes de escribir estas líneas, como la que cualquiera puede observar hoy en cualquier playa española, era muy distinta al espanto que vivió en los veranos de su infancia. «¡Dios mío de mi alma, lo que pude yo sufrir de niño bañista! ¡Qué perra cogía al llegar a la playa! Esa perras, estas llantinas infantiles eran la música que llenaba las playas (…) ¡Qué suplicio tener que soportar durante nueve minutos el violento golpear de las olas tenaces, incansables!».
Nueve minutos, sí. Han leído bien. Porque por entonces los baños de los niños estaban regulados. «Cosas de médicos», apuntaba el abogado y periodista, que destacó como crítico taurino en ABC. Algún doctor lo prescribió «al buen tuntún», como pudo decir cinco, o doce o veinte. «A este niño le conviene tomar nueve baños de mar, permaneciendo en el agua nueve minutos justos». Y los demás médicos se agarraron al nueve, aunque otros, como en 1894 Luis Royo Villanova, recordaban que la duración de los nueve baños variaba: los tres primeros eran de cuatro minutos, luego tres de cinco minutos y los últimos tres de ocho. «Ni un minuto más ni uno menos. Y un chapuzón de cabeza al entrar y otro al salir».
Desde la orilla, las madres y las abuelas, que jamás habían puesto un pie en el agua, llevaban a rajatabla la contabilidad de las breves zambullidas, reloj en mano. «Todo era corto entonces, menos los vestidos de baño. Justamente al revés que ahora», observaba Jaime Ballesté allá por 1950, y eso que aún no se había popularizado el bikini.
Esos nueve minutos, sin embargo, se hacían eternos a Díaz-Cañabate y a los niños de su tiempo. «Salían de estampida a refugiarse en las faldas de sus mamás, aún temblorosos, aún espantados». En las playas elegantes, como la Concha de San Sebastián, existían los bañeros, que acudían solícitos a remojar a los pequeños. Eran hombres fornidos. Ballesté los describió como Neptunos con bigotes, muchos de los cuales lucían orgullosamente alguna condecoración al valor cuya intrahistoria guardaban en secreto, con rara modestia.
Los balnearios solían colocar a estos bañeros junto a las olas, como una póliza de seguro de vida para sus clientes. En aquella época, «de cien de los bañistas, noventa tenían pavoroso miedo al mar» y no solo los niños se agarraban como una lapa a los forzudos ‘bañadores’. «Hombres con toda la barba temblaban abrazados a su bañero correspondiente», aseguraba Díaz-Cañabate.



Dos escenas antiguas de la playa de San Sebastián a la hora del baño y el infante don Jaime, saliendo del baño ayudado por un bañero
ABC
Los niños les temían más que a las olas. «Nada más verlos nos echábamos a temblar y a llorar», decía el escritor al recordar esas «manazas tremendas» que, impasibles a sus berridos, les sumergían la cabeza en medio de una ola y les metían mar adentro hasta la cintura. La técnica de los bañeros no era demasiado depurada. Ponían una de sus grandes manos bajo la nuca del pequeño, otra sobre la boca y haciendo pinzas con el índice y el pulgar en la naricilla, les restregaban bien las nalgas sobre la arena. Según Ballesté, «los angelitos escapaban aterrados». Y si por fin, después de muchos sustos y azotinas, llegaban a congraciarse con el agua salada, les hacían volver a tierra porque se habían cumplido los minutos de rigor.

Había excepciones, claro está. Más de uno y más de dos que nadaban con destreza de adultos debían la vida a uno de esos bañeros de la infancia que también repartían consejos y diagnosticaban con énfasis el estado del mar.
No extraña que tras estas traumáticas experiencias, al articulista de ABC le sorprendiera ver a los niños de 1975 entrar tan campantes en el mar, como hoy. «¡Quién lo hubiera dicho! Los niños riéndose de las olas». Claro que no sabían lo que era un bañero.
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