La periodista María Zabay , magnífica entrevistadora y brillante conversadora, se lanza a la ficción con una primera novela, ‘Valentina’, deslumbrante, descarada, sorprendente y divertida. Y su desvergonzada y entrañable protagonista, entregada a los placeres de la vida, nos pone muy fácil hablar con María de pecados capitales:—Le perdono un pecado capital, María.—Hablemos de todos.—¿Cuál sería el que podría perdonar usted?—La gula. Me pierde la comida y soy muy golosa, así que si alguien se come el último trozo de tarta que habíamos prometido compartir, lo entiendo. Tiene incluso algo entrañable: revela entusiasmo por el placer y eso puede ser inspirador. En ‘Valentina’ hay un par de escenas donde el deseo se confunde con el hambre. O al revés. Al final, todos tenemos un poco de hambre de algo.—¿Alguno le parece imperdonable? —La ira, la soberbia, la envidia y la pereza. No es que vaya por la vida con un látigo moral, pero me cuesta mucho digerir la agresividad gratuita, la gente que se cree por encima del bien y del mal y quienes dedican más energía a boicotear los sueños ajenos que a construir los propios. Y la pereza me parece una traición al talento.—¿Cuál sería su pecado capital? —Probablemente la lujuria, entendida como una forma intensa de estar en el mundo. Me interesa la vida vivida con deseo, no solo sexual, sino estético, vital, creativo. ¿Es un pecado? Puede. Pero también es gasolina.—¿Cuál el que jamás se permitiría cometer?—La envidia. Me parece una energía triste y poco rentable. La admiración es mil veces más poderosa. Aprender de quien hace las cosas bien, rodearte de talento y celebrarlo, eso sí que eleva. Envidiar sólo encoge. Prefiero pecar de ambiciosa que de mezquina.—¿Añadiría algún pecado moderno a la vieja lista?—Propongo dos. La mentira, pero no la piadosa que salva una cena familiar, sino la que engaña, manipula, maquilla lo real y lo vende como virtud. Esa que intoxica. En tiempos de impostura, decir la verdad es un acto casi revolucionario. Por eso Valentina no miente. Puede meter la pata, provocar incendios o perder los papeles, pero siempre desde una honestidad brutal. Es verdad en estado puro, aunque duela o incomode. Y, segundo, fingir indiferencia. Esa pose contemporánea de «me da igual», de fingir que algo no importa cuando remueve las entrañas, es una forma elegante de cobardía emocional. —¿Y cuál eliminaría? —La soberbia, si -y solo si- viene bien respaldada por talento real. Hay personas que necesitan una capa de soberbia para que no se las coman los tiburones de la mediocridad. Es una especie de defensa creativa. Pero debería ser una soberbia bien bañada en humor y autoconciencia. Algo así como un escudo de hierro con interior de terciopelo. —¿Qué le parece la concepto del pecado hoy en día?—Tal como se concibió, fue un invento útil. Un manual de miedo para proteger al prójimo, pero también para tenernos bajo control. Hoy deberíamos hacer una relectura: no se trata tanto de transgredir normas, sino de asumir consecuencias. Me interesa más la responsabilidad que la culpa, porque la culpa paraliza y la responsabilidad transforma. Los verdaderos pecados de nuestra época son la mediocridad elevada a categoría, el cinismo institucionalizado, la falta de empatía y el populismo político, social y sentimental, esa nueva religión de frases hechas y emociones de cartón piedra. La periodista María Zabay , magnífica entrevistadora y brillante conversadora, se lanza a la ficción con una primera novela, ‘Valentina’, deslumbrante, descarada, sorprendente y divertida. Y su desvergonzada y entrañable protagonista, entregada a los placeres de la vida, nos pone muy fácil hablar con María de pecados capitales:—Le perdono un pecado capital, María.—Hablemos de todos.—¿Cuál sería el que podría perdonar usted?—La gula. Me pierde la comida y soy muy golosa, así que si alguien se come el último trozo de tarta que habíamos prometido compartir, lo entiendo. Tiene incluso algo entrañable: revela entusiasmo por el placer y eso puede ser inspirador. En ‘Valentina’ hay un par de escenas donde el deseo se confunde con el hambre. O al revés. Al final, todos tenemos un poco de hambre de algo.—¿Alguno le parece imperdonable? —La ira, la soberbia, la envidia y la pereza. No es que vaya por la vida con un látigo moral, pero me cuesta mucho digerir la agresividad gratuita, la gente que se cree por encima del bien y del mal y quienes dedican más energía a boicotear los sueños ajenos que a construir los propios. Y la pereza me parece una traición al talento.—¿Cuál sería su pecado capital? —Probablemente la lujuria, entendida como una forma intensa de estar en el mundo. Me interesa la vida vivida con deseo, no solo sexual, sino estético, vital, creativo. ¿Es un pecado? Puede. Pero también es gasolina.—¿Cuál el que jamás se permitiría cometer?—La envidia. Me parece una energía triste y poco rentable. La admiración es mil veces más poderosa. Aprender de quien hace las cosas bien, rodearte de talento y celebrarlo, eso sí que eleva. Envidiar sólo encoge. Prefiero pecar de ambiciosa que de mezquina.—¿Añadiría algún pecado moderno a la vieja lista?—Propongo dos. La mentira, pero no la piadosa que salva una cena familiar, sino la que engaña, manipula, maquilla lo real y lo vende como virtud. Esa que intoxica. En tiempos de impostura, decir la verdad es un acto casi revolucionario. Por eso Valentina no miente. Puede meter la pata, provocar incendios o perder los papeles, pero siempre desde una honestidad brutal. Es verdad en estado puro, aunque duela o incomode. Y, segundo, fingir indiferencia. Esa pose contemporánea de «me da igual», de fingir que algo no importa cuando remueve las entrañas, es una forma elegante de cobardía emocional. —¿Y cuál eliminaría? —La soberbia, si -y solo si- viene bien respaldada por talento real. Hay personas que necesitan una capa de soberbia para que no se las coman los tiburones de la mediocridad. Es una especie de defensa creativa. Pero debería ser una soberbia bien bañada en humor y autoconciencia. Algo así como un escudo de hierro con interior de terciopelo. —¿Qué le parece la concepto del pecado hoy en día?—Tal como se concibió, fue un invento útil. Un manual de miedo para proteger al prójimo, pero también para tenernos bajo control. Hoy deberíamos hacer una relectura: no se trata tanto de transgredir normas, sino de asumir consecuencias. Me interesa más la responsabilidad que la culpa, porque la culpa paraliza y la responsabilidad transforma. Los verdaderos pecados de nuestra época son la mediocridad elevada a categoría, el cinismo institucionalizado, la falta de empatía y el populismo político, social y sentimental, esa nueva religión de frases hechas y emociones de cartón piedra.
La periodista María Zabay, magnífica entrevistadora y brillante conversadora, se lanza a la ficción con una primera novela, ‘Valentina’, deslumbrante, descarada, sorprendente y divertida. Y su desvergonzada y entrañable protagonista, entregada a los placeres de la vida, nos pone muy fácil hablar con María … de pecados capitales:
—Le perdono un pecado capital, María.
—Hablemos de todos.
—¿Cuál sería el que podría perdonar usted?
—La gula. Me pierde la comida y soy muy golosa, así que si alguien se come el último trozo de tarta que habíamos prometido compartir, lo entiendo. Tiene incluso algo entrañable: revela entusiasmo por el placer y eso puede ser inspirador. En ‘Valentina’ hay un par de escenas donde el deseo se confunde con el hambre. O al revés. Al final, todos tenemos un poco de hambre de algo.
—¿Alguno le parece imperdonable?
—La ira, la soberbia, la envidia y la pereza. No es que vaya por la vida con un látigo moral, pero me cuesta mucho digerir la agresividad gratuita, la gente que se cree por encima del bien y del mal y quienes dedican más energía a boicotear los sueños ajenos que a construir los propios. Y la pereza me parece una traición al talento.
—¿Cuál sería su pecado capital?
—Probablemente la lujuria, entendida como una forma intensa de estar en el mundo. Me interesa la vida vivida con deseo, no solo sexual, sino estético, vital, creativo. ¿Es un pecado? Puede. Pero también es gasolina.
—¿Cuál el que jamás se permitiría cometer?
—La envidia. Me parece una energía triste y poco rentable. La admiración es mil veces más poderosa. Aprender de quien hace las cosas bien, rodearte de talento y celebrarlo, eso sí que eleva. Envidiar sólo encoge. Prefiero pecar de ambiciosa que de mezquina.
—¿Añadiría algún pecado moderno a la vieja lista?
—Propongo dos. La mentira, pero no la piadosa que salva una cena familiar, sino la que engaña, manipula, maquilla lo real y lo vende como virtud. Esa que intoxica. En tiempos de impostura, decir la verdad es un acto casi revolucionario. Por eso Valentina no miente. Puede meter la pata, provocar incendios o perder los papeles, pero siempre desde una honestidad brutal. Es verdad en estado puro, aunque duela o incomode. Y, segundo, fingir indiferencia. Esa pose contemporánea de «me da igual», de fingir que algo no importa cuando remueve las entrañas, es una forma elegante de cobardía emocional.
—¿Y cuál eliminaría?
—La soberbia, si -y solo si- viene bien respaldada por talento real. Hay personas que necesitan una capa de soberbia para que no se las coman los tiburones de la mediocridad. Es una especie de defensa creativa. Pero debería ser una soberbia bien bañada en humor y autoconciencia. Algo así como un escudo de hierro con interior de terciopelo.
—¿Qué le parece la concepto del pecado hoy en día?
—Tal como se concibió, fue un invento útil. Un manual de miedo para proteger al prójimo, pero también para tenernos bajo control. Hoy deberíamos hacer una relectura: no se trata tanto de transgredir normas, sino de asumir consecuencias. Me interesa más la responsabilidad que la culpa, porque la culpa paraliza y la responsabilidad transforma. Los verdaderos pecados de nuestra época son la mediocridad elevada a categoría, el cinismo institucionalizado, la falta de empatía y el populismo político, social y sentimental, esa nueva religión de frases hechas y emociones de cartón piedra.
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