Como el personaje del relato de Christopher Isherwood, Marina Saura (Madrid, 67 años) es una cámara. El filtro, la médium a través de los cuales pueden existir otros personajes, otras historias. Ha sido así desde que se empeñó en ser actriz, primero en Gran Bretaña, donde cursó estudios en el Drama Centre londinense, y luego en España, de vuelta de un periplo extranjero que emprendió de preadolescente, tras la traumática separación de sus padres. Primogénita del pintor Antonio Saura, uno de los trazos más violentos y excepcionales del arte contemporáneo español del siglo XX, y de la que fuera su primera esposa, la traductora francosueca Gunhild Madeleine Augot, hace ocho años decidió dar el paso editorial y lanzarse al vacío como escritora con Sin permiso, conjunto de cuentos planteados como interrogantes existenciales que, de alguna manera, encuentran ahora su continuidad en Cara de foto (De Conatus). Un debut en lo novelado, encorsetado en la autoficción, aunque la autora se rebela contra la etiqueta porque, dice, el suyo es un álbum fotográfico que tiene tanto de imágenes personales como ajenas. Instantáneas —a veces, robadas— sobre las que ella, “secretaria de lo invisible”, borda palabras/narraciones de dolorosa intimidad, pero que resuenan universales. “Las fotos que voy captando y haciendo mías me sirven para completar huecos. No intento corregir lo que no haya sido correcto, o embellecer una historia que no fuera perfecta, se trata más bien de llenar blancos, vacíos, olvidos”, concede. Despreocupada por la validación de otros que no sean los suyos o caer bien (en eso, admite, sale a su padre; el físico, imponente, es genética materna), de lo único sobre lo que no le apetece hablar son los dimes y diretes de la polémica fundación conquense con la que pleiteó por los derechos de la obra paterna, de la que es heredera junto a la segunda esposa del pintor (la cubana Mercedes Beldarraín) y hoy gestiona a través de la Fondation Archives Antonio Saura, con sede en Ginebra, donde reside desde hace unos años por amor.
Supongo que sabe del debate literario sobre la autoficción, que si recurso de cobardes, que si testimonio del dolor… ¿Por qué decidió contarse así?
Es una etiqueta comercial, yo no la habría elegido jamás, ni la defiendo ni la adopto, pero en alguna parte te tienen que colocar. Utilizo experiencias personales, percepciones subjetivas más o menos de alcance para hablar de cosas que puedan llegar a mucha gente, pero mi objetivo nunca ha sido ni contarme ni, por supuesto, desahogarme. Este libro lo empecé en tercera persona, pero luego pasé a la primera porque creo que el lector se identifica más con el yo, cuando hablas de un proceso de aprendizaje que va de la infancia y la juventud a la madurez, si puede meterse en el cuerpo de esa niña protagonista y navegar dentro de sus experiencias. Solo es un recurso narrativo. Lo que he hecho es contar hechos indemostrables con emociones reales.
¿Entonces esa Olga fotógrafa/narradora no es usted?
Digamos que es una versión. Si he recurrido al yo y a historias de mi propia familia es porque me interesaba escribir un libro sobre cómo aprende uno a amar, a través sobre todo de las herencias. La construcción de la imagen de uno mismo se nutre de las imágenes de otros, forma parte de una necesidad. Es como un arcimboldo, como construir un pequeño Frankenstein.
Ya que ha salido a relucir el monstruo, usted ha sido traductora de libros de terror. ¿La ayudó en su proceso como escritora?
No soy miedosa en la realidad, pero luego no puedo ver películas o leer novelas de horror, me pone enferma. En una época en la que no podía ganarme la vida como actriz, busqué trabajo como traductora y entré en Planeta; me pusieron ante una mesa repleta de libros de editoriales extranjeras, me dijeron que eligiese lo que quisiera y me llevé a casa una docena de volúmenes. Escogí los que más miedo me dieron porque pensé que, si los iba a traducir, iba a domar ese miedo y conocer sus mecanismos.
Pues parece curada de espantos, en cualquier caso.
Puedo imaginar cosas mucho peores de las que me han pasado, pero intento no vivir con el miedo porque es algo muy paralizante y no ayuda. No, no es creativo el miedo. La duda, en cambio, sí. Dudar es normal en el proceso de creación, sobre todo si quieres decir algo con agallas. Dudas porque no quieres copiar a otros o que lo que dices suene a otros. Ya sé que es una expresión muy manida, pero resulta muy complicado encontrar tu voz.
¿Le pudo la melancolía mientras escribía este libro?
Escribiendo, no, aunque lo que cuento viene de una gran añoranza.
Intento no vivir con el miedo porque es algo muy paralizante y no ayuda. No, no es creativo el miedo. La duda, en cambio, sí.
¿Entonces es solo estilo? ¿Le interesa más la forma que el fondo?
La forma me importa mucho, todo está en la forma. El fondo es común, porque es humano: el amor, el desamor, la soledad, el aprendizaje sexual, nos pasa a todos y son importantes por eso, pero lo interesante no es oír la enésima historia sobre lo mismo, sino que esté contada de otra manera. Como lectora, busco que me cuenten las cosas de una manera particular, no digo diferente, sino que suene propia. Pasolini dijo algo precioso, que no se puede engañar, hacer trampas con el estilo.
Un poco seca sí que resulta a veces.
Gracias, me parece un cumplido. No veo el interés de querer gustar. Los “me gusta”, el corazoncito, no le veo la gracia. Si escribes un libro —qué necesidad con todos los que hay ya— es para decir las cosas de otra forma, y la mía siempre ha sido un poco arisca, seca. Me interesan los escritores que chirrían, espinosos.
Cara de foto es en realidad una colección de relatos cortos. ¿Podemos considerarlo por eso una continuación de Sin permiso, donde ya ficcionaba algunas vivencias propias?
Me encanta el relato corto, mis maestros son cuentistas. Veo la vida como escenas, flashes. Una novela exige un aliento muy largo y profundo que siempre me ha parecido complicado de mantener, aunque me parece más difícil escribir cuentos, porque presentan los mismos retos que las novelas, pero multiplicados. Además, la forma corta requiere de un lector más activo, porque tiene que completar todo lo que no se cuenta, lo que se queda fuera, escribiendo con el autor. Me gusta esa parte de misterio en lo no dicho, en los silencios.
Se la define como “escritora tardía”, ¿está de acuerdo?
¡Ja, ja, ja, sería muy raro que no! Los actores formados en el teatro clásico y con los grandes textos somos muy sensibles al lenguaje. Cuando trabajamos y preparamos un papel, escribimos la biografía de nuestro personaje, un ejercicio fabuloso de completar huecos. No me parece raro pasar de un medio de expresión a otro, no veo la fractura. En el fondo, siempre me he considerado escritora. Y siempre me he hecho las mismas preguntas: qué es ser autor, por qué he querido esconderme detrás del rol del intérprete. Quizá porque no me sentía legitimada para decir “esta es mi historia” y ahora con la vejez —o la mayoría de edad, vamos a llamarlo— ya no tengo ese tipo de inhibiciones. Sí, soy una escritora tardía. Y una conductora tardía, que me he sacado el permiso de conducir a los 60 años. Todo lo hago un poco tarde, cuando siento que lo puedo defender con ganas y alegría.
Esta es una historia de mujeres: sus abuelas, su madre, sus hermanas, su compañera del internado, su niñera, usted misma. Hay pocos hombres y no salen muy bien parados…
Es la historia contada por los ojos de una niña, luego adulta, que se busca, no va de los hombres que han llenado su vida. Ese libro ya vendrá, o no [sonríe]. No es que salgan mal parados, es que estas mujeres son muy fuertes, muy tremendas, y ellos están de telón de fondo. Aparecen reflejados a través de los ojos de una niña herida, y es lógico que no tengan buena prensa. Pero el personaje de Olga cree en el amor y termina recuperándolo al final.
Y, sin embargo, proclama que el amor es su enemigo, que nos engaña a todos.
Quienes hemos vivido un desengaño, una decepción amorosa, un abandono, como quieras llamarlo de forma más o menos melodramática, pasamos por los mismos grados de dolor y rechazo. Tienes que ponerle un nombre a lo que te hiere porque, si no, te devora; es necesario situarte en la orilla para ver el monstruo desde fuera, para ver qué falló… Mi padre pensaba que podía amar a dos mujeres a la vez, algo que yo no concibo. Sufrió porque estaba enamorado de mi madre, pero a los 40 le dio ese vértigo, esa crisis, de pensar que solo había conocido una experiencia, y cuando se dio cuenta de lo que le pasaba le propuso un ménage à trois a mi madre, mientras él vivía su fantasía en París.
¿Por qué sale tan poco su padre en la novela?
Su figura es esa, la del progenitor que mira a las niñas, sus hijas, y ellas se sienten felices porque él las observa (a través de la cámara). No tiene necesidad de existir más en la construcción de la niña Olga, que busca su identidad con respecto al mundo, y en el mundo tiene una imagen del padre que creó una fractura en la familia.
“Me daba miedo abrazar a mi padre, pero no por parecerme a mi madre, sino porque temía mis propias ganas de ocupar el lugar vacante”, escribe. Vamos a tener que invocar a Freud aquí. Porque, además, me recuerda lo que dijo su padre en una ocasión, que la consideraba a usted su “amante intelectual”.
Me impactó mucho aquello. Fue en un programa de entrevistas que presentaba Begoña Aranguren, Epílogo, que se emitía después de la muerte del personaje entrevistado, que tenía que hablar en pasado [Canal+, 1998-2020, el de Antonio Saura fue el primero]. Yo lo vi días después de su fallecimiento, y esa frase me dejó completamente perturbada. Es cierto, hay una fase de la crianza en la que los hijos se enamoran de sus progenitores (lo dicen los libros de psicología, no yo), y cuesta aceptar que esa relación no puede ir por ahí. En mi caso, el agujero se abrió cuando mi madre desapareció; al separarse, su figura tutelar ya no estaba. Y yo era una adolescente que, efectivamente, sintió esa tentación de la que no era consciente. Solo la pude describir, o escribir, cuando oí a mi padre expresarse así. Ojo, que yo nunca he sentido ningún tipo de turbación con mi padre, jamás fue un hombre ambiguo conmigo, ni abusador, al contrario, era respetuosísimo y me apoyó siempre, pero es verdad que aquella frase despertó algo en mí que me ha llevado a escribir sobre eso. Es un buen material literario.
Sigo sin comprender la muerte, es una desposesión del cuerpo y del espíritu que no entiendo.
Hay otro pasaje de lectura, cuando menos, inquietante: su relación siendo aún menor de edad con un fotógrafo amigo de su padre que le sacaba 11 años. Por él, usted obtuvo la emancipación legal a los 16, un proceso con el que su padre estuvo de acuerdo. ¿Se da cuenta de que, con la perspectiva actual, aquello fue un abuso en toda regla?
Hay que situarlo en su contexto, los años setenta, en una época muy liberal, cuando se creía en la sexualidad de los niños y se aceptaban las relaciones tempranas. Era un pensamiento antiburgués, no se veía como un peligro. Pero claro que la gente joven estaba en peligro. Bajar la edad del consentimiento sexual es catastrófico. Ahora intentamos analizarlo y revisarlo, pero lo cierto es que yo no tenía esa sensación, la persona de la que hablo era extremadamente delicada y cariñosa, no había abuso. Era un hombre extraordinario con el que tengo muy buena relación hoy en día. La época y la situación familiar era de fragilidad, no había modelos de protección que apetecía seguir, eran todos carcas y las chicas no queríamos ser unas estrechas o parecernos a nuestras madres. Pero no considero que fuera víctima de abuso alguno. Quizá tuve mucha suerte, porque podía haberme pasado lo peor. Siempre he sido una mujer bien pertrechada intelectualmente, muy querida, deseada (sé que fui una niña deseada, no un accidente), y también que he pasado entre las gotas de agua y no me he mojado.
Huérfana, exiliada, migrante, se califica. Tuvo que ser dura una infancia y adolescencia así.
Necesitas echarle mucho coraje, no te queda otra. Pero tengo la suerte de poseer, no sé, armas genéticas. Es un misterio por qué unos en una misma familia sucumben y no consiguen sobrellevar las heridas y se suicidan, mientras otros salen adelante. En cualquier caso, no soy una persona traumatizada. Quizá porque esa era mi realidad. Y por eso soy escritora. Me he visto desde fuera, que es lo que hace todo aquel que acarrea un trauma; sales de ti y te observas con distancia, lo que me ha permitido después jugar con ello. Yo exagero muchas cosas, por eso este libro no es autobiográfico, porque está muy exagerado, que es lo que me parece interesante.
Se fue, o se la llevaron, muy pronto, ¿qué recuerda de aquella España tardofranquista?
No era consciente de lo que pasaba, nadie me había hablado de la represión y las torturas, solo sabía que algo no iba bien porque, a veces, mis padres bajaban el tono de voz en algunas conversaciones. La policía secreta nos intervino el teléfono en cierta ocasión, y eso que mi padre ya estaba en París. Y a mi madre la detuvieron en otra. Pero no me fui pensando qué horror. Eso sí, cuando volví en 1979, porque quería trabajar en español, solo podía pensar en lo malo que era el teatro que se hacía aquí.
¿Por qué no prosperó su carrera como actriz, hubo alguna mano negra?
¡Qué va! [carcajadas]. Es solo que yo resultaba extraña entonces, no daba el tipo, que se dice, parecía una guiri, tan grande, un palo de escoba, nada sensual, era como la Olivia de Popeye. Y mira que, por formación clásica, siempre he sido capaz de sostener un personaje en un teatro como el de Mérida, sin micrófono. Pero ni mi tío me quiso.
Su tío [el cineasta Carlos Saura], que tampoco aparece en el libro.
Porque no hay motivo. No tengo nada que decir sobre él. Yo le adoraba, pero él nunca se interesó por mí como actriz, aunque en lo personal era maravilloso.
Sobre sus dos hermanas, fallecidas de forma trágicamente prematura [Ana, que se suicidó en 1990, y Elena, en un accidente de coche, en 1983], también pasa de puntillas. ¿Le duele recordarlas?
Es que no tengo nada que decir. Una era maravillosa, una grandísima artista, y la pequeña murió con solo 21 años. No hay necesidad de hablar de ellas para la historia. El suicidio es un problema enorme en la vida de cualquiera, un misterio insondable, hay que respetar y perdonar al que se quita la vida y no sentirse culpable, pero sobrevivirle resulta muy complicado. El vacío de contar un poco a la una y nada sobre la otra es intencionado.
Al final, la que se alza como protagonista es su madre, de la que no se separa en sus últimos momentos. También estuvo en los de su padre, pero mientras él era muy consciente de que se moría, a ella se le iban borrando los recuerdos con el alzhéimer.
Mi padre quería morir con los ojos abiertos y mi madre se agarraba a la memoria: cuanto más perdía sus facultades, más se agarraba a la vida. Sigo sin comprender la muerte, es una desposesión del cuerpo y del espíritu que no entiendo. Ambos esperaron a que saliera un momento de casa para irse, como una gentileza, aprovecho que no estás y me voy. El duelo te deja desnuda y sin armas, nada de lo que has preparado te sirve.
De joven decía que no le interesaban en absoluto las mujeres mayores, que ni las miraba. Ahora que ha pasado los 60, ¿se echa cuentas a usted misma?
[Ríe]. Sí, me gusto, me caigo bien. Me encanta cumplir años y que estén todas las velas en la tarta, tengo la suerte de estar sana y asumo mi edad perfectamente, aunque no me gusten mis dolores y mi artrosis, pero me encantan mis canas y mis arrugas. Hay una parte muy relajada en no ser el centro de atención, ahora puedo mirar a los hombres jóvenes sin que haya algo equívoco. Me tengo que inventar un nombre para ese poder.
De actriz a escritora, la primogénita del pintor Antonio Saura se pasó a la literatura hace unos años tratando de reafirmar su identidad.
Como el personaje del relato de Christopher Isherwood, Marina Saura (Madrid, 67 años) es una cámara. El filtro, la médium a través de los cuales pueden existir otros personajes, otras historias. Ha sido así desde que se empeñó en ser actriz, primero en Gran Bretaña, donde cursó estudios en el Drama Centre londinense, y luego en España, de vuelta de un periplo extranjero que emprendió de preadolescente, tras la traumática separación de sus padres. Primogénita del pintor Antonio Saura, uno de los trazos más violentos y excepcionales del arte contemporáneo español del siglo XX, y de la que fuera su primera esposa, la traductora francosueca Gunhild Madeleine Augot, hace ocho años decidió dar el paso editorial y lanzarse al vacío como escritora con Sin permiso, conjunto de cuentos planteados como interrogantes existenciales que, de alguna manera, encuentran ahora su continuidad en Cara de foto (De Conatus). Un debut en lo novelado, encorsetado en la autoficción, aunque la autora se rebela contra la etiqueta porque, dice, el suyo es un álbum fotográfico que tiene tanto de imágenes personales como ajenas. Instantáneas —a veces, robadas— sobre las que ella, “secretaria de lo invisible”, borda palabras/narraciones de dolorosa intimidad, pero que resuenan universales. “Las fotos que voy captando y haciendo mías me sirven para completar huecos. No intento corregir lo que no haya sido correcto, o embellecer una historia que no fuera perfecta, se trata más bien de llenar blancos, vacíos, olvidos”, concede. Despreocupada por la validación de otros que no sean los suyos o caer bien (en eso, admite, sale a su padre; el físico, imponente, es genética materna), de lo único sobre lo que no le apetece hablar son los dimes y diretes de la polémica fundación conquense con la que pleiteó por los derechos de la obra paterna, de la que es heredera junto a la segunda esposa del pintor (la cubana Mercedes Beldarraín) y hoy gestiona a través de la Fondation Archives Antonio Saura, con sede en Ginebra, donde reside desde hace unos años por amor.
Supongo que sabe del debate literario sobre la autoficción, que si recurso de cobardes, que si testimonio del dolor… ¿Por qué decidió contarse así?
Es una etiqueta comercial, yo no la habría elegido jamás, ni la defiendo ni la adopto, pero en alguna parte te tienen que colocar. Utilizo experiencias personales, percepciones subjetivas más o menos de alcance para hablar de cosas que puedan llegar a mucha gente, pero mi objetivo nunca ha sido ni contarme ni, por supuesto, desahogarme. Este libro lo empecé en tercera persona, pero luego pasé a la primera porque creo que el lector se identifica más con el yo, cuando hablas de un proceso de aprendizaje que va de la infancia y la juventud a la madurez, si puede meterse en el cuerpo de esa niña protagonista y navegar dentro de sus experiencias. Solo es un recurso narrativo. Lo que he hecho es contar hechos indemostrables con emociones reales.
¿Entonces esa Olga fotógrafa/narradora no es usted?
Digamos que es una versión. Si he recurrido al yo y a historias de mi propia familia es porque me interesaba escribir un libro sobre cómo aprende uno a amar, a través sobre todo de las herencias. La construcción de la imagen de uno mismo se nutre de las imágenes de otros, forma parte de una necesidad. Es como un arcimboldo, como construir un pequeño Frankenstein.
Ya que ha salido a relucir el monstruo, usted ha sido traductora de libros de terror. ¿La ayudó en su proceso como escritora?
No soy miedosa en la realidad, pero luego no puedo ver películas o leer novelas de horror, me pone enferma. En una época en la que no podía ganarme la vida como actriz, busqué trabajo como traductora y entré en Planeta; me pusieron ante una mesa repleta de libros de editoriales extranjeras, me dijeron que eligiese lo que quisiera y me llevé a casa una docena de volúmenes. Escogí los que más miedo me dieron porque pensé que, si los iba a traducir, iba a domar ese miedo y conocer sus mecanismos.
Pues parece curada de espantos, en cualquier caso.
Puedo imaginar cosas mucho peores de las que me han pasado, pero intento no vivir con el miedo porque es algo muy paralizante y no ayuda. No, no es creativo el miedo. La duda, en cambio, sí. Dudar es normal en el proceso de creación, sobre todo si quieres decir algo con agallas. Dudas porque no quieres copiar a otros o que lo que dices suene a otros. Ya sé que es una expresión muy manida, pero resulta muy complicado encontrar tu voz.
¿Le pudo la melancolía mientras escribía este libro?
Escribiendo, no, aunque lo que cuento viene de una gran añoranza.
Intento no vivir con el miedo porque es algo muy paralizante y no ayuda. No, no es creativo el miedo. La duda, en cambio, sí.
¿Entonces es solo estilo? ¿Le interesa más la forma que el fondo?
La forma me importa mucho, todo está en la forma. El fondo es común, porque es humano: el amor, el desamor, la soledad, el aprendizaje sexual, nos pasa a todos y son importantes por eso, pero lo interesante no es oír la enésima historia sobre lo mismo, sino que esté contada de otra manera. Como lectora, busco que me cuenten las cosas de una manera particular, no digo diferente, sino que suene propia. Pasolini dijo algo precioso, que no se puede engañar, hacer trampas con el estilo.
Un poco seca sí que resulta a veces.
Gracias, me parece un cumplido. No veo el interés de querer gustar. Los “me gusta”, el corazoncito, no le veo la gracia. Si escribes un libro —qué necesidad con todos los que hay ya— es para decir las cosas de otra forma, y la mía siempre ha sido un poco arisca, seca. Me interesan los escritores que chirrían, espinosos.
Cara de foto es en realidad una colección de relatos cortos. ¿Podemos considerarlo por eso una continuación de Sin permiso, donde ya ficcionaba algunas vivencias propias?
Me encanta el relato corto, mis maestros son cuentistas. Veo la vida como escenas, flashes. Una novela exige un aliento muy largo y profundo que siempre me ha parecido complicado de mantener, aunque me parece más difícil escribir cuentos, porque presentan los mismos retos que las novelas, pero multiplicados. Además, la forma corta requiere de un lector más activo, porque tiene que completar todo lo que no se cuenta, lo que se queda fuera, escribiendo con el autor. Me gusta esa parte de misterio en lo no dicho, en los silencios.
Se la define como “escritora tardía”, ¿está de acuerdo?
¡Ja, ja, ja, sería muy raro que no! Los actores formados en el teatro clásico y con los grandes textos somos muy sensibles al lenguaje. Cuando trabajamos y preparamos un papel, escribimos la biografía de nuestro personaje, un ejercicio fabuloso de completar huecos. No me parece raro pasar de un medio de expresión a otro, no veo la fractura. En el fondo, siempre me he considerado escritora. Y siempre me he hecho las mismas preguntas: qué es ser autor, por qué he querido esconderme detrás del rol del intérprete. Quizá porque no me sentía legitimada para decir “esta es mi historia” y ahora con la vejez —o la mayoría de edad, vamos a llamarlo— ya no tengo ese tipo de inhibiciones. Sí, soy una escritora tardía. Y una conductora tardía, que me he sacado el permiso de conducir a los 60 años. Todo lo hago un poco tarde, cuando siento que lo puedo defender con ganas y alegría.
Esta es una historia de mujeres: sus abuelas, su madre, sus hermanas, su compañera del internado, su niñera, usted misma. Hay pocos hombres y no salen muy bien parados…
Es la historia contada por los ojos de una niña, luego adulta, que se busca, no va de los hombres que han llenado su vida. Ese libro ya vendrá, o no [sonríe]. No es que salgan mal parados, es que estas mujeres son muy fuertes, muy tremendas, y ellos están de telón de fondo. Aparecen reflejados a través de los ojos de una niña herida, y es lógico que no tengan buena prensa. Pero el personaje de Olga cree en el amor y termina recuperándolo al final.
Y, sin embargo, proclama que el amor es su enemigo, que nos engaña a todos.
Quienes hemos vivido un desengaño, una decepción amorosa, un abandono, como quieras llamarlo de forma más o menos melodramática, pasamos por los mismos grados de dolor y rechazo. Tienes que ponerle un nombre a lo que te hiere porque, si no, te devora; es necesario situarte en la orilla para ver el monstruo desde fuera, para ver qué falló… Mi padre pensaba que podía amar a dos mujeres a la vez, algo que yo no concibo. Sufrió porque estaba enamorado de mi madre, pero a los 40 le dio ese vértigo, esa crisis, de pensar que solo había conocido una experiencia, y cuando se dio cuenta de lo que le pasaba le propuso un ménage à trois a mi madre, mientras él vivía su fantasía en París.
¿Por qué sale tan poco su padre en la novela?
Su figura es esa, la del progenitor que mira a las niñas, sus hijas, y ellas se sienten felices porque él las observa (a través de la cámara). No tiene necesidad de existir más en la construcción de la niña Olga, que busca su identidad con respecto al mundo, y en el mundo tiene una imagen del padre que creó una fractura en la familia.
“Me daba miedo abrazar a mi padre, pero no por parecerme a mi madre, sino porque temía mis propias ganas de ocupar el lugar vacante”, escribe. Vamos a tener que invocar a Freud aquí. Porque, además, me recuerda lo que dijo su padre en una ocasión, que la consideraba a usted su “amante intelectual”.
Me impactó mucho aquello. Fue en un programa de entrevistas que presentaba Begoña Aranguren, Epílogo, que se emitía después de la muerte del personaje entrevistado, que tenía que hablar en pasado [Canal+, 1998-2020, el de Antonio Saura fue el primero]. Yo lo vi días después de su fallecimiento, y esa frase me dejó completamente perturbada. Es cierto, hay una fase de la crianza en la que los hijos se enamoran de sus progenitores (lo dicen los libros de psicología, no yo), y cuesta aceptar que esa relación no puede ir por ahí. En mi caso, el agujero se abrió cuando mi madre desapareció; al separarse, su figura tutelar ya no estaba. Y yo era una adolescente que, efectivamente, sintió esa tentación de la que no era consciente. Solo la pude describir, o escribir, cuando oí a mi padre expresarse así. Ojo, que yo nunca he sentido ningún tipo de turbación con mi padre, jamás fue un hombre ambiguo conmigo, ni abusador, al contrario, era respetuosísimo y me apoyó siempre, pero es verdad que aquella frase despertó algo en mí que me ha llevado a escribir sobre eso. Es un buen material literario.
Sigo sin comprender la muerte, es una desposesión del cuerpo y del espíritu que no entiendo.
Hay otro pasaje de lectura, cuando menos, inquietante: su relación siendo aún menor de edad con un fotógrafo amigo de su padre que le sacaba 11 años. Por él, usted obtuvo la emancipación legal a los 16, un proceso con el que su padre estuvo de acuerdo. ¿Se da cuenta de que, con la perspectiva actual, aquello fue un abuso en toda regla?
Hay que situarlo en su contexto, los años setenta, en una época muy liberal, cuando se creía en la sexualidad de los niños y se aceptaban las relaciones tempranas. Era un pensamiento antiburgués, no se veía como un peligro. Pero claro que la gente joven estaba en peligro. Bajar la edad del consentimiento sexual es catastrófico. Ahora intentamos analizarlo y revisarlo, pero lo cierto es que yo no tenía esa sensación, la persona de la que hablo era extremadamente delicada y cariñosa, no había abuso. Era un hombre extraordinario con el que tengo muy buena relación hoy en día. La época y la situación familiar era de fragilidad, no había modelos de protección que apetecía seguir, eran todos carcas y las chicas no queríamos ser unas estrechas o parecernos a nuestras madres. Pero no considero que fuera víctima de abuso alguno. Quizá tuve mucha suerte, porque podía haberme pasado lo peor. Siempre he sido una mujer bien pertrechada intelectualmente, muy querida, deseada (sé que fui una niña deseada, no un accidente), y también que he pasado entre las gotas de agua y no me he mojado.
Huérfana, exiliada, migrante, se califica. Tuvo que ser dura una infancia y adolescencia así.
Necesitas echarle mucho coraje, no te queda otra. Pero tengo la suerte de poseer, no sé, armas genéticas. Es un misterio por qué unos en una misma familia sucumben y no consiguen sobrellevar las heridas y se suicidan, mientras otros salen adelante. En cualquier caso, no soy una persona traumatizada. Quizá porque esa era mi realidad. Y por eso soy escritora. Me he visto desde fuera, que es lo que hace todo aquel que acarrea un trauma; sales de ti y te observas con distancia, lo que me ha permitido después jugar con ello. Yo exagero muchas cosas, por eso este libro no es autobiográfico, porque está muy exagerado, que es lo que me parece interesante.
Se fue, o se la llevaron, muy pronto, ¿qué recuerda de aquella España tardofranquista?
No era consciente de lo que pasaba, nadie me había hablado de la represión y las torturas, solo sabía que algo no iba bien porque, a veces, mis padres bajaban el tono de voz en algunas conversaciones. La policía secreta nos intervino el teléfono en cierta ocasión, y eso que mi padre ya estaba en París. Y a mi madre la detuvieron en otra. Pero no me fui pensando qué horror. Eso sí, cuando volví en 1979, porque quería trabajar en español, solo podía pensar en lo malo que era el teatro que se hacía aquí.
¿Por qué no prosperó su carrera como actriz, hubo alguna mano negra?
¡Qué va! [carcajadas]. Es solo que yo resultaba extraña entonces, no daba el tipo, que se dice, parecía una guiri, tan grande, un palo de escoba, nada sensual, era como la Olivia de Popeye. Y mira que, por formación clásica, siempre he sido capaz de sostener un personaje en un teatro como el de Mérida, sin micrófono. Pero ni mi tío me quiso.
Su tío [el cineasta Carlos Saura], que tampoco aparece en el libro.
Porque no hay motivo. No tengo nada que decir sobre él. Yo le adoraba, pero él nunca se interesó por mí como actriz, aunque en lo personal era maravilloso.
Sobre sus dos hermanas, fallecidas de forma trágicamente prematura [Ana, que se suicidó en 1990, y Elena, en un accidente de coche, en 1983], también pasa de puntillas. ¿Le duele recordarlas?
Es que no tengo nada que decir. Una era maravillosa, una grandísima artista, y la pequeña murió con solo 21 años. No hay necesidad de hablar de ellas para la historia. El suicidio es un problema enorme en la vida de cualquiera, un misterio insondable, hay que respetar y perdonar al que se quita la vida y no sentirse culpable, pero sobrevivirle resulta muy complicado. El vacío de contar un poco a la una y nada sobre la otra es intencionado.
Al final, la que se alza como protagonista es su madre, de la que no se separa en sus últimos momentos. También estuvo en los de su padre, pero mientras él era muy consciente de que se moría, a ella se le iban borrando los recuerdos con el alzhéimer.
Mi padre quería morir con los ojos abiertos y mi madre se agarraba a la memoria: cuanto más perdía sus facultades, más se agarraba a la vida. Sigo sin comprender la muerte, es una desposesión del cuerpo y del espíritu que no entiendo. Ambos esperaron a que saliera un momento de casa para irse, como una gentileza, aprovecho que no estás y me voy. El duelo te deja desnuda y sin armas, nada de lo que has preparado te sirve.
De joven decía que no le interesaban en absoluto las mujeres mayores, que ni las miraba. Ahora que ha pasado los 60, ¿se echa cuentas a usted misma?
[Ríe]. Sí, me gusto, me caigo bien. Me encanta cumplir años y que estén todas las velas en la tarta, tengo la suerte de estar sana y asumo mi edad perfectamente, aunque no me gusten mis dolores y mi artrosis, pero me encantan mis canas y mis arrugas. Hay una parte muy relajada en no ser el centro de atención, ahora puedo mirar a los hombres jóvenes sin que haya algo equívoco. Me tengo que inventar un nombre para ese poder.
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