Mi abuela Emma era una devota católica. Iba a misa todos los domingos, rezaba el rosario con sus hermanas. Seguía, en consecuencia, una vida con los códigos morales de la fe. No sé por qué un día acabamos hablando de un pastor evangélico al que escuché en Nueva Orleans despachar uno de los retos teológicos: el misterio de la Santísima Trinidad. Tres personas —tres hipóstasis— que conforman un único Dios. Aquel señor, entre gospel y gospel, soltó a su parroquia que la Santísima Trinidad se podía equiparar al agua. A veces, líquida. A veces, convertida en vapor. A veces, hielo. Pero siempre tres formas de la misma agua.A ella esta aproximación le pareció certera porque nunca entendió —más bien, nunca le dejaron tiempo para entenderla— la Santísima Trinidad. En principio, contradiría esta falta de conocimiento a la fe inquebrantable que profesaba. Ocurre con millones y millones de creyentes de todas las religiones que no entienden dogmas, predicamentos, aleyas, parábolas, anunciaciones… Y no importa.Una obra pictórica, una broma de una cómica, una película o una acción de marketing basada en símbolos religiosos los redefinenQuien no asuma que los símbolos religiosos —al igual que cualquier símbolo montuno— están sujetos a una dialéctica terrorífica con los seres humanos —incluso, con pastores evangélicos— que los utilizan y con el contexto, peor para él. Ningún símbolo es un símbolo, simplemente: hay un más acá donde interactúan, mutan, compiten, aparecen, desaparecen. Dan igual los integristas, los líderes religiosos o los intelectuales de medio pelo que no lo acepten: una obra pictórica, una broma de una cómica, una película —‘ Cónclave’ o ‘Four lions’— o una acción de marketing basada en símbolos religiosos los redefinen, los transforman en cultura popular, los alejan o los acercan al ámbito religioso, los convierten en pecado mortal o en fatua… Los hacen, al final, indomables. Estos son los símbolos nuestros, no de unos pocos. Estos son los símbolos humanos. Mi abuela no entendía la Santísima Trinidad y aún así —si ella lo creía debería ser de esa manera— ahora nos verá desde el Cielo apiadándose de mi ateísmo. Mi abuela Emma era una devota católica. Iba a misa todos los domingos, rezaba el rosario con sus hermanas. Seguía, en consecuencia, una vida con los códigos morales de la fe. No sé por qué un día acabamos hablando de un pastor evangélico al que escuché en Nueva Orleans despachar uno de los retos teológicos: el misterio de la Santísima Trinidad. Tres personas —tres hipóstasis— que conforman un único Dios. Aquel señor, entre gospel y gospel, soltó a su parroquia que la Santísima Trinidad se podía equiparar al agua. A veces, líquida. A veces, convertida en vapor. A veces, hielo. Pero siempre tres formas de la misma agua.A ella esta aproximación le pareció certera porque nunca entendió —más bien, nunca le dejaron tiempo para entenderla— la Santísima Trinidad. En principio, contradiría esta falta de conocimiento a la fe inquebrantable que profesaba. Ocurre con millones y millones de creyentes de todas las religiones que no entienden dogmas, predicamentos, aleyas, parábolas, anunciaciones… Y no importa.Una obra pictórica, una broma de una cómica, una película o una acción de marketing basada en símbolos religiosos los redefinenQuien no asuma que los símbolos religiosos —al igual que cualquier símbolo montuno— están sujetos a una dialéctica terrorífica con los seres humanos —incluso, con pastores evangélicos— que los utilizan y con el contexto, peor para él. Ningún símbolo es un símbolo, simplemente: hay un más acá donde interactúan, mutan, compiten, aparecen, desaparecen. Dan igual los integristas, los líderes religiosos o los intelectuales de medio pelo que no lo acepten: una obra pictórica, una broma de una cómica, una película —‘ Cónclave’ o ‘Four lions’— o una acción de marketing basada en símbolos religiosos los redefinen, los transforman en cultura popular, los alejan o los acercan al ámbito religioso, los convierten en pecado mortal o en fatua… Los hacen, al final, indomables. Estos son los símbolos nuestros, no de unos pocos. Estos son los símbolos humanos. Mi abuela no entendía la Santísima Trinidad y aún así —si ella lo creía debería ser de esa manera— ahora nos verá desde el Cielo apiadándose de mi ateísmo.
LA GRAPA
Ningún símbolo es un símbolo, simplemente: hay un más acá donde interactúan, mutan, compiten, aparecen, desaparecen
Mi abuela Emma era una devota católica. Iba a misa todos los domingos, rezaba el rosario con sus hermanas. Seguía, en consecuencia, una vida con los códigos morales de la fe. No sé por qué un día acabamos hablando de un pastor evangélico al que …
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