Verificado el solemne paseíllo tras la pausa que supone el recogimiento unánime del himno nacional, Morante de La Puebla, de impoluto terno nazareno y azabache con cabos verdes y tocado con montera de formato decimonónico, dibujó exquisitas verónicas de manos bajas a un oponente que ya mostraba tanta nobleza como escasez de fuerzas. Unas ajustadas chicuelinas al paso pusieron a este toro bajo la jurisdicción del picador, donde tomó una leve vara. Animal de justa presencia y nulo poder, que tomó con suavidad y suma obediencia los pases por alto con los que Morante inició en tablas su faena. Después, ya en el toreo fundamental, la floja condición del astado determinaría la falta de rotundidad, grandeza y profundidad de un anodino trasteo, en el que Morante sólo pudo apuntar la belleza goteada de aislados pasajes. Una estocada, de la que el toro tardó en morir, puso fin a este primer capítulo del festejo.La maestría del genio de La Puebla se hizo tangible en el suave mecido con que cinceló la verónica al recibir, hondo, grácil, sentido, al cuarto de la tarde. Otro ejemplar se extrema nobleza, poca fuerza y casi nula transmisión. Pases por alto y por bajo con palpitante cadencia, ganando terreno, constituyeron preámbulo a una labor en que Morante se gustó en pases lentísimos, plenos de inspiración y garbo. Fue faena maciza, a pesar de la poca repetición que el toro ofrecía, pues desmesuró en brillos, en armonías, en torería, en cadencia, en garbo. Remates pìntureros, belleza en cada pase, sentimiento hecho toreo en estado puro. Ver a Morante en esta plenitud vale por toda una tarde, y por muchas. Y hasta abrochó la obra como ésta merecía: tirándose a matar con arrojo novilleril, para dejar una estocada en todo lo alto.La recia quietud de Sebastián Catella se puso de manifiesto en los lances hieráticos y las ceñidas chicuelinas con las que recibió al castaño, segundo de la tarde. Astado que derribó la cabalgadura en su primer y único encuentro con la cabalgadura, donde apenas fue picado. Circunstancia que aprovechó Castella para poder bajar la mano en un toreo fundamental de sumo relajo y mucho mando a un toro que humillaba y repetía con codicia unas embestidas que se sucedían boyantes y repetitivas. Acortadas las distancias en el tramo final del trasteo, Sebastián Castella fue peligrosamente prendido cuando ejecutaba unas manoletinas, percance del que salió aparentemente ileso. Tras pinchazo y media trasera y tendida recibió su primer trofeo.Tampoco constituyó un dechado de bravas virtudes el quinto de la tarde, burel que fue lanceado con suavidad por el diestro francés y al que también le propinó escaso castigo en el caballo. Con la majestuosidad de unos estáticos pases por alto inició Castella una labor muleteril que, enseguida, vivió la intensidad de cuajadas series en redondo y al natural. Pulcra labor, en la que supo sacar partido de la nobleza de su oponente. Una estocada en todo lo alto puso fin a una destacad actuación.Veroniqueó sin excesivas apreturas Manzanares al anovillado ejemplar que hizo tercero, animal cuyas acometidas nunca se advirtieron profundas y cuyo encuentro con el caballo no pasó de mero trámite. Así, su viveza en el tercio final fue casi nula, pues proliferó en embestidas anodinas, propensas al calamocheo y al escaso recorrido. El alicantino lo pasó por ambos pitones, con más acople y convicción cuando lo hizo por el derecho, donde encontró cierta ligazón y algo de intensidad, resultando muy del agrado del respetable. Una perfecta ejecución del volapié puso fin a su labor.Tampoco tuvo ocasión Manzanares de estirarse a gusto a la verónica con el que cerraba plaza, ejemplar que, como sus hermanos, derrochó tanta docilidad como ausencia de emoción. Y así se configuró la postrera faena del festejo, un voluntarioso toreo ante una embestida cansina y adormecida que, además, no era lo larga y clara que José María hubiese deseado. Un toro que cerraría pronto el exiguo capítulo de sus acometidas. Con un pinchazo hondo y un golpe de descabello, Manzanares daba por finiquitada la corrida.Ficha Se lidiaron seis toros de Álvaro Núñez, justos de presencia, nobles pro faltos de fuerza y casta. Morante de la Puebla, de nazareno y azabache. Oreja y dos orejas y rabo. Sebastián Castella, de azul marino y oro. Oreja tras aviso y oreja. Jose María Manzanares, de azul marino y oro. Oreja y ovación. Plaza de toros de Jerez. Casi lleno en tarde agradable. Verificado el solemne paseíllo tras la pausa que supone el recogimiento unánime del himno nacional, Morante de La Puebla, de impoluto terno nazareno y azabache con cabos verdes y tocado con montera de formato decimonónico, dibujó exquisitas verónicas de manos bajas a un oponente que ya mostraba tanta nobleza como escasez de fuerzas. Unas ajustadas chicuelinas al paso pusieron a este toro bajo la jurisdicción del picador, donde tomó una leve vara. Animal de justa presencia y nulo poder, que tomó con suavidad y suma obediencia los pases por alto con los que Morante inició en tablas su faena. Después, ya en el toreo fundamental, la floja condición del astado determinaría la falta de rotundidad, grandeza y profundidad de un anodino trasteo, en el que Morante sólo pudo apuntar la belleza goteada de aislados pasajes. Una estocada, de la que el toro tardó en morir, puso fin a este primer capítulo del festejo.La maestría del genio de La Puebla se hizo tangible en el suave mecido con que cinceló la verónica al recibir, hondo, grácil, sentido, al cuarto de la tarde. Otro ejemplar se extrema nobleza, poca fuerza y casi nula transmisión. Pases por alto y por bajo con palpitante cadencia, ganando terreno, constituyeron preámbulo a una labor en que Morante se gustó en pases lentísimos, plenos de inspiración y garbo. Fue faena maciza, a pesar de la poca repetición que el toro ofrecía, pues desmesuró en brillos, en armonías, en torería, en cadencia, en garbo. Remates pìntureros, belleza en cada pase, sentimiento hecho toreo en estado puro. Ver a Morante en esta plenitud vale por toda una tarde, y por muchas. Y hasta abrochó la obra como ésta merecía: tirándose a matar con arrojo novilleril, para dejar una estocada en todo lo alto.La recia quietud de Sebastián Catella se puso de manifiesto en los lances hieráticos y las ceñidas chicuelinas con las que recibió al castaño, segundo de la tarde. Astado que derribó la cabalgadura en su primer y único encuentro con la cabalgadura, donde apenas fue picado. Circunstancia que aprovechó Castella para poder bajar la mano en un toreo fundamental de sumo relajo y mucho mando a un toro que humillaba y repetía con codicia unas embestidas que se sucedían boyantes y repetitivas. Acortadas las distancias en el tramo final del trasteo, Sebastián Castella fue peligrosamente prendido cuando ejecutaba unas manoletinas, percance del que salió aparentemente ileso. Tras pinchazo y media trasera y tendida recibió su primer trofeo.Tampoco constituyó un dechado de bravas virtudes el quinto de la tarde, burel que fue lanceado con suavidad por el diestro francés y al que también le propinó escaso castigo en el caballo. Con la majestuosidad de unos estáticos pases por alto inició Castella una labor muleteril que, enseguida, vivió la intensidad de cuajadas series en redondo y al natural. Pulcra labor, en la que supo sacar partido de la nobleza de su oponente. Una estocada en todo lo alto puso fin a una destacad actuación.Veroniqueó sin excesivas apreturas Manzanares al anovillado ejemplar que hizo tercero, animal cuyas acometidas nunca se advirtieron profundas y cuyo encuentro con el caballo no pasó de mero trámite. Así, su viveza en el tercio final fue casi nula, pues proliferó en embestidas anodinas, propensas al calamocheo y al escaso recorrido. El alicantino lo pasó por ambos pitones, con más acople y convicción cuando lo hizo por el derecho, donde encontró cierta ligazón y algo de intensidad, resultando muy del agrado del respetable. Una perfecta ejecución del volapié puso fin a su labor.Tampoco tuvo ocasión Manzanares de estirarse a gusto a la verónica con el que cerraba plaza, ejemplar que, como sus hermanos, derrochó tanta docilidad como ausencia de emoción. Y así se configuró la postrera faena del festejo, un voluntarioso toreo ante una embestida cansina y adormecida que, además, no era lo larga y clara que José María hubiese deseado. Un toro que cerraría pronto el exiguo capítulo de sus acometidas. Con un pinchazo hondo y un golpe de descabello, Manzanares daba por finiquitada la corrida.Ficha Se lidiaron seis toros de Álvaro Núñez, justos de presencia, nobles pro faltos de fuerza y casta. Morante de la Puebla, de nazareno y azabache. Oreja y dos orejas y rabo. Sebastián Castella, de azul marino y oro. Oreja tras aviso y oreja. Jose María Manzanares, de azul marino y oro. Oreja y ovación. Plaza de toros de Jerez. Casi lleno en tarde agradable.
Verificado el solemne paseíllo tras la pausa que supone el recogimiento unánime del himno nacional, Morante de La Puebla, de impoluto terno nazareno y azabache con cabos verdes y tocado con montera de formato decimonónico, dibujó exquisitas verónicas de manos bajas a un oponente que ya mostraba tanta nobleza como escasez de fuerzas. Unas ajustadas chicuelinas al paso pusieron a este toro bajo la jurisdicción del picador, donde tomó una leve vara. Animal de justa presencia y nulo poder, que tomó con suavidad y suma obediencia los pases por alto con los que Morante inició en tablas su faena. Después, ya en el toreo fundamental, la floja condición del astado determinaría la falta de rotundidad, grandeza y profundidad de un anodino trasteo, en el que Morante sólo pudo apuntar la belleza goteada de aislados pasajes. Una estocada, de la que el toro tardó en morir, puso fin a este primer capítulo del festejo.
La maestría del genio de La Puebla se hizo tangible en el suave mecido con que cinceló la verónica al recibir, hondo, grácil, sentido, al cuarto de la tarde. Otro ejemplar se extrema nobleza, poca fuerza y casi nula transmisión. Pases por alto y por bajo con palpitante cadencia, ganando terreno, constituyeron preámbulo a una labor en que Morante se gustó en pases lentísimos, plenos de inspiración y garbo. Fue faena maciza, a pesar de la poca repetición que el toro ofrecía, pues desmesuró en brillos, en armonías, en torería, en cadencia, en garbo. Remates pìntureros, belleza en cada pase, sentimiento hecho toreo en estado puro. Ver a Morante en esta plenitud vale por toda una tarde, y por muchas. Y hasta abrochó la obra como ésta merecía: tirándose a matar con arrojo novilleril, para dejar una estocada en todo lo alto.
La recia quietud de Sebastián Catella se puso de manifiesto en los lances hieráticos y las ceñidas chicuelinas con las que recibió al castaño, segundo de la tarde. Astado que derribó la cabalgadura en su primer y único encuentro con la cabalgadura, donde apenas fue picado. Circunstancia que aprovechó Castella para poder bajar la mano en un toreo fundamental de sumo relajo y mucho mando a un toro que humillaba y repetía con codicia unas embestidas que se sucedían boyantes y repetitivas. Acortadas las distancias en el tramo final del trasteo, Sebastián Castella fue peligrosamente prendido cuando ejecutaba unas manoletinas, percance del que salió aparentemente ileso. Tras pinchazo y media trasera y tendida recibió su primer trofeo.
Tampoco constituyó un dechado de bravas virtudes el quinto de la tarde, burel que fue lanceado con suavidad por el diestro francés y al que también le propinó escaso castigo en el caballo. Con la majestuosidad de unos estáticos pases por alto inició Castella una labor muleteril que, enseguida, vivió la intensidad de cuajadas series en redondo y al natural. Pulcra labor, en la que supo sacar partido de la nobleza de su oponente. Una estocada en todo lo alto puso fin a una destacad actuación.
Veroniqueó sin excesivas apreturas Manzanares al anovillado ejemplar que hizo tercero, animal cuyas acometidas nunca se advirtieron profundas y cuyo encuentro con el caballo no pasó de mero trámite. Así, su viveza en el tercio final fue casi nula, pues proliferó en embestidas anodinas, propensas al calamocheo y al escaso recorrido. El alicantino lo pasó por ambos pitones, con más acople y convicción cuando lo hizo por el derecho, donde encontró cierta ligazón y algo de intensidad, resultando muy del agrado del respetable. Una perfecta ejecución del volapié puso fin a su labor.
Tampoco tuvo ocasión Manzanares de estirarse a gusto a la verónica con el que cerraba plaza, ejemplar que, como sus hermanos, derrochó tanta docilidad como ausencia de emoción. Y así se configuró la postrera faena del festejo, un voluntarioso toreo ante una embestida cansina y adormecida que, además, no era lo larga y clara que José María hubiese deseado. Un toro que cerraría pronto el exiguo capítulo de sus acometidas. Con un pinchazo hondo y un golpe de descabello, Manzanares daba por finiquitada la corrida.
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