Aunque no practico yoga , hace un par de domingos me levanté temprano para saludar al sol. La noche anterior consulté la aplicación del tiempo. El sol saldría a las 7: 14 a.m. Puse la alarma a las 6:30. Esa mañana me desperté, fui al baño, luego a la cocina, me tomé un vaso de agua, hice café y lo vertí en un termo. Me puse un short, una franelilla y unos zapatos. Agarré una bolsa de tela y metí el termo, una toalla, un libro, el celular y un micrófono de balita. Salí. Desde mi calle (vivo en Málaga) bajé hasta la avenida que conduce hacia el puerto. En pocos minutos, llegué al paseo marítimo. Lo primero que vi, en un promontorio verde y con palmeras, fue una veintena de gaviotas picoteando, con movimientos rápidos y furiosos, latas de cerveza, botellas, bolsas de snacks, colillas de cigarrillos y otros desechos. Parecían mesoneros malhumorados recogiendo las mesas de un restaurante, a última hora de la noche, para poder irse a casa y dormir. Caminé un poco más y luego enfilé a través de la arena. Desde el extremo izquierdo, por donde vendría el sol, vi venir un enorme tractor cuya función era rastrillar la arena y dejarla lisa. Semejaba una inmensa mano hacendosa quitando migas de un inmenso mantel. Dejé que el camión pasara delante de mí y empecé a buscar un sitio en la orilla. Puse la toalla y me eché. El cielo y el mar tenían un color grisáceo, de panza de burro, como de lluvia. Aunque no había amenaza de lluvia. Era más bien un filtro de suciedad, impreciso, que afectaba todo el paisaje. Detrás de mí, justo a medio camino entre el mar y el paseo marítimo, un hombre armado con un detector de metales barría la arena Detrás de mí, justo a medio camino entre el mar y el paseo marítimo, un hombre armado con un detector de metales barría la arena con un movimiento de izquierda a derecha. Sus pasos de ganso, voluntariosos, obsesivos, la mirada clavada en el suelo, totalmente ajeno a cualquier cosa que no fuera la expectativa de dar con el latido de un anillo o un brazalete perdido. Una promesa de amor eterno o una reliquia familiar que terminaría convertida en el mercado de la semana o que ayudaría a pagar el alquiler de una habitación. A mi derecha, a unos treinta metros, dos hombres gordos y viejos echados sobre una toalla se besaban. Una botella de cerveza de un litro, probablemente vacía, reposaba en la arena sobre sus cabezas, como un muérdago de vidrio.Me invadió una sensación de irrealidad. La fantasía de ‘El show de Truman’ o de ‘Dark City’ revelada por un sujeto que, contraviniendo su rutina, decidió un día comprobar que el sol salía. Y en efecto, a las 7 y 14 en punto, el sol comenzó a salir. Me serví una taza de café y con los primeros sorbos terminé de despertar. Me reconcilié con la ilusión del paisaje. La rotundidad del sol enterró cualquier duda. «Naranja/ olor de la vista/ sol fragante», dice un verso de Guillermo Sucre. Me había traído «La segunda versión», el libro que reúne la poesía completa de Sucre. Conecté el micrófono al celular y aprovechando la hermosa luz de la hora, me grabé leyendo un poema. Al regresar al apartamento, lo subí a mi cuenta en Instagram. Ese ‘reel’ tuvo muchas visualizaciones. La gente apreció la composición: el paisaje, el poema y el sonido de las olas de fondo. Aunque no practico yoga , hace un par de domingos me levanté temprano para saludar al sol. La noche anterior consulté la aplicación del tiempo. El sol saldría a las 7: 14 a.m. Puse la alarma a las 6:30. Esa mañana me desperté, fui al baño, luego a la cocina, me tomé un vaso de agua, hice café y lo vertí en un termo. Me puse un short, una franelilla y unos zapatos. Agarré una bolsa de tela y metí el termo, una toalla, un libro, el celular y un micrófono de balita. Salí. Desde mi calle (vivo en Málaga) bajé hasta la avenida que conduce hacia el puerto. En pocos minutos, llegué al paseo marítimo. Lo primero que vi, en un promontorio verde y con palmeras, fue una veintena de gaviotas picoteando, con movimientos rápidos y furiosos, latas de cerveza, botellas, bolsas de snacks, colillas de cigarrillos y otros desechos. Parecían mesoneros malhumorados recogiendo las mesas de un restaurante, a última hora de la noche, para poder irse a casa y dormir. Caminé un poco más y luego enfilé a través de la arena. Desde el extremo izquierdo, por donde vendría el sol, vi venir un enorme tractor cuya función era rastrillar la arena y dejarla lisa. Semejaba una inmensa mano hacendosa quitando migas de un inmenso mantel. Dejé que el camión pasara delante de mí y empecé a buscar un sitio en la orilla. Puse la toalla y me eché. El cielo y el mar tenían un color grisáceo, de panza de burro, como de lluvia. Aunque no había amenaza de lluvia. Era más bien un filtro de suciedad, impreciso, que afectaba todo el paisaje. Detrás de mí, justo a medio camino entre el mar y el paseo marítimo, un hombre armado con un detector de metales barría la arena Detrás de mí, justo a medio camino entre el mar y el paseo marítimo, un hombre armado con un detector de metales barría la arena con un movimiento de izquierda a derecha. Sus pasos de ganso, voluntariosos, obsesivos, la mirada clavada en el suelo, totalmente ajeno a cualquier cosa que no fuera la expectativa de dar con el latido de un anillo o un brazalete perdido. Una promesa de amor eterno o una reliquia familiar que terminaría convertida en el mercado de la semana o que ayudaría a pagar el alquiler de una habitación. A mi derecha, a unos treinta metros, dos hombres gordos y viejos echados sobre una toalla se besaban. Una botella de cerveza de un litro, probablemente vacía, reposaba en la arena sobre sus cabezas, como un muérdago de vidrio.Me invadió una sensación de irrealidad. La fantasía de ‘El show de Truman’ o de ‘Dark City’ revelada por un sujeto que, contraviniendo su rutina, decidió un día comprobar que el sol salía. Y en efecto, a las 7 y 14 en punto, el sol comenzó a salir. Me serví una taza de café y con los primeros sorbos terminé de despertar. Me reconcilié con la ilusión del paisaje. La rotundidad del sol enterró cualquier duda. «Naranja/ olor de la vista/ sol fragante», dice un verso de Guillermo Sucre. Me había traído «La segunda versión», el libro que reúne la poesía completa de Sucre. Conecté el micrófono al celular y aprovechando la hermosa luz de la hora, me grabé leyendo un poema. Al regresar al apartamento, lo subí a mi cuenta en Instagram. Ese ‘reel’ tuvo muchas visualizaciones. La gente apreció la composición: el paisaje, el poema y el sonido de las olas de fondo.
El animal singular
Me invadió una sensación de irrealidad. La fantasía de ‘El show de Truman’ o de ‘Dark City’ revelada por un sujeto que decidió un día comprobar que el sol salía
Aunque no practico yoga, hace un par de domingos me levanté temprano para saludar al sol. La noche anterior consulté la aplicación del tiempo. El sol saldría a las 7: 14 a.m. Puse la alarma a las 6:30. Esa mañana me … desperté, fui al baño, luego a la cocina, me tomé un vaso de agua, hice café y lo vertí en un termo. Me puse un short, una franelilla y unos zapatos. Agarré una bolsa de tela y metí el termo, una toalla, un libro, el celular y un micrófono de balita. Salí.
Desde mi calle (vivo en Málaga) bajé hasta la avenida que conduce hacia el puerto. En pocos minutos, llegué al paseo marítimo. Lo primero que vi, en un promontorio verde y con palmeras, fue una veintena de gaviotas picoteando, con movimientos rápidos y furiosos, latas de cerveza, botellas, bolsas de snacks, colillas de cigarrillos y otros desechos. Parecían mesoneros malhumorados recogiendo las mesas de un restaurante, a última hora de la noche, para poder irse a casa y dormir.
Caminé un poco más y luego enfilé a través de la arena. Desde el extremo izquierdo, por donde vendría el sol, vi venir un enorme tractor cuya función era rastrillar la arena y dejarla lisa. Semejaba una inmensa mano hacendosa quitando migas de un inmenso mantel. Dejé que el camión pasara delante de mí y empecé a buscar un sitio en la orilla. Puse la toalla y me eché. El cielo y el mar tenían un color grisáceo, de panza de burro, como de lluvia. Aunque no había amenaza de lluvia. Era más bien un filtro de suciedad, impreciso, que afectaba todo el paisaje.
Detrás de mí, justo a medio camino entre el mar y el paseo marítimo, un hombre armado con un detector de metales barría la arena
Detrás de mí, justo a medio camino entre el mar y el paseo marítimo, un hombre armado con un detector de metales barría la arena con un movimiento de izquierda a derecha. Sus pasos de ganso, voluntariosos, obsesivos, la mirada clavada en el suelo, totalmente ajeno a cualquier cosa que no fuera la expectativa de dar con el latido de un anillo o un brazalete perdido.
Una promesa de amor eterno o una reliquia familiar que terminaría convertida en el mercado de la semana o que ayudaría a pagar el alquiler de una habitación. A mi derecha, a unos treinta metros, dos hombres gordos y viejos echados sobre una toalla se besaban. Una botella de cerveza de un litro, probablemente vacía, reposaba en la arena sobre sus cabezas, como un muérdago de vidrio.
Me invadió una sensación de irrealidad. La fantasía de ‘El show de Truman’ o de ‘Dark City’ revelada por un sujeto que, contraviniendo su rutina, decidió un día comprobar que el sol salía. Y en efecto, a las 7 y 14 en punto, el sol comenzó a salir. Me serví una taza de café y con los primeros sorbos terminé de despertar. Me reconcilié con la ilusión del paisaje.
La rotundidad del sol enterró cualquier duda. «Naranja/ olor de la vista/ sol fragante», dice un verso de Guillermo Sucre. Me había traído «La segunda versión», el libro que reúne la poesía completa de Sucre. Conecté el micrófono al celular y aprovechando la hermosa luz de la hora, me grabé leyendo un poema. Al regresar al apartamento, lo subí a mi cuenta en Instagram. Ese ‘reel’ tuvo muchas visualizaciones. La gente apreció la composición: el paisaje, el poema y el sonido de las olas de fondo.
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