Cierto es que, ante el único cartel realmente rematado de toda la feria de Sevilla: Morante, Ortega y Aguado, uno suele caer en aquello de corrida de expectación corrida de… Pero afortunadamente no fue el caso, y no porque la corrida de Domingo Hernández diera facilidades precisamente; descastada, sin fondo y sin raza. Eso sí, hubo dos toros que se dejaron con unas embestidas tan nobles como contadas con las dos manos, las justas para que Morante pudiera reinventar el toreo. Y no es que José Antonio inventara nada nuevo, lo de inventar fue cosa de los que llegaron primero, lo cual ya es, aquel Reverte a una mano, ese Antonio Montes al que acompañaba Calderón como banderillero, y que éste depositara en Belmonte sus secretos, o ese Rafael el Gallo que, heredero de las formas de su padre Fernando, supo hacer suyas aquellas suertes de fantasía que aquel viera a Lagartijo, y esa búsqueda insaciable de José por torear en redondo que ya intuyó antes el Guerra y antes que éste aquel elegante Cayetano Sanz. Reinventar en estos tiempos me parece casi más meritorio que inventar, y es que cuando ya pareciese que está todo inventado, lo que prima es el estilo propio, que es aquello con lo que se nace, y es ese estilo el que dota a esas suertes el rango de reinvención, no por suerte de creación sino por suerte de recreación. Todo lo que hizo Morante fue recrearse en ese arrebato de la reinvención que, a veces encuentra y otras… pues no, pero que cuando le llega, sabe hacerlo con tal donaire que marca la diferencia con el resto. Vaya por delante que me quedo cien veces con esas verónicas a su primero, pues eso es hundirse, aunque fuesen de una en una porque el toro iba a lo suyo sin celo, pero no deja de ser un recurso verle soltar ese capote a una mano en el saludo al cuarto, con ese aire de desaire, llevado por ese capote suelto, más canto que cante, para mí carente de quejío. Con la muleta fue más el querer que el conseguir, pero justo ahí es donde estuvo la emoción y la enjundia, con ese toro noble pero rajado, y esa disposición del torero. Lo de la segunda oreja me pareció excesivo, casi anecdótico (soy consciente de que mi opinión no es nada popular), pero dado el entusiasmo del graderío… ¿a quién le importa las pelúas? Cierto es que, ante el único cartel realmente rematado de toda la feria de Sevilla: Morante, Ortega y Aguado, uno suele caer en aquello de corrida de expectación corrida de… Pero afortunadamente no fue el caso, y no porque la corrida de Domingo Hernández diera facilidades precisamente; descastada, sin fondo y sin raza. Eso sí, hubo dos toros que se dejaron con unas embestidas tan nobles como contadas con las dos manos, las justas para que Morante pudiera reinventar el toreo. Y no es que José Antonio inventara nada nuevo, lo de inventar fue cosa de los que llegaron primero, lo cual ya es, aquel Reverte a una mano, ese Antonio Montes al que acompañaba Calderón como banderillero, y que éste depositara en Belmonte sus secretos, o ese Rafael el Gallo que, heredero de las formas de su padre Fernando, supo hacer suyas aquellas suertes de fantasía que aquel viera a Lagartijo, y esa búsqueda insaciable de José por torear en redondo que ya intuyó antes el Guerra y antes que éste aquel elegante Cayetano Sanz. Reinventar en estos tiempos me parece casi más meritorio que inventar, y es que cuando ya pareciese que está todo inventado, lo que prima es el estilo propio, que es aquello con lo que se nace, y es ese estilo el que dota a esas suertes el rango de reinvención, no por suerte de creación sino por suerte de recreación. Todo lo que hizo Morante fue recrearse en ese arrebato de la reinvención que, a veces encuentra y otras… pues no, pero que cuando le llega, sabe hacerlo con tal donaire que marca la diferencia con el resto. Vaya por delante que me quedo cien veces con esas verónicas a su primero, pues eso es hundirse, aunque fuesen de una en una porque el toro iba a lo suyo sin celo, pero no deja de ser un recurso verle soltar ese capote a una mano en el saludo al cuarto, con ese aire de desaire, llevado por ese capote suelto, más canto que cante, para mí carente de quejío. Con la muleta fue más el querer que el conseguir, pero justo ahí es donde estuvo la emoción y la enjundia, con ese toro noble pero rajado, y esa disposición del torero. Lo de la segunda oreja me pareció excesivo, casi anecdótico (soy consciente de que mi opinión no es nada popular), pero dado el entusiasmo del graderío… ¿a quién le importa las pelúas?
Todo lo que hizo Morante fue recrearse en ese arrebato de la reinvención que a veces encuentra y otras… pues no
Cierto es que, ante el único cartel realmente rematado de toda la feria de Sevilla: Morante, Ortega y Aguado, uno suele caer en aquello de corrida de expectación corrida de… Pero afortunadamente no fue el caso, y no porque la corrida de Domingo Hernández … diera facilidades precisamente; descastada, sin fondo y sin raza. Eso sí, hubo dos toros que se dejaron con unas embestidas tan nobles como contadas con las dos manos, las justas para que Morante pudiera reinventar el toreo. Y no es que José Antonio inventara nada nuevo, lo de inventar fue cosa de los que llegaron primero, lo cual ya es, aquel Reverte a una mano, ese Antonio Montes al que acompañaba Calderón como banderillero, y que éste depositara en Belmonte sus secretos, o ese Rafael el Gallo que, heredero de las formas de su padre Fernando, supo hacer suyas aquellas suertes de fantasía que aquel viera a Lagartijo, y esa búsqueda insaciable de José por torear en redondo que ya intuyó antes el Guerra y antes que éste aquel elegante Cayetano Sanz. Reinventar en estos tiempos me parece casi más meritorio que inventar, y es que cuando ya pareciese que está todo inventado, lo que prima es el estilo propio, que es aquello con lo que se nace, y es ese estilo el que dota a esas suertes el rango de reinvención, no por suerte de creación sino por suerte de recreación. Todo lo que hizo Morante fue recrearse en ese arrebato de la reinvención que, a veces encuentra y otras… pues no, pero que cuando le llega, sabe hacerlo con tal donaire que marca la diferencia con el resto. Vaya por delante que me quedo cien veces con esas verónicas a su primero, pues eso es hundirse, aunque fuesen de una en una porque el toro iba a lo suyo sin celo, pero no deja de ser un recurso verle soltar ese capote a una mano en el saludo al cuarto, con ese aire de desaire, llevado por ese capote suelto, más canto que cante, para mí carente de quejío. Con la muleta fue más el querer que el conseguir, pero justo ahí es donde estuvo la emoción y la enjundia, con ese toro noble pero rajado, y esa disposición del torero. Lo de la segunda oreja me pareció excesivo, casi anecdótico (soy consciente de que mi opinión no es nada popular), pero dado el entusiasmo del graderío… ¿a quién le importa las pelúas?
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