Es la pregunta que no falta en cursos, seminarios, conferencias: ¿qué papel desempeñan hoy los periodistas musicales en los grandes medios? Antes, se toleraba que descubrieras nombres nuevos o que exploraras músicas poco conocidas. Ahora, en la era de las celebrities, debes insistir en las figuras triunfales con la mínima excusa (gira, nuevo disco, reedición, documental). Ya puestos, conviene juntar dos grandes nombres en el titular: “Lo que piensa David Gilmour de Motörhead”.
Lo mismo en el expansivo mercado del libro musical. Cada mes sale al menos un nuevo tomo sobre The Beatles, Dylan, Bowie. Y sí, ocasionalmente ofrecen perspectivas frescas, pero uno desearía historias que huyan del sobado arco narrativo de auge, caída y redención. Se agradecen las aportaciones de personajes periféricos, presentes en las grandes sagas. Y también las crónicas de los perdedores.
No hablo necesariamente de la fascinación morbosa por los malditos, que también merece un correctivo. Me refiero a títulos como Sólo soy yo. Confesiones de Pablo Sela “Coy” (Cultropía). El difunto Pablo Sela no tenía estatura de figura de culto. Todo lo más, una nota a pie de página en la historia de La Movida, como motor de Zoquillos, otro de tantos aspirantes al título de “los Ramones españoles”; Pablo, alto y guapote, es recordado también como el primer novio de Alaska.
Los Zoquillos (¡gran nombre!) pincharon en su actuación en La Edad de Oro, con Paloma Chamorro intentando aportar gravitas al desastre con el subtitulado de letras como “Me siento fascinado por tu nueva mirada / los nervios destrozados, perdida la calma / Oh, Nancy, no seas tan rara”. Pablo reapareció en Torrelavega, como cantante de Melopea, banda que trabajaba sobre el universo playero de The Beach Boys con paletadas de hedonismo punk. Gracias a los contactos de su avispado mánager, el disquero José Aurelio Arronte Leles, Melopea tuvo una buena temporada. Pero Sela, fiel a su modus operandi, desapareció rumbo a California, lo que tenía cierta lógica, dada su pasión por el skate y el surf.
Sobre él circulaban rumores que sonaban a fantasías yonquis. Hasta que reapareció 20 años después, machacado por la vida. Más exactamente, por una estancia en el sistema penitenciario californiano, de donde salió al descubrírsele un cáncer feroz (el cálculo del coste de su tratamiento venció a la pulsión punitiva estadounidense). En Cantabria se reencontró con el cabecilla de Melopea, José Pellón, ya reconvertido en novelista. Surgió la idea de una biografía oral de Pablo Sela, unas conversaciones que sustentan Sólo soy yo, reforzadas por un impresionante aparato gráfico e intimidades como las cartas cruzadas con su madre.
No esperen contenido didáctico: Pablo era poco dado a la introspección. Ninguna explicación a su fascinación por el Tercer Reich y el coleccionismo de memorabilia nazi. Sus pronunciamientos políticos no pasaban de ese clásico del yonquismo, lo de atribuir a las autoridades la difusión de la heroína para neutralizar a la “juventud combativa”. Una descripción nada aplicable en su caso: se buscaba líos con tenacidad. En Santa Bárbara se casó, tuvo cuatro hijos, se estableció como tatuador. Hasta que se le ocurrió ampliar sus ingresos saqueando un almacén de antigüedades, donde incluso había armas. Fue su esposa quien le denunció a las autoridades: el karma tiene esas jugadas.
Una vida hedonista y kamikaze narrada por su protagonista, con el concurso de compañeros del rock y familiares.
Es la pregunta que no falta en cursos, seminarios, conferencias: ¿qué papel desempeñan hoy los periodistas musicales en los grandes medios? Antes, se toleraba que descubrieras nombres nuevos o que exploraras músicas poco conocidas. Ahora, en la era de las celebrities, debes insistir en las figuras triunfales con la mínima excusa (gira, nuevo disco, reedición, documental). Ya puestos, conviene juntar dos grandes nombres en el titular: “Lo que piensa David Gilmour de Motörhead”.
Lo mismo en el expansivo mercado del libro musical. Cada mes sale al menos un nuevo tomo sobre The Beatles, Dylan, Bowie. Y sí, ocasionalmente ofrecen perspectivas frescas, pero uno desearía historias que huyan del sobado arco narrativo de auge, caída y redención. Se agradecen las aportaciones de personajes periféricos, presentes en las grandes sagas. Y también las crónicas de los perdedores.
No hablo necesariamente de la fascinación morbosa por los malditos, que también merece un correctivo. Me refiero a títulos como Sólo soy yo. Confesiones de Pablo Sela “Coy”(Cultropía). El difunto Pablo Sela no tenía estatura de figura de culto. Todo lo más, una nota a pie de página en la historia de La Movida, como motor de Zoquillos, otro de tantos aspirantes al título de “los Ramones españoles”; Pablo, alto y guapote, es recordado también como el primer novio de Alaska.
Los Zoquillos (¡gran nombre!) pincharon en su actuación en La Edad de Oro, con Paloma Chamorro intentando aportar gravitas al desastre con el subtitulado de letras como “Me siento fascinado por tu nueva mirada / los nervios destrozados, perdida la calma / Oh, Nancy, no seas tan rara”. Pablo reapareció en Torrelavega, como cantante de Melopea, banda que trabajaba sobre el universo playero de The Beach Boys con paletadas de hedonismo punk. Gracias a los contactos de su avispado mánager, el disquero José Aurelio Arronte Leles, Melopea tuvo una buena temporada. Pero Sela, fiel a su modus operandi, desapareció rumbo a California, lo que tenía cierta lógica, dada su pasión por el skate y el surf.
Sobre él circulaban rumores que sonaban a fantasías yonquis. Hasta que reapareció 20 años después, machacado por la vida. Más exactamente, por una estancia en el sistema penitenciario californiano, de donde salió al descubrírsele un cáncer feroz (el cálculo del coste de su tratamiento venció a la pulsión punitiva estadounidense). En Cantabria se reencontró con el cabecilla de Melopea, José Pellón, ya reconvertido en novelista. Surgió la idea de una biografía oral de Pablo Sela, unas conversaciones que sustentan Sólo soy yo, reforzadas por un impresionante aparato gráfico e intimidades como las cartas cruzadas con su madre.
No esperen contenido didáctico: Pablo era poco dado a la introspección. Ninguna explicación a su fascinación por el Tercer Reich y el coleccionismo de memorabilia nazi. Sus pronunciamientos políticos no pasaban de ese clásico del yonquismo, lo de atribuir a las autoridades la difusión de la heroína para neutralizar a la “juventud combativa”. Una descripción nada aplicable en su caso: se buscaba líos con tenacidad. En Santa Bárbara se casó, tuvo cuatro hijos, se estableció como tatuador. Hasta que se le ocurrió ampliar sus ingresos saqueando un almacén de antigüedades, donde incluso había armas. Fue su esposa quien le denunció a las autoridades: el karma tiene esas jugadas.
EL PAÍS