«Roald Dahl entiende al niño que sufre porque fue un niño que sufrió» , dice Miqui Otero en el prólogo de ‘Cuentos completos’ (Alfaguara) de Roald Dahl. El británico, popular por ser uno de los grandes referentes de la literatura infantil, mezcla en sus obras lo mejor y lo peor del ser humano. Los buenos son buenos, y los malos son terriblemente malos. En 2023, esta maldad pareció perturbar a algunas mentes del mundo del libro. La editorial Puffin decidió revisar el lenguaje de los cuentos de Dahl para adaptarlo a «un contexto más contemporáneo». Las obras del inglés han estado siempre rodeadas de polémica, señalado por una misoginia y racismo que fueron retratados no solo en sus escritos, sino en sus declaraciones, pues se autoproclamaba abiertamente como ‘anti-israelí’. Esta conducta provocó que la familia del escritor, junto a la compañía que gestiona su patrimonio, se disculpasen públicamente hace tres años «por el daño duradero y comprensible que causaron algunas declaraciones de Roald Dahl».Los cambios de palabras y la censura no es nuevo en la literatura. ‘Diez Negritos’ tuvo modificaciones en innumerables traducciones por incluir la eufemística ‘N-word’, además de cambiar su título a ‘Y no quedó ninguno’. Sin embargo, la censura hacia los ‘Cuentos Completos’ de Dahl no son por términos que ofenden a colectivos: esta tiene más que ver con palabras que consideran ‘ofensivas’: En ‘Charlie y la Fábrica de chocolate’, Augustus Gloop pasa de ser ‘enormemente gordo’ a tan solo ‘enorme’. La señora Twit, en ‘Los cretinos’, ya no es ‘fea y bestial’, tan solo ‘bestial’. La única discusión aún vigente es frente a la descripción de los Oompa Loompas, que parte del público califica como racista: en la primera edición del libro, se describían como pigmeos africanos de piel oscura, lo que llevó a acusaciones de racismo y explotación. Aunque Dahl revisó la descripción en ediciones posteriores, la controversia persiste.El dilema de la corrección literaria En España el caso ha seguido un camino diferente. Frente al impulso de corregir el pasado, Alfaguara propone comprenderlo y contextualizarlo, sin borrar su aspereza ni su ambigüedad. Para Miqui Otero, novelista y prologuista de esta edición, cualquier intervención posterior a la muerte del autor es, directamente, una forma de traición: «Hay que ser respetuoso con el texto original, sobre todo si lo vas a vender con la firma de quien ya no está para defenderse». Otero, sin embargo, dice que «en España sabemos mucho de esto»; y es que durante la dictadura franquista, la censura abarcó todos los ámbitos de la vida pública. «Recuerdo cuando Marsé me contó que le hicieron cambiar ‘muslo’ por ‘antepierna’ porque sonaba demasiado concupiscente. Obviamente, la carga sensual de la escena queda masacrada», afirma. La censura franquista no solo cambiaba palabras, sino que también manipulaba el sentido de las obras: se alteraban novelas, se doblaban películas cambiando sus tramas y se imponían eufemismos para esquivar cualquier atisbo de sensualidad, crítica social o ambigüedad moral. La serie ‘Celia’, de Elena Fortún (muy popular durante la II República), fue prohibida a partir de 1945: Celia representaba a una niña muy alejada del ideal impuesto durante la dictadura, y por ello, se prohibió la publicación de todos los libros anteriores de la autora. Más tarde volvieron a publicarse, pero con numerosos recortes.La censura de hoy es distinta en forma. Se suaviza la dureza, se liman los extremos, y en ese proceso puede diluirse la esencia misma del autor. Dahl, dice Otero, es «expresionista»; subraya con palabras que escuecen para retratar la crueldad de los adultos y el sufrimiento de los niños. «Si un personaje noquea a otro dándole una paliza hasta que acaba en el suelo, pero en otra versión lo único que hace es darle una buena regañina, es obvio que el sufrimiento del que acaba en el suelo no es el mismo», explica el escritor. La forma con la que se cuentan las historias importa. Cambiarlo, para Otero, trasciende a la cuestión de corrección; es una alteración del ritmo, del tono, del universo emocional del relato. En el caso de Dahl, también del trauma del que emerge, pues escribió desde la memoria: sufrió maltrato infantil en los internados donde creció, combatió en la Segunda Guerra Mundial, experimentó la pérdida y la violencia. Ese pasado, para Otero, marca su forma de contar: «Sus personajes adultos no serían como son si hubiera tenido otra infancia.»¿Debería entonces revisarse su legado desde los ojos del presente? Para Otero, sí, pero críticamente, no reescribiéndolo: «Lo ideal sería publicarlo todo tal como es, pero acompañado de buenas ediciones críticas, prólogos, notas al pie. Como cuando Michael Chabon leía ‘Huckleberry Finn’ a sus hijos y dudaba entre suavizar el lenguaje o explicar el racismo. A veces, el eufemismo contribuye más a la confusión que a la pedagogía», porque la literatura infantil, dice, no está para proteger a los niños del mundo, sino para prepararlos para él. Dahl no vende consuelo, sino herramientas: «La literatura en la infancia no te salva, pero sí te avisa. Genera defensas para cuando vengan las enfermedades adultas. Haber leído sobre la humillación te ayuda a detectarla, a defenderte», dice Otero. Esta función de la literatura –desestabilizar, incomodar, generar pensamiento– no calza bien con una mirada moralista. Elvira Lindo lo dijo en una ocasión, Otero coincide: «Yo creo mucho en la capacidad de la ficción para empalabrar la experiencia, que es confusa, caótica, injusta… pero también brillante y preciosa». La ficción no organiza el mundo, pero lo hace visible. No enseña lecciones cerradas, sino que abre preguntas, y por eso incomoda tanto; no ofrece una moral de fábula, sino una ética de la complejidad.¿Deben leerse los cuentos de Dahl en las aulas? ¿Se deberían leer sus cuentos en las aulas? Otero responde con humor: «Yo sería pésimo eligiendo lecturas escolares. Pero sus cuentos son brillantes, eso seguro». La literatura infantil siempre ha sido cambiante: ‘Caperucita Roja’ ha tenido múltiples versiones (desde el horror sexual de Perrault hasta la dulzura de Disney), pero eso ocurría en el territorio anónimo del cuento popular. Cambiar a Dahl no es lo mismo: «Puedes publicar una versión del Superzorro donde el zorro sea vegano o Guardia Civil. Pero no sería de Dahl», dice Otero, y vuelve a destacar a Elvira Lindo, la otra prologuista de ‘Cuentos Completos’ como ejemplo contemporáneo: «’Manolito Gafotas’ fue clave en cuestiones de clase y diferencia. No porque se lo propusiera, sino porque lo consiguió». La diferencia está, en todo caso, en que Lindo escribe desde un presente plural.Dahl sigue siendo incómodo porque su escritura tiene una lucidez cruel y un lenguaje que, como dice Otero, «no solo describe el sufrimiento, lo hace palpable». El debate también se sitúa en el cruce entre la pedagogía crítica, la ética editorial y la teoría literaria. A través del prisma de autores como Paulo Freire o bell hooks, entendemos que educar es enseñar al alumno a enfrentar el conflicto con conciencia. Como señala Perry Nodelman , la literatura para niños, paradójicamente, es muchas veces el «lugar donde el mundo adulto proyecta sus propias ansiedades» más que el interés genuino de formar lectores críticos.No se trata de canonizar al autor ni de negar sus posibles excesos. Se trata de preservar, en su estilo y en su tono, una forma de verdad literaria que no puede ser reemplazada por la moral del momento. La obra de Dahl incomoda, y en ello reside precisamente su capacidad de resonar. Como toda buena literatura, no ofrece respuestas, sino preguntas difíciles. Y eso, para la infancia y para el mundo que la educa, sigue siendo fundamental. Si algo deja claro la lectura de Dahl es que l os niños no necesitan que les escondan la dureza del mundo, sino que se la cuenten con inteligencia y honestidad. Leerle sin filtros, lejos de ser un acto de provocación, es de confianza: en la capacidad de los niños para entender, imaginar, y sobre todo, sentir. «Roald Dahl entiende al niño que sufre porque fue un niño que sufrió» , dice Miqui Otero en el prólogo de ‘Cuentos completos’ (Alfaguara) de Roald Dahl. El británico, popular por ser uno de los grandes referentes de la literatura infantil, mezcla en sus obras lo mejor y lo peor del ser humano. Los buenos son buenos, y los malos son terriblemente malos. En 2023, esta maldad pareció perturbar a algunas mentes del mundo del libro. La editorial Puffin decidió revisar el lenguaje de los cuentos de Dahl para adaptarlo a «un contexto más contemporáneo». Las obras del inglés han estado siempre rodeadas de polémica, señalado por una misoginia y racismo que fueron retratados no solo en sus escritos, sino en sus declaraciones, pues se autoproclamaba abiertamente como ‘anti-israelí’. Esta conducta provocó que la familia del escritor, junto a la compañía que gestiona su patrimonio, se disculpasen públicamente hace tres años «por el daño duradero y comprensible que causaron algunas declaraciones de Roald Dahl».Los cambios de palabras y la censura no es nuevo en la literatura. ‘Diez Negritos’ tuvo modificaciones en innumerables traducciones por incluir la eufemística ‘N-word’, además de cambiar su título a ‘Y no quedó ninguno’. Sin embargo, la censura hacia los ‘Cuentos Completos’ de Dahl no son por términos que ofenden a colectivos: esta tiene más que ver con palabras que consideran ‘ofensivas’: En ‘Charlie y la Fábrica de chocolate’, Augustus Gloop pasa de ser ‘enormemente gordo’ a tan solo ‘enorme’. La señora Twit, en ‘Los cretinos’, ya no es ‘fea y bestial’, tan solo ‘bestial’. La única discusión aún vigente es frente a la descripción de los Oompa Loompas, que parte del público califica como racista: en la primera edición del libro, se describían como pigmeos africanos de piel oscura, lo que llevó a acusaciones de racismo y explotación. Aunque Dahl revisó la descripción en ediciones posteriores, la controversia persiste.El dilema de la corrección literaria En España el caso ha seguido un camino diferente. Frente al impulso de corregir el pasado, Alfaguara propone comprenderlo y contextualizarlo, sin borrar su aspereza ni su ambigüedad. Para Miqui Otero, novelista y prologuista de esta edición, cualquier intervención posterior a la muerte del autor es, directamente, una forma de traición: «Hay que ser respetuoso con el texto original, sobre todo si lo vas a vender con la firma de quien ya no está para defenderse». Otero, sin embargo, dice que «en España sabemos mucho de esto»; y es que durante la dictadura franquista, la censura abarcó todos los ámbitos de la vida pública. «Recuerdo cuando Marsé me contó que le hicieron cambiar ‘muslo’ por ‘antepierna’ porque sonaba demasiado concupiscente. Obviamente, la carga sensual de la escena queda masacrada», afirma. La censura franquista no solo cambiaba palabras, sino que también manipulaba el sentido de las obras: se alteraban novelas, se doblaban películas cambiando sus tramas y se imponían eufemismos para esquivar cualquier atisbo de sensualidad, crítica social o ambigüedad moral. La serie ‘Celia’, de Elena Fortún (muy popular durante la II República), fue prohibida a partir de 1945: Celia representaba a una niña muy alejada del ideal impuesto durante la dictadura, y por ello, se prohibió la publicación de todos los libros anteriores de la autora. Más tarde volvieron a publicarse, pero con numerosos recortes.La censura de hoy es distinta en forma. Se suaviza la dureza, se liman los extremos, y en ese proceso puede diluirse la esencia misma del autor. Dahl, dice Otero, es «expresionista»; subraya con palabras que escuecen para retratar la crueldad de los adultos y el sufrimiento de los niños. «Si un personaje noquea a otro dándole una paliza hasta que acaba en el suelo, pero en otra versión lo único que hace es darle una buena regañina, es obvio que el sufrimiento del que acaba en el suelo no es el mismo», explica el escritor. La forma con la que se cuentan las historias importa. Cambiarlo, para Otero, trasciende a la cuestión de corrección; es una alteración del ritmo, del tono, del universo emocional del relato. En el caso de Dahl, también del trauma del que emerge, pues escribió desde la memoria: sufrió maltrato infantil en los internados donde creció, combatió en la Segunda Guerra Mundial, experimentó la pérdida y la violencia. Ese pasado, para Otero, marca su forma de contar: «Sus personajes adultos no serían como son si hubiera tenido otra infancia.»¿Debería entonces revisarse su legado desde los ojos del presente? Para Otero, sí, pero críticamente, no reescribiéndolo: «Lo ideal sería publicarlo todo tal como es, pero acompañado de buenas ediciones críticas, prólogos, notas al pie. Como cuando Michael Chabon leía ‘Huckleberry Finn’ a sus hijos y dudaba entre suavizar el lenguaje o explicar el racismo. A veces, el eufemismo contribuye más a la confusión que a la pedagogía», porque la literatura infantil, dice, no está para proteger a los niños del mundo, sino para prepararlos para él. Dahl no vende consuelo, sino herramientas: «La literatura en la infancia no te salva, pero sí te avisa. Genera defensas para cuando vengan las enfermedades adultas. Haber leído sobre la humillación te ayuda a detectarla, a defenderte», dice Otero. Esta función de la literatura –desestabilizar, incomodar, generar pensamiento– no calza bien con una mirada moralista. Elvira Lindo lo dijo en una ocasión, Otero coincide: «Yo creo mucho en la capacidad de la ficción para empalabrar la experiencia, que es confusa, caótica, injusta… pero también brillante y preciosa». La ficción no organiza el mundo, pero lo hace visible. No enseña lecciones cerradas, sino que abre preguntas, y por eso incomoda tanto; no ofrece una moral de fábula, sino una ética de la complejidad.¿Deben leerse los cuentos de Dahl en las aulas? ¿Se deberían leer sus cuentos en las aulas? Otero responde con humor: «Yo sería pésimo eligiendo lecturas escolares. Pero sus cuentos son brillantes, eso seguro». La literatura infantil siempre ha sido cambiante: ‘Caperucita Roja’ ha tenido múltiples versiones (desde el horror sexual de Perrault hasta la dulzura de Disney), pero eso ocurría en el territorio anónimo del cuento popular. Cambiar a Dahl no es lo mismo: «Puedes publicar una versión del Superzorro donde el zorro sea vegano o Guardia Civil. Pero no sería de Dahl», dice Otero, y vuelve a destacar a Elvira Lindo, la otra prologuista de ‘Cuentos Completos’ como ejemplo contemporáneo: «’Manolito Gafotas’ fue clave en cuestiones de clase y diferencia. No porque se lo propusiera, sino porque lo consiguió». La diferencia está, en todo caso, en que Lindo escribe desde un presente plural.Dahl sigue siendo incómodo porque su escritura tiene una lucidez cruel y un lenguaje que, como dice Otero, «no solo describe el sufrimiento, lo hace palpable». El debate también se sitúa en el cruce entre la pedagogía crítica, la ética editorial y la teoría literaria. A través del prisma de autores como Paulo Freire o bell hooks, entendemos que educar es enseñar al alumno a enfrentar el conflicto con conciencia. Como señala Perry Nodelman , la literatura para niños, paradójicamente, es muchas veces el «lugar donde el mundo adulto proyecta sus propias ansiedades» más que el interés genuino de formar lectores críticos.No se trata de canonizar al autor ni de negar sus posibles excesos. Se trata de preservar, en su estilo y en su tono, una forma de verdad literaria que no puede ser reemplazada por la moral del momento. La obra de Dahl incomoda, y en ello reside precisamente su capacidad de resonar. Como toda buena literatura, no ofrece respuestas, sino preguntas difíciles. Y eso, para la infancia y para el mundo que la educa, sigue siendo fundamental. Si algo deja claro la lectura de Dahl es que l os niños no necesitan que les escondan la dureza del mundo, sino que se la cuenten con inteligencia y honestidad. Leerle sin filtros, lejos de ser un acto de provocación, es de confianza: en la capacidad de los niños para entender, imaginar, y sobre todo, sentir.
«Roald Dahl entiende al niño que sufre porque fue un niño que sufrió», dice Miqui Otero en el prólogo de ‘Cuentos completos’ (Alfaguara) de Roald Dahl. El británico, popular por ser uno de los grandes referentes de la literatura infantil, mezcla en sus … obras lo mejor y lo peor del ser humano. Los buenos son buenos, y los malos son terriblemente malos.
En 2023, esta maldad pareció perturbar a algunas mentes del mundo del libro. La editorial Puffin decidió revisar el lenguaje de los cuentos de Dahl para adaptarlo a «un contexto más contemporáneo». Las obras del inglés han estado siempre rodeadas de polémica, señalado por una misoginia y racismo que fueron retratados no solo en sus escritos, sino en sus declaraciones, pues se autoproclamaba abiertamente como ‘anti-israelí’. Esta conducta provocó que la familia del escritor, junto a la compañía que gestiona su patrimonio, se disculpasen públicamente hace tres años «por el daño duradero y comprensible que causaron algunas declaraciones de Roald Dahl».
Los cambios de palabras y la censura no es nuevo en la literatura. ‘Diez Negritos’ tuvo modificaciones en innumerables traducciones por incluir la eufemística ‘N-word’, además de cambiar su título a ‘Y no quedó ninguno’. Sin embargo, la censura hacia los ‘Cuentos Completos’ de Dahl no son por términos que ofenden a colectivos: esta tiene más que ver con palabras que consideran ‘ofensivas’: En ‘Charlie y la Fábrica de chocolate’, Augustus Gloop pasa de ser ‘enormemente gordo’ a tan solo ‘enorme’. La señora Twit, en ‘Los cretinos’, ya no es ‘fea y bestial’, tan solo ‘bestial’. La única discusión aún vigente es frente a la descripción de los Oompa Loompas, que parte del público califica como racista: en la primera edición del libro, se describían como pigmeos africanos de piel oscura, lo que llevó a acusaciones de racismo y explotación. Aunque Dahl revisó la descripción en ediciones posteriores, la controversia persiste.
El dilema de la corrección literaria
En España el caso ha seguido un camino diferente. Frente al impulso de corregir el pasado, Alfaguara propone comprenderlo y contextualizarlo, sin borrar su aspereza ni su ambigüedad. Para Miqui Otero, novelista y prologuista de esta edición, cualquier intervención posterior a la muerte del autor es, directamente, una forma de traición: «Hay que ser respetuoso con el texto original, sobre todo si lo vas a vender con la firma de quien ya no está para defenderse».
Otero, sin embargo, dice que «en España sabemos mucho de esto»; y es que durante la dictadura franquista, la censura abarcó todos los ámbitos de la vida pública. «Recuerdo cuando Marsé me contó que le hicieron cambiar ‘muslo’ por ‘antepierna’ porque sonaba demasiado concupiscente. Obviamente, la carga sensual de la escena queda masacrada», afirma. La censura franquista no solo cambiaba palabras, sino que también manipulaba el sentido de las obras: se alteraban novelas, se doblaban películas cambiando sus tramas y se imponían eufemismos para esquivar cualquier atisbo de sensualidad, crítica social o ambigüedad moral. La serie ‘Celia’, de Elena Fortún (muy popular durante la II República), fue prohibida a partir de 1945: Celia representaba a una niña muy alejada del ideal impuesto durante la dictadura, y por ello, se prohibió la publicación de todos los libros anteriores de la autora. Más tarde volvieron a publicarse, pero con numerosos recortes.
La censura de hoy es distinta en forma. Se suaviza la dureza, se liman los extremos, y en ese proceso puede diluirse la esencia misma del autor. Dahl, dice Otero, es «expresionista»; subraya con palabras que escuecen para retratar la crueldad de los adultos y el sufrimiento de los niños. «Si un personaje noquea a otro dándole una paliza hasta que acaba en el suelo, pero en otra versión lo único que hace es darle una buena regañina, es obvio que el sufrimiento del que acaba en el suelo no es el mismo», explica el escritor. La forma con la que se cuentan las historias importa. Cambiarlo, para Otero, trasciende a la cuestión de corrección; es una alteración del ritmo, del tono, del universo emocional del relato. En el caso de Dahl, también del trauma del que emerge, pues escribió desde la memoria: sufrió maltrato infantil en los internados donde creció, combatió en la Segunda Guerra Mundial, experimentó la pérdida y la violencia. Ese pasado, para Otero, marca su forma de contar: «Sus personajes adultos no serían como son si hubiera tenido otra infancia.»
¿Debería entonces revisarse su legado desde los ojos del presente? Para Otero, sí, pero críticamente, no reescribiéndolo: «Lo ideal sería publicarlo todo tal como es, pero acompañado de buenas ediciones críticas, prólogos, notas al pie. Como cuando Michael Chabon leía ‘Huckleberry Finn’ a sus hijos y dudaba entre suavizar el lenguaje o explicar el racismo. A veces, el eufemismo contribuye más a la confusión que a la pedagogía», porque la literatura infantil, dice, no está para proteger a los niños del mundo, sino para prepararlos para él. Dahl no vende consuelo, sino herramientas: «La literatura en la infancia no te salva, pero sí te avisa. Genera defensas para cuando vengan las enfermedades adultas. Haber leído sobre la humillación te ayuda a detectarla, a defenderte», dice Otero.
Esta función de la literatura –desestabilizar, incomodar, generar pensamiento– no calza bien con una mirada moralista. Elvira Lindo lo dijo en una ocasión, Otero coincide: «Yo creo mucho en la capacidad de la ficción para empalabrar la experiencia, que es confusa, caótica, injusta… pero también brillante y preciosa». La ficción no organiza el mundo, pero lo hace visible. No enseña lecciones cerradas, sino que abre preguntas, y por eso incomoda tanto; no ofrece una moral de fábula, sino una ética de la complejidad.
¿Deben leerse los cuentos de Dahl en las aulas?
¿Se deberían leer sus cuentos en las aulas? Otero responde con humor: «Yo sería pésimo eligiendo lecturas escolares. Pero sus cuentos son brillantes, eso seguro». La literatura infantil siempre ha sido cambiante: ‘Caperucita Roja’ ha tenido múltiples versiones (desde el horror sexual de Perrault hasta la dulzura de Disney), pero eso ocurría en el territorio anónimo del cuento popular. Cambiar a Dahl no es lo mismo: «Puedes publicar una versión del Superzorro donde el zorro sea vegano o Guardia Civil. Pero no sería de Dahl», dice Otero, y vuelve a destacar a Elvira Lindo, la otra prologuista de ‘Cuentos Completos’ como ejemplo contemporáneo: «’Manolito Gafotas’ fue clave en cuestiones de clase y diferencia. No porque se lo propusiera, sino porque lo consiguió». La diferencia está, en todo caso, en que Lindo escribe desde un presente plural.
Dahl sigue siendo incómodo porque su escritura tiene una lucidez cruel y un lenguaje que, como dice Otero, «no solo describe el sufrimiento, lo hace palpable». El debate también se sitúa en el cruce entre la pedagogía crítica, la ética editorial y la teoría literaria. A través del prisma de autores como Paulo Freire o bell hooks, entendemos que educar es enseñar al alumno a enfrentar el conflicto con conciencia. Como señala Perry Nodelman, la literatura para niños, paradójicamente, es muchas veces el «lugar donde el mundo adulto proyecta sus propias ansiedades» más que el interés genuino de formar lectores críticos.
No se trata de canonizar al autor ni de negar sus posibles excesos. Se trata de preservar, en su estilo y en su tono, una forma de verdad literaria que no puede ser reemplazada por la moral del momento. La obra de Dahl incomoda, y en ello reside precisamente su capacidad de resonar. Como toda buena literatura, no ofrece respuestas, sino preguntas difíciles. Y eso, para la infancia y para el mundo que la educa, sigue siendo fundamental. Si algo deja claro la lectura de Dahl es que los niños no necesitan que les escondan la dureza del mundo, sino que se la cuenten con inteligencia y honestidad. Leerle sin filtros, lejos de ser un acto de provocación, es de confianza: en la capacidad de los niños para entender, imaginar, y sobre todo, sentir.
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