Amanecer cada día en una playa de Ericeira. En la de Ribeira Dílhas; en la de Empa; en la de Pedra Branca; en la del Matadouro; en la de San Sebastián; en la Do Algodoio; en la Dos Pescadores; en la de la Baleia/Sul; o en la Do Lizandro, esta última la más cercana a Sintra (20 kms.) y a Lisboa (45 kms.). Bajar cada día a las playas de Ericeira y echarse en la arena húmeda de la bajamar matutina y contemplar a los primeros surfistas que se abrazan a las olas como a un amor desesperado. No luchan contra ellas, sino que las acarician, las besan, las interpretan en su lenguaje sin tonalidad. Los surfistas son los sacerdotes y sacerdotisas del panteísmo. Pastores de olas, pastores de espumas, arquitectos de bóvedas inermes. El lenguaje de las olas, el lenguaje de lo imposible. Noticias relacionadas estandar Si ESPECIAL VERANO: POSTALES DE AUTOR Viaje al fin del mundo Jordi Canal estandar Si POSTALES DE AUTOR Un verano con Agatha Christie María José SolanoCada ola, cada pliegue, cada ascenso o descenso es como un canto gregoriano. El arte muere o desaparece cuando ignoramos las convenciones en virtud de las cuales podemos entender la naturaleza desprendi- da de nuestro propio ser. Los surfistas pueden sobrevivir al murmullo y a la detonación del océano, pero no a su silencioso silbido. Los surfistas son los solistas del conjunto orquestal. Gracias a ese desafío, que viene de los orígenes, el ser humano se niega a aceptar el mundo tal cuál es.Amanecer cada día en una playa de Ericeira y ver a los carontes, como en el cuadro de Platinir, subidos al ‘paddle surf’ atravesando la línea del horizonte y desaparecer en ella. Remar y remar de pie, solos, sobre esa tabla mínima, evitando la marejada y los remordimientos más pesados que el propio cuerpo. Remar a oscuras ahuyentando la gran congoja. Llego, me detengo, extiendo la toalla, abro una silla de campaña, los prismáticos no dan más de sí, se empañan. «Le tengo miedo al tedio de los peligros», escribe Pessoa en el ‘Libro del desasosiego’. A quién envidiar más: ¿a los surfistas metafísicos o un solo verso de Campos, Reis o Soares?Todo el largo paseo marítimo de Ericeira está dedicado a él y sus heterónimos. A cada poco hay una valla de madera con un poema suyo. No me acuerdo de otro lugar tan prolongado y bellísimo, en donde se homenajee a un poeta. El paseo marítimo de Ericeira es abismal, pues las playas están muy por debajo de la tierra firme. Parecen empinados acantilados que, para Pessoa, serían fiel reflejo de su interior. A quién se podría envidiar más: ¿a los surfistas metafísicos del equilibrismo funambulesco o a un solo verso de Campos, Reis o Soares? ¡Envidiar nunca! ¡Admiración! Giotto, en la Capilla de los Scrovegni, en Padua, la retrató como una mujer aterradora con los pies en llamas y una serpiente que, saliendo de su boca, le muerde los ojos. Aquí las surfistas, muchas, cabalgan las masas de burbujas como Atalantas. ¡Besar sus pies desnudos y salados al regresar del deseo! «La mujer, una buena fuente de sueños. Nunca la toques. Aprende a separar las ideas de voluptuosidad y de placer. Aprende a disfrutar en todo, no lo que es, sino las ideas y los sueños que provoca. Porque nada es lo que es: los sueños siempre son los sueños. Para eso no necesitamos tocar nada. Si tocas tu sueño, morirá; el objeto tocado ocupará tu sensación». Me dice Soares al oído. Las surfistas, en cualquier playa de Ericeira, al amanecer, te invitan a acompañarlas. ¡Tampoco haremos caso a estas sirenas!Basta el océanoMe levanto y me voy a las rocas a buscar erizos, el caviar de Ericeira. Después de horas, apenas cubro una palma de mis manos. Me siento sobre una roca espinosa y contemplo cómo la bruma avanza hasta ocultarme. Entonces, por unos instantes, estoy del otro lado junto a los remeros desaparecidos que me dan la bienvenida. Cuando mis padres vivían no pregunté, ahora que mi cabeza rebosa de preguntas, no hay a quién preguntar. Los surfistas carecen de preguntas y respuestas. No necesitan más que el océano. Creo haber visto en algunos de estos rostros a amigos idos. «Te daré otros nuevos», le dijo la Tierra a Derek Walcott. El le contestó: «¡No, en vez de eso, devuélvemelos como eran, con defectos y todo!». « El cansancio de todas las ilusiones y de todo lo que hay en las ilusiones: su pérdida, la inutilidad de tenerlas, el antecansancio de tener que tenerlas para perderlas. La amargura de haberlas tenido sabiendo que tendrían tal fin». ¡No! ¡No!, este texto de Soares fue hace tiempo anotado por mí. En Ericeira no podría colgar de una de sus vallas. Aquí la belleza y la paciencia todo lo torna alegría. Aquí la espera todo lo torna esperanza. Aquí, rota ya la aurora, todo es azul. El azul de Prusia. Para Kandinsky, este color creaba una sensación de calma sobrenatural. Y, para Dufy, era el único pigmento que mantiene su carácter propio: en todos los tonos, siempre es azul.Ericeira (Portugal), localidad conocida por las altísimas olas de esta parte de la costaMientras los surfistas desenmascarados por el sol regresan a las orillas, yo me retiro con una piedra en mis bolsillos. Pesa poco para ayudar a hundirse. «La piedra es Dios, pero no lo sabe, y esa ignorancia es la que la hace piedra», escribe en la arena el maestro Eckhart . ¡Amar la eterna inocencia! «Eu nao tenho filosofía: tenho sentidos… / Amar é a eterna inocência,/ E a única inocência,/ E a única inocência é nao pensar…». En las playas de Ericeira, la peligrosidad está señalizada. Y estos avisos no son, para los surfistas, de disuasión sino de invitación. Ericeira es un pequeño pueblo de pescadores. Su casco antiguo se conserva tal cual . Toda esta costa es la Primera Reserva Mundial de Surf de Europa y la segunda del mundo. En la plaza principal, la de la República, hay un Centro de Interpretación. Muy cerca, en un antiguo teatro, después cine y, ahora, ambas cosas a la vez, con fachada modernista, se llevan a cabo anualmente encuentros internacionales y ciclos de literatura, proyecciones de cine y exposiciones relacionadas con este arte. No me gusta que se le califique al surf solo como deporte. La cocina en Ericeira ha guardado su sabor casero. Los erizos, los percebes, las sardinas a la brasa que animan con su olor a la gula, o la raya. La Capela da Boa Viagen está consagrada a la Señora del Buen Viaje. Patrona de los pescadores y los surfistas. Entre las placas que penden de algunas de las fachadas, hay una que me parece muy significativa. En la Pensión Morais se alojaron los primeros grupos de refugiados de la Segunda Guerra Mundial que llegaron a Portugal, en enero de 1942. Esta pequeña villa, durante ese conflicto, acogió a más de tres mil refugiados. Por los Caminhos de Poesía voy anotando algunos versos de Pessoa y heterónimos. Ahora varias parejas de enamorados están leyendo aquello de que «todas las cartas de amor son ridículas». En otra valla, Caeiro confiesa que tiene por costumbre caminar por las carreteras mirando a derecha e izquierda. Y solo, muy de vez en cuando, mira hacia atrás. El surf es poesía en acción, es una ‘performance’ continua. Una acción casi suicida. Un inútil y ruinoso juego con el destino. Al lado de Ericeira, en el interior, está Mafra. El Palacio-Basílica y Convento es impresionante. El rey portugués Joao V, en el año 1707, fue coronado. Al año siguiente se casó con María Ana de Austria. Hizo la promesa de construir un pequeño convento para trece frailes. La condición que puso a la Divinidad fue que su esposa le diera pronto un heredero. Este acontecimiento no sucedió hasta el año 1711. Bárbara de Braganza fue ese primer hijo que reinará en España siendo la esposa de Fernando VI. El arquitecto que diseñó el conjunto fue Joao Frederico Ludovici, portugués de origen alemán. El ingeniero mayor del reino era Custódio Vieira. El Palacio y la Basílica son dos obras capitales del barroco portugués.Ausencia inexplicableEn la entrada principal, donde se sacan los billetes para acceder a la visita, hay una pequeña librería. Inexplicablemente no está la novela de Saramago ‘Memorial del Convento’. No me dan razón alguna de esta ausencia. Yo tengo la primera edición, en portugués y español, dedicadas por el Nobel amigo.La Basílica impresiona por sus estirados arcos y la decoración. Mientras la visito, suena un gran órgano. El Palacio es larguísimo y muy amplio. Hoy nos parece recargado de mobiliario de diferentes épocas, cuadros de paisajes, naturalezas muertas, históricos, de caza y retratos como algunos de nuestra pasada Reina. Pero detrás de toda esta grandeza, hay dos lugares medio escondidos cuya impresión es muy distinta. Son el hospital y la biblioteca. Antesala del primero es la cocina, con su cacharrería, y la botica. Al seguir caminando ya todo queda en penumbra. Ahora surge una larga estancia, el hospital. A un lado y a otro del pasillo hay pequeñas habitaciones divididas por un estrecho muro de azulejería artística portuguesa. El resto del cuadrilátero se ocultaba con cortinas. Es de los pocos hospitales históricos que se conservan. Inmóvil durante un largo rato y en silencio absoluto, recuerdo entonces estos versos rilkeanos de las ‘Elegías del Duino’ : «Lo perecedero nos reclama y tiene necesidad de nosotros, que somos los más perecedero». Toda la grandeza y gloria del Palacio acaba aquí. Es decir, todas las grandezas y las glorias terrenales desembocan en esta tenebrosidad. Más alegría da la Biblioteca ilustrada, un remedo de capilla. Toda de madera dorada con un primer piso abalconado. Los murciélagos descansan durante el día para preparar su caza benéfica en la noche. Ellos, durante siglos, han sido los custodios de estos libros. «Libris satiari nequeo», escribió Petrarca en una de sus numerosas cartas. Es decir, «No puedo hartarme de libros». Y sí, eran tantos, que tuvo problemas para dejarlos a buen recaudo. En el ‘Salmo 90:10’ se dice: «Los días de nuestra edad son 70 años; y si en los más robustos son 80, con todo, su fortaleza es molestia y trabajo, porque pronto pasan y volamos». ¿Volaremos como los murciélagos? ¿Podríamos pedir esa resurrección? Un mundo más allá del consuelo es imposible. El consuelo es el fin de todo. Ni siquiera la piedad va más allá. No es una necesidad, sino una realidad. La vida entre la biblioteca de los murciélagos y el hospital de almas perdidas. La indefensión de irnos sabiendo menos que cuando llegamos. Morir reconciliados con nuestra propia muerte. Salimos al aire libre. Salimos al sol que despunta en medio de la brisa que nos manda Ericeira. Salimos de la Historia y nos montamos en La passarola acompañados de Baltasar Sietesoles, Blimunda Sietelunas y Bartolomeu L. de Gusmao. Y desde el aire saludamos a los surfistas que nos envidian sin saber que nosotros los envidiamos a ellos. Amanecer cada día en una playa de Ericeira. En la de Ribeira Dílhas; en la de Empa; en la de Pedra Branca; en la del Matadouro; en la de San Sebastián; en la Do Algodoio; en la Dos Pescadores; en la de la Baleia/Sul; o en la Do Lizandro, esta última la más cercana a Sintra (20 kms.) y a Lisboa (45 kms.). Bajar cada día a las playas de Ericeira y echarse en la arena húmeda de la bajamar matutina y contemplar a los primeros surfistas que se abrazan a las olas como a un amor desesperado. No luchan contra ellas, sino que las acarician, las besan, las interpretan en su lenguaje sin tonalidad. Los surfistas son los sacerdotes y sacerdotisas del panteísmo. Pastores de olas, pastores de espumas, arquitectos de bóvedas inermes. El lenguaje de las olas, el lenguaje de lo imposible. Noticias relacionadas estandar Si ESPECIAL VERANO: POSTALES DE AUTOR Viaje al fin del mundo Jordi Canal estandar Si POSTALES DE AUTOR Un verano con Agatha Christie María José SolanoCada ola, cada pliegue, cada ascenso o descenso es como un canto gregoriano. El arte muere o desaparece cuando ignoramos las convenciones en virtud de las cuales podemos entender la naturaleza desprendi- da de nuestro propio ser. Los surfistas pueden sobrevivir al murmullo y a la detonación del océano, pero no a su silencioso silbido. Los surfistas son los solistas del conjunto orquestal. Gracias a ese desafío, que viene de los orígenes, el ser humano se niega a aceptar el mundo tal cuál es.Amanecer cada día en una playa de Ericeira y ver a los carontes, como en el cuadro de Platinir, subidos al ‘paddle surf’ atravesando la línea del horizonte y desaparecer en ella. Remar y remar de pie, solos, sobre esa tabla mínima, evitando la marejada y los remordimientos más pesados que el propio cuerpo. Remar a oscuras ahuyentando la gran congoja. Llego, me detengo, extiendo la toalla, abro una silla de campaña, los prismáticos no dan más de sí, se empañan. «Le tengo miedo al tedio de los peligros», escribe Pessoa en el ‘Libro del desasosiego’. A quién envidiar más: ¿a los surfistas metafísicos o un solo verso de Campos, Reis o Soares?Todo el largo paseo marítimo de Ericeira está dedicado a él y sus heterónimos. A cada poco hay una valla de madera con un poema suyo. No me acuerdo de otro lugar tan prolongado y bellísimo, en donde se homenajee a un poeta. El paseo marítimo de Ericeira es abismal, pues las playas están muy por debajo de la tierra firme. Parecen empinados acantilados que, para Pessoa, serían fiel reflejo de su interior. A quién se podría envidiar más: ¿a los surfistas metafísicos del equilibrismo funambulesco o a un solo verso de Campos, Reis o Soares? ¡Envidiar nunca! ¡Admiración! Giotto, en la Capilla de los Scrovegni, en Padua, la retrató como una mujer aterradora con los pies en llamas y una serpiente que, saliendo de su boca, le muerde los ojos. Aquí las surfistas, muchas, cabalgan las masas de burbujas como Atalantas. ¡Besar sus pies desnudos y salados al regresar del deseo! «La mujer, una buena fuente de sueños. Nunca la toques. Aprende a separar las ideas de voluptuosidad y de placer. Aprende a disfrutar en todo, no lo que es, sino las ideas y los sueños que provoca. Porque nada es lo que es: los sueños siempre son los sueños. Para eso no necesitamos tocar nada. Si tocas tu sueño, morirá; el objeto tocado ocupará tu sensación». Me dice Soares al oído. Las surfistas, en cualquier playa de Ericeira, al amanecer, te invitan a acompañarlas. ¡Tampoco haremos caso a estas sirenas!Basta el océanoMe levanto y me voy a las rocas a buscar erizos, el caviar de Ericeira. Después de horas, apenas cubro una palma de mis manos. Me siento sobre una roca espinosa y contemplo cómo la bruma avanza hasta ocultarme. Entonces, por unos instantes, estoy del otro lado junto a los remeros desaparecidos que me dan la bienvenida. Cuando mis padres vivían no pregunté, ahora que mi cabeza rebosa de preguntas, no hay a quién preguntar. Los surfistas carecen de preguntas y respuestas. No necesitan más que el océano. Creo haber visto en algunos de estos rostros a amigos idos. «Te daré otros nuevos», le dijo la Tierra a Derek Walcott. El le contestó: «¡No, en vez de eso, devuélvemelos como eran, con defectos y todo!». « El cansancio de todas las ilusiones y de todo lo que hay en las ilusiones: su pérdida, la inutilidad de tenerlas, el antecansancio de tener que tenerlas para perderlas. La amargura de haberlas tenido sabiendo que tendrían tal fin». ¡No! ¡No!, este texto de Soares fue hace tiempo anotado por mí. En Ericeira no podría colgar de una de sus vallas. Aquí la belleza y la paciencia todo lo torna alegría. Aquí la espera todo lo torna esperanza. Aquí, rota ya la aurora, todo es azul. El azul de Prusia. Para Kandinsky, este color creaba una sensación de calma sobrenatural. Y, para Dufy, era el único pigmento que mantiene su carácter propio: en todos los tonos, siempre es azul.Ericeira (Portugal), localidad conocida por las altísimas olas de esta parte de la costaMientras los surfistas desenmascarados por el sol regresan a las orillas, yo me retiro con una piedra en mis bolsillos. Pesa poco para ayudar a hundirse. «La piedra es Dios, pero no lo sabe, y esa ignorancia es la que la hace piedra», escribe en la arena el maestro Eckhart . ¡Amar la eterna inocencia! «Eu nao tenho filosofía: tenho sentidos… / Amar é a eterna inocência,/ E a única inocência,/ E a única inocência é nao pensar…». En las playas de Ericeira, la peligrosidad está señalizada. Y estos avisos no son, para los surfistas, de disuasión sino de invitación. Ericeira es un pequeño pueblo de pescadores. Su casco antiguo se conserva tal cual . Toda esta costa es la Primera Reserva Mundial de Surf de Europa y la segunda del mundo. En la plaza principal, la de la República, hay un Centro de Interpretación. Muy cerca, en un antiguo teatro, después cine y, ahora, ambas cosas a la vez, con fachada modernista, se llevan a cabo anualmente encuentros internacionales y ciclos de literatura, proyecciones de cine y exposiciones relacionadas con este arte. No me gusta que se le califique al surf solo como deporte. La cocina en Ericeira ha guardado su sabor casero. Los erizos, los percebes, las sardinas a la brasa que animan con su olor a la gula, o la raya. La Capela da Boa Viagen está consagrada a la Señora del Buen Viaje. Patrona de los pescadores y los surfistas. Entre las placas que penden de algunas de las fachadas, hay una que me parece muy significativa. En la Pensión Morais se alojaron los primeros grupos de refugiados de la Segunda Guerra Mundial que llegaron a Portugal, en enero de 1942. Esta pequeña villa, durante ese conflicto, acogió a más de tres mil refugiados. Por los Caminhos de Poesía voy anotando algunos versos de Pessoa y heterónimos. Ahora varias parejas de enamorados están leyendo aquello de que «todas las cartas de amor son ridículas». En otra valla, Caeiro confiesa que tiene por costumbre caminar por las carreteras mirando a derecha e izquierda. Y solo, muy de vez en cuando, mira hacia atrás. El surf es poesía en acción, es una ‘performance’ continua. Una acción casi suicida. Un inútil y ruinoso juego con el destino. Al lado de Ericeira, en el interior, está Mafra. El Palacio-Basílica y Convento es impresionante. El rey portugués Joao V, en el año 1707, fue coronado. Al año siguiente se casó con María Ana de Austria. Hizo la promesa de construir un pequeño convento para trece frailes. La condición que puso a la Divinidad fue que su esposa le diera pronto un heredero. Este acontecimiento no sucedió hasta el año 1711. Bárbara de Braganza fue ese primer hijo que reinará en España siendo la esposa de Fernando VI. El arquitecto que diseñó el conjunto fue Joao Frederico Ludovici, portugués de origen alemán. El ingeniero mayor del reino era Custódio Vieira. El Palacio y la Basílica son dos obras capitales del barroco portugués.Ausencia inexplicableEn la entrada principal, donde se sacan los billetes para acceder a la visita, hay una pequeña librería. Inexplicablemente no está la novela de Saramago ‘Memorial del Convento’. No me dan razón alguna de esta ausencia. Yo tengo la primera edición, en portugués y español, dedicadas por el Nobel amigo.La Basílica impresiona por sus estirados arcos y la decoración. Mientras la visito, suena un gran órgano. El Palacio es larguísimo y muy amplio. Hoy nos parece recargado de mobiliario de diferentes épocas, cuadros de paisajes, naturalezas muertas, históricos, de caza y retratos como algunos de nuestra pasada Reina. Pero detrás de toda esta grandeza, hay dos lugares medio escondidos cuya impresión es muy distinta. Son el hospital y la biblioteca. Antesala del primero es la cocina, con su cacharrería, y la botica. Al seguir caminando ya todo queda en penumbra. Ahora surge una larga estancia, el hospital. A un lado y a otro del pasillo hay pequeñas habitaciones divididas por un estrecho muro de azulejería artística portuguesa. El resto del cuadrilátero se ocultaba con cortinas. Es de los pocos hospitales históricos que se conservan. Inmóvil durante un largo rato y en silencio absoluto, recuerdo entonces estos versos rilkeanos de las ‘Elegías del Duino’ : «Lo perecedero nos reclama y tiene necesidad de nosotros, que somos los más perecedero». Toda la grandeza y gloria del Palacio acaba aquí. Es decir, todas las grandezas y las glorias terrenales desembocan en esta tenebrosidad. Más alegría da la Biblioteca ilustrada, un remedo de capilla. Toda de madera dorada con un primer piso abalconado. Los murciélagos descansan durante el día para preparar su caza benéfica en la noche. Ellos, durante siglos, han sido los custodios de estos libros. «Libris satiari nequeo», escribió Petrarca en una de sus numerosas cartas. Es decir, «No puedo hartarme de libros». Y sí, eran tantos, que tuvo problemas para dejarlos a buen recaudo. En el ‘Salmo 90:10’ se dice: «Los días de nuestra edad son 70 años; y si en los más robustos son 80, con todo, su fortaleza es molestia y trabajo, porque pronto pasan y volamos». ¿Volaremos como los murciélagos? ¿Podríamos pedir esa resurrección? Un mundo más allá del consuelo es imposible. El consuelo es el fin de todo. Ni siquiera la piedad va más allá. No es una necesidad, sino una realidad. La vida entre la biblioteca de los murciélagos y el hospital de almas perdidas. La indefensión de irnos sabiendo menos que cuando llegamos. Morir reconciliados con nuestra propia muerte. Salimos al aire libre. Salimos al sol que despunta en medio de la brisa que nos manda Ericeira. Salimos de la Historia y nos montamos en La passarola acompañados de Baltasar Sietesoles, Blimunda Sietelunas y Bartolomeu L. de Gusmao. Y desde el aire saludamos a los surfistas que nos envidian sin saber que nosotros los envidiamos a ellos.
Amanecer cada día en una playa de Ericeira. En la de Ribeira Dílhas; en la de Empa; en la de Pedra Branca; en la del Matadouro; en la de San Sebastián; en la Do Algodoio; en la Dos Pescadores; en la de la Baleia/ … Sul; o en la Do Lizandro, esta última la más cercana a Sintra (20 kms.) y a Lisboa (45 kms.).
Bajar cada día a las playas de Ericeira y echarse en la arena húmeda de la bajamar matutina y contemplar a los primeros surfistas que se abrazan a las olas como a un amor desesperado. No luchan contra ellas, sino que las acarician, las besan, las interpretan en su lenguaje sin tonalidad. Los surfistas son los sacerdotes y sacerdotisas del panteísmo. Pastores de olas, pastores de espumas, arquitectos de bóvedas inermes. El lenguaje de las olas, el lenguaje de lo imposible.
Cada ola, cada pliegue, cada ascenso o descenso es como un canto gregoriano. El arte muere o desaparece cuando ignoramos las convenciones en virtud de las cuales podemos entender la naturaleza desprendi- da de nuestro propio ser. Los surfistas pueden sobrevivir al murmullo y a la detonación del océano, pero no a su silencioso silbido. Los surfistas son los solistas del conjunto orquestal. Gracias a ese desafío, que viene de los orígenes, el ser humano se niega a aceptar el mundo tal cuál es.
Amanecer cada día en una playa de Ericeira y ver a los carontes, como en el cuadro de Platinir, subidos al ‘paddle surf’ atravesando la línea del horizonte y desaparecer en ella. Remar y remar de pie, solos, sobre esa tabla mínima, evitando la marejada y los remordimientos más pesados que el propio cuerpo. Remar a oscuras ahuyentando la gran congoja. Llego, me detengo, extiendo la toalla, abro una silla de campaña, los prismáticos no dan más de sí, se empañan. «Le tengo miedo al tedio de los peligros», escribe Pessoa en el ‘Libro del desasosiego’.
A quién envidiar más: ¿a los surfistas metafísicos o un solo verso de Campos, Reis o Soares?
Todo el largo paseo marítimo de Ericeira está dedicado a él y sus heterónimos. A cada poco hay una valla de madera con un poema suyo. No me acuerdo de otro lugar tan prolongado y bellísimo, en donde se homenajee a un poeta. El paseo marítimo de Ericeira es abismal, pues las playas están muy por debajo de la tierra firme. Parecen empinados acantilados que, para Pessoa, serían fiel reflejo de su interior.
A quién se podría envidiar más: ¿a los surfistas metafísicos del equilibrismo funambulesco o a un solo verso de Campos, Reis o Soares? ¡Envidiar nunca! ¡Admiración! Giotto, en la Capilla de los Scrovegni, en Padua, la retrató como una mujer aterradora con los pies en llamas y una serpiente que, saliendo de su boca, le muerde los ojos. Aquí las surfistas, muchas, cabalgan las masas de burbujas como Atalantas. ¡Besar sus pies desnudos y salados al regresar del deseo! «La mujer, una buena fuente de sueños. Nunca la toques. Aprende a separar las ideas de voluptuosidad y de placer. Aprende a disfrutar en todo, no lo que es, sino las ideas y los sueños que provoca. Porque nada es lo que es: los sueños siempre son los sueños. Para eso no necesitamos tocar nada. Si tocas tu sueño, morirá; el objeto tocado ocupará tu sensación». Me dice Soares al oído. Las surfistas, en cualquier playa de Ericeira, al amanecer, te invitan a acompañarlas. ¡Tampoco haremos caso a estas sirenas!
Basta el océano
Me levanto y me voy a las rocas a buscar erizos, el caviar de Ericeira. Después de horas, apenas cubro una palma de mis manos. Me siento sobre una roca espinosa y contemplo cómo la bruma avanza hasta ocultarme. Entonces, por unos instantes, estoy del otro lado junto a los remeros desaparecidos que me dan la bienvenida. Cuando mis padres vivían no pregunté, ahora que mi cabeza rebosa de preguntas, no hay a quién preguntar. Los surfistas carecen de preguntas y respuestas. No necesitan más que el océano. Creo haber visto en algunos de estos rostros a amigos idos. «Te daré otros nuevos», le dijo la Tierra a Derek Walcott. El le contestó: «¡No, en vez de eso, devuélvemelos como eran, con defectos y todo!».
«El cansancio de todas las ilusiones y de todo lo que hay en las ilusiones: su pérdida, la inutilidad de tenerlas, el antecansancio de tener que tenerlas para perderlas. La amargura de haberlas tenido sabiendo que tendrían tal fin». ¡No! ¡No!, este texto de Soares fue hace tiempo anotado por mí. En Ericeira no podría colgar de una de sus vallas. Aquí la belleza y la paciencia todo lo torna alegría. Aquí la espera todo lo torna esperanza. Aquí, rota ya la aurora, todo es azul. El azul de Prusia. Para Kandinsky, este color creaba una sensación de calma sobrenatural. Y, para Dufy, era el único pigmento que mantiene su carácter propio: en todos los tonos, siempre es azul.
Mientras los surfistas desenmascarados por el sol regresan a las orillas, yo me retiro con una piedra en mis bolsillos. Pesa poco para ayudar a hundirse. «La piedra es Dios, pero no lo sabe, y esa ignorancia es la que la hace piedra», escribe en la arena el maestro Eckhart. ¡Amar la eterna inocencia! «Eu nao tenho filosofía: tenho sentidos… / Amar é a eterna inocência,/ E a única inocência,/ E a única inocência é nao pensar…». En las playas de Ericeira, la peligrosidad está señalizada. Y estos avisos no son, para los surfistas, de disuasión sino de invitación.
Ericeira es un pequeño pueblo de pescadores. Su casco antiguo se conserva tal cual. Toda esta costa es la Primera Reserva Mundial de Surf de Europa y la segunda del mundo. En la plaza principal, la de la República, hay un Centro de Interpretación. Muy cerca, en un antiguo teatro, después cine y, ahora, ambas cosas a la vez, con fachada modernista, se llevan a cabo anualmente encuentros internacionales y ciclos de literatura, proyecciones de cine y exposiciones relacionadas con este arte. No me gusta que se le califique al surf solo como deporte.
La cocina en Ericeira ha guardado su sabor casero. Los erizos, los percebes, las sardinas a la brasa que animan con su olor a la gula, o la raya. La Capela da Boa Viagen está consagrada a la Señora del Buen Viaje. Patrona de los pescadores y los surfistas. Entre las placas que penden de algunas de las fachadas, hay una que me parece muy significativa. En la Pensión Morais se alojaron los primeros grupos de refugiados de la Segunda Guerra Mundial que llegaron a Portugal, en enero de 1942. Esta pequeña villa, durante ese conflicto, acogió a más de tres mil refugiados.
Por los Caminhos de Poesía voy anotando algunos versos de Pessoa y heterónimos. Ahora varias parejas de enamorados están leyendo aquello de que «todas las cartas de amor son ridículas». En otra valla, Caeiro confiesa que tiene por costumbre caminar por las carreteras mirando a derecha e izquierda. Y solo, muy de vez en cuando, mira hacia atrás. El surf es poesía en acción, es una ‘performance’ continua. Una acción casi suicida. Un inútil y ruinoso juego con el destino.
Al lado de Ericeira, en el interior, está Mafra. El Palacio-Basílica y Convento es impresionante. El rey portugués Joao V, en el año 1707, fue coronado. Al año siguiente se casó con María Ana de Austria. Hizo la promesa de construir un pequeño convento para trece frailes. La condición que puso a la Divinidad fue que su esposa le diera pronto un heredero.
Este acontecimiento no sucedió hasta el año 1711. Bárbara de Braganza fue ese primer hijo que reinará en España siendo la esposa de Fernando VI. El arquitecto que diseñó el conjunto fue Joao Frederico Ludovici, portugués de origen alemán. El ingeniero mayor del reino era Custódio Vieira. El Palacio y la Basílica son dos obras capitales del barroco portugués.
Ausencia inexplicable
En la entrada principal, donde se sacan los billetes para acceder a la visita, hay una pequeña librería. Inexplicablemente no está la novela de Saramago ‘Memorial del Convento’. No me dan razón alguna de esta ausencia. Yo tengo la primera edición, en portugués y español, dedicadas por el Nobel amigo.
La Basílica impresiona por sus estirados arcos y la decoración. Mientras la visito, suena un gran órgano. El Palacio es larguísimo y muy amplio. Hoy nos parece recargado de mobiliario de diferentes épocas, cuadros de paisajes, naturalezas muertas, históricos, de caza y retratos como algunos de nuestra pasada Reina. Pero detrás de toda esta grandeza, hay dos lugares medio escondidos cuya impresión es muy distinta. Son el hospital y la biblioteca. Antesala del primero es la cocina, con su cacharrería, y la botica. Al seguir caminando ya todo queda en penumbra. Ahora surge una larga estancia, el hospital. A un lado y a otro del pasillo hay pequeñas habitaciones divididas por un estrecho muro de azulejería artística portuguesa.
El resto del cuadrilátero se ocultaba con cortinas. Es de los pocos hospitales históricos que se conservan. Inmóvil durante un largo rato y en silencio absoluto, recuerdo entonces estos versos rilkeanos de las ‘Elegías del Duino’: «Lo perecedero nos reclama y tiene necesidad de nosotros, que somos los más perecedero». Toda la grandeza y gloria del Palacio acaba aquí. Es decir, todas las grandezas y las glorias terrenales desembocan en esta tenebrosidad.
Más alegría da la Biblioteca ilustrada, un remedo de capilla. Toda de madera dorada con un primer piso abalconado. Los murciélagos descansan durante el día para preparar su caza benéfica en la noche. Ellos, durante siglos, han sido los custodios de estos libros. «Libris satiari nequeo», escribió Petrarca en una de sus numerosas cartas. Es decir, «No puedo hartarme de libros». Y sí, eran tantos, que tuvo problemas para dejarlos a buen recaudo. En el ‘Salmo 90:10’ se dice: «Los días de nuestra edad son 70 años; y si en los más robustos son 80, con todo, su fortaleza es molestia y trabajo, porque pronto pasan y volamos». ¿Volaremos como los murciélagos? ¿Podríamos pedir esa resurrección? Un mundo más allá del consuelo es imposible. El consuelo es el fin de todo. Ni siquiera la piedad va más allá. No es una necesidad, sino una realidad. La vida entre la biblioteca de los murciélagos y el hospital de almas perdidas.
La indefensión de irnos sabiendo menos que cuando llegamos. Morir reconciliados con nuestra propia muerte. Salimos al aire libre. Salimos al sol que despunta en medio de la brisa que nos manda Ericeira. Salimos de la Historia y nos montamos en La passarola acompañados de Baltasar Sietesoles, Blimunda Sietelunas y Bartolomeu L. de Gusmao. Y desde el aire saludamos a los surfistas que nos envidian sin saber que nosotros los envidiamos a ellos.
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