No sé si nos gusta mucho leer, pero sin duda nos gusta ponernos preciosos con la lectura. Booktubers haciendo caritas ante el Himalaya de libros en su mesa de noche. Muchas más tote bags de The New Yorker que ejemplares vendidos de The New Yorker. Esa manera de tratar a las escritoras como si fueran abuelitas adorables —Aloma Rodríguez ha hablado de “la abuelización de las escritoras”— y nos pasáramos la vida echando de menos los cafecitos con Carmiña (Martín Gaite) o merendando tarta de zanahoria en la cocina de Siri (Hustvedt) allá en Manhattan. De alguna manera, la ñoñez parece siempre exigir el nombre de pila, y también podemos hablar de Pepe (Hierro) como si aún nos durara la resaca de las cazallas que en realidad nunca nos bajamos con él. La cursilería es una de las formas de la mentira, como por lo demás demuestra esa leyenda que todavía se ve alguna vez por ahí: que le digan a Leopardi, conocedor de todos los libros y de ningún afecto humano, que reading is sexy. Hace poco leí en redes una sentencia misantrópica: “Los lectores de toda la vida no damos tanto la tabarra con los libros”. Misantrópica, sí, pero veraz. Este lirismo sentimentaloide que todo lo pringa alcanza también a las librerías, cada vez más parecidas a tiendas de cupcakes: si no se llama “Los suspiros de la señorita Maumejean”, ya casi que la librería en cuestión parece menos auténtica. Pero basta: el mero hecho de que las librerías participen de los dislates de nuestro tiempo y logren sobreponerse a ellos no viene sino a corroborar lo que tienen de santos lugares.
He leído que, tras una larga decadencia, acaba de cerrar la librería —Hiperión— a la que iba cuando era adolescente: si las librerías son lugares santos es porque nos dan esa otra educación que creemos elegir pero que, en realidad, misteriosamente nos elige. Hiperión era una librería especializada en poesía. Y no aspiro a ninguna originalidad, sino a expresar el agradecimiento póstumo de uno que, como tantos, encontró en su librería el silencio que necesitaba, las palabras que iban a acompañarnos toda la vida, una trampilla a mundos con otro alcance, ese soplo al corazón que es siempre la gran literatura. Por jóvenes que fuéramos, sabíamos que, al entrar en un lugar como Hiperión, nos convertíamos en catecúmenos de algo importante, herederos del viejo afán humano de vivir en un mundo con sentido y belleza. Es llamativo: pocos negocios generan el alma de una librería, y todos los Zara se parecen, pero las librerías son todas muy distintas. Y ahora que cerró la que ha sido la librería de mi vida, pienso si las librerías no serán de esos lugares tan infrecuentes en los que, al entrar, “nosotros, los de entonces”, seguimos siendo los mismos.
Hiperión estaba a apenas unos metros de la madrileña Puerta de Alcalá —un emplazamiento muy caro—, pero nunca pareció fuera de sitio. En una ciudad con millones de personas y cien mil puestos para tomar ramen, resultaba sencillamente proporcionado que hubiera una o dos librerías de poesía. En una de las capitales de una lengua hablada por 500 millones de personas, ¿qué podía tener de exagerado un espacio digno para minorías? Por supuesto, Hiperión estaba en un barrio elegante, pero quizá por eso mismo tampoco parecía desubicada: en unas manzanas que se quieren selectas, cómo no acoger un lugar también selecto del espíritu. Uno puede preguntarse qué da más relieve e interés a una ciudad, si una librería buena u otra tienda de Hugo Boss.
Ocurre sin embargo que hace tiempo que literatura, gusto y dinero no tienen la relación que —pienso en el siglo XIX pero también en los pasados setenta— llegaron a tener, y un editor amigo me contaba cómo, en un mundo de panzadas retransmitidas por Instagram, es imposible encontrar buenos ensayos sobre cocina. Mientras cerraba Hiperión, abrían justo al lado un lugar que, con una ironía tan involuntaria como vejatoria, se llama The Library: uno más de los infinitos locales que hay en Madrid en los que tomar jamón con un vino de mil euros. Quizá por ser madrileño y haber escrito mucho sobre comida uno puede permitirse observar que la ciudad empieza a tener un problema con la ostentación. Ya hay lugares en Madrid que, sin el menor asomo de ironía, harían pasar por funcional y austero el palacio de Versalles. Y mientras triunfa la vulgaridad del dinero craso, la ciudad pierde eso: relieve, interés, calidad o, como acaba de verse, poesía. Por supuesto, es el mercado y lo que ustedes quieran. Pero si alguien se comporta como un filisteo, que no se extrañe que le recuerden lo que es.
No sé si nos gusta mucho leer, pero sin duda nos gusta ponernos preciosos con la lectura. Booktubers haciendo caritas ante el Himalaya de libros en su mesa de noche. Muchas más tote bags de The New Yorker que ejemplares vendidos de The New Yorker. Esa manera de tratar a las escritoras como si fueran abuelitas adorables —Aloma Rodríguez ha hablado de “la abuelización de las escritoras”— y nos pasáramos la vida echando de menos los cafecitos con Carmiña (Martín Gaite) o merendando tarta de zanahoria en la cocina de Siri (Hustvedt) allá en Manhattan. De alguna manera, la ñoñez parece siempre exigir el nombre de pila, y también podemos hablar de Pepe (Hierro) como si aún nos durara la resaca de las cazallas que en realidad nunca nos bajamos con él. La cursilería es una de las formas de la mentira, como por lo demás demuestra esa leyenda que todavía se ve alguna vez por ahí: que le digan a Leopardi, conocedor de todos los libros y de ningún afecto humano, que reading is sexy. Hace poco leí en redes una sentencia misantrópica: “Los lectores de toda la vida no damos tanto la tabarra con los libros”. Misantrópica, sí, pero veraz. Este lirismo sentimentaloide que todo lo pringa alcanza también a las librerías, cada vez más parecidas a tiendas de cupcakes: si no se llama “Los suspiros de la señorita Maumejean”, ya casi que la librería en cuestión parece menos auténtica. Pero basta: el mero hecho de que las librerías participen de los dislates de nuestro tiempo y logren sobreponerse a ellos no viene sino a corroborar lo que tienen de santos lugares.He leído que, tras una larga decadencia, acaba de cerrar la librería —Hiperión— a la que iba cuando era adolescente: si las librerías son lugares santos es porque nos dan esa otra educación que creemos elegir pero que, en realidad, misteriosamente nos elige. Hiperión era una librería especializada en poesía. Y no aspiro a ninguna originalidad, sino a expresar el agradecimiento póstumo de uno que, como tantos, encontró en su librería el silencio que necesitaba, las palabras que iban a acompañarnos toda la vida, una trampilla a mundos con otro alcance, ese soplo al corazón que es siempre la gran literatura. Por jóvenes que fuéramos, sabíamos que, al entrar en un lugar como Hiperión, nos convertíamos en catecúmenos de algo importante, herederos del viejo afán humano de vivir en un mundo con sentido y belleza. Es llamativo: pocos negocios generan el alma de una librería, y todos los Zara se parecen, pero las librerías son todas muy distintas. Y ahora que cerró la que ha sido la librería de mi vida, pienso si las librerías no serán de esos lugares tan infrecuentes en los que, al entrar, “nosotros, los de entonces”, seguimos siendo los mismos.Hiperión estaba a apenas unos metros de la madrileña Puerta de Alcalá —un emplazamiento muy caro—, pero nunca pareció fuera de sitio. En una ciudad con millones de personas y cien mil puestos para tomar ramen, resultaba sencillamente proporcionado que hubiera una o dos librerías de poesía. En una de las capitales de una lengua hablada por 500 millones de personas, ¿qué podía tener de exagerado un espacio digno para minorías? Por supuesto, Hiperión estaba en un barrio elegante, pero quizá por eso mismo tampoco parecía desubicada: en unas manzanas que se quieren selectas, cómo no acoger un lugar también selecto del espíritu. Uno puede preguntarse qué da más relieve e interés a una ciudad, si una librería buena u otra tienda de Hugo Boss.Ocurre sin embargo que hace tiempo que literatura, gusto y dinero no tienen la relación que —pienso en el siglo XIX pero también en los pasados setenta— llegaron a tener, y un editor amigo me contaba cómo, en un mundo de panzadas retransmitidas por Instagram, es imposible encontrar buenos ensayos sobre cocina. Mientras cerraba Hiperión, abrían justo al lado un lugar que, con una ironía tan involuntaria como vejatoria, se llama The Library: uno más de los infinitos locales que hay en Madrid en los que tomar jamón con un vino de mil euros. Quizá por ser madrileño y haber escrito mucho sobre comida uno puede permitirse observar que la ciudad empieza a tener un problema con la ostentación. Ya hay lugares en Madrid que, sin el menor asomo de ironía, harían pasar por funcional y austero el palacio de Versalles. Y mientras triunfa la vulgaridad del dinero craso, la ciudad pierde eso: relieve, interés, calidad o, como acaba de verse, poesía. Por supuesto, es el mercado y lo que ustedes quieran. Pero si alguien se comporta como un filisteo, que no se extrañe que le recuerden lo que es. Seguir leyendo
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Mientras triunfa la vulgaridad del dinero craso, Madrid pierde eso: relieve, interés, calidad o, como acaba de verse, poesía


No sé si nos gusta mucho leer, pero sin duda nos gusta ponernos preciosos con la lectura. Booktubers haciendo caritas ante el Himalaya de libros en su mesa de noche. Muchas más tote bags de The New Yorker que ejemplares vendidos de The New Yorker. Esa manera de tratar a las escritoras como si fueran abuelitas adorables —Aloma Rodríguez ha hablado de “la abuelización de las escritoras”— y nos pasáramos la vida echando de menos los cafecitos con Carmiña (Martín Gaite) o merendando tarta de zanahoria en la cocina de Siri (Hustvedt) allá en Manhattan. De alguna manera, la ñoñez parece siempre exigir el nombre de pila, y también podemos hablar de Pepe (Hierro) como si aún nos durara la resaca de las cazallas que en realidad nunca nos bajamos con él. La cursilería es una de las formas de la mentira, como por lo demás demuestra esa leyenda que todavía se ve alguna vez por ahí: que le digan a Leopardi, conocedor de todos los libros y de ningún afecto humano, que reading is sexy. Hace poco leí en redes una sentencia misantrópica: “Los lectores de toda la vida no damos tanto la tabarra con los libros”. Misantrópica, sí, pero veraz. Este lirismo sentimentaloide que todo lo pringa alcanza también a las librerías, cada vez más parecidas a tiendas de cupcakes: si no se llama “Los suspiros de la señorita Maumejean”, ya casi que la librería en cuestión parece menos auténtica. Pero basta: el mero hecho de que las librerías participen de los dislates de nuestro tiempo y logren sobreponerse a ellos no viene sino a corroborar lo que tienen de santos lugares.
He leído que, tras una larga decadencia, acaba de cerrar la librería —Hiperión— a la que iba cuando era adolescente: si las librerías son lugares santos es porque nos dan esa otra educación que creemos elegir pero que, en realidad, misteriosamente nos elige. Hiperión era una librería especializada en poesía. Y no aspiro a ninguna originalidad, sino a expresar el agradecimiento póstumo de uno que, como tantos, encontró en su librería el silencio que necesitaba, las palabras que iban a acompañarnos toda la vida, una trampilla a mundos con otro alcance, ese soplo al corazón que es siempre la gran literatura. Por jóvenes que fuéramos, sabíamos que, al entrar en un lugar como Hiperión, nos convertíamos en catecúmenos de algo importante, herederos del viejo afán humano de vivir en un mundo con sentido y belleza. Es llamativo: pocos negocios generan el alma de una librería, y todos los Zara se parecen, pero las librerías son todas muy distintas. Y ahora que cerró la que ha sido la librería de mi vida, pienso si las librerías no serán de esos lugares tan infrecuentes en los que, al entrar, “nosotros, los de entonces”, seguimos siendo los mismos.
Hiperión estaba a apenas unos metros de la madrileña Puerta de Alcalá —un emplazamiento muy caro—, pero nunca pareció fuera de sitio. En una ciudad con millones de personas y cien mil puestos para tomar ramen, resultaba sencillamente proporcionado que hubiera una o dos librerías de poesía. En una de las capitales de una lengua hablada por 500 millones de personas, ¿qué podía tener de exagerado un espacio digno para minorías? Por supuesto, Hiperión estaba en un barrio elegante, pero quizá por eso mismo tampoco parecía desubicada: en unas manzanas que se quieren selectas, cómo no acoger un lugar también selecto del espíritu. Uno puede preguntarse qué da más relieve e interés a una ciudad, si una librería buena u otra tienda de Hugo Boss.
Ocurre sin embargo que hace tiempo que literatura, gusto y dinero no tienen la relación que —pienso en el siglo XIX pero también en los pasados setenta— llegaron a tener, y un editor amigo me contaba cómo, en un mundo de panzadas retransmitidas por Instagram, es imposible encontrar buenos ensayos sobre cocina. Mientras cerraba Hiperión, abrían justo al lado un lugar que, con una ironía tan involuntaria como vejatoria, se llama The Library: uno más de los infinitos locales que hay en Madrid en los que tomar jamón con un vino de mil euros. Quizá por ser madrileño y haber escrito mucho sobre comida uno puede permitirse observar que la ciudad empieza a tener un problema con la ostentación. Ya hay lugares en Madrid que, sin el menor asomo de ironía, harían pasar por funcional y austero el palacio de Versalles. Y mientras triunfa la vulgaridad del dinero craso, la ciudad pierde eso: relieve, interés, calidad o, como acaba de verse, poesía. Por supuesto, es el mercado y lo que ustedes quieran. Pero si alguien se comporta como un filisteo, que no se extrañe que le recuerden lo que es.
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Sobre la firma

Nacido en Madrid (1980), es autor del diccionario de cultura inglesa ‘Pompa y circunstancia’, ‘Comimos y bebimos’ y los diarios ‘Ya sentarás cabeza’. Se ha dedicado al periodismo político, cultural y de opinión. Director del Instituto Cervantes en Londres hasta 2022, dirige el centro de Roma. Su último libro es ‘El español que enamoró al mundo’.
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