Las dos personas normales contemplan un paisaje lleno de cascotes, lavadoras oxidadas, mondas de naranja, desde la segunda cima más alta del vertedero municipal: una colina semiorgánica de cuyas correteantes amenazas las separa, o eso esperan ellas, un somier viejo. La primera persona normal sujeta a pulso una impresora.—Creo que se ha movido algo.—¿Dónde?—Ahí. Creo que he visto unos ojos en la oscuridad.—¿En qué oscuridad, si es por la tarde?—En la de la caja esa. —La señala.Efectivamente, una caja sucia de cartón se mueve un poco; y, efectivamente, es por la tarde (aunque, de haber sido invierno, sería ya por la noche; cosas de las estaciones).—Pues dices tú, pero yo no tengo claro que esto sea el punto blanco, y tengo un poco de prisa.—¿El punto blanco?—Pues el punto rojo, entonces.—¿El punto rojo?—Pues el punto limpio.—Eso sí… La cosa es que el mapa del teléfono del chico decía que era aquí.—Será en una zona de aquí, o de por aquí o algo, pero no aquí aquí. Aquí no pienso dejar esto…—¿Por qué no?—Porque aún tiene papel dentro, y de las impresoras salen palabras. Y aquí hay cáscaras de huevo y botellines de plástico, no palabras. Aquí hay juguetes hechos polvo. No reciclan ni el papel.—¿Las palabras se reciclan?—Dice el pequeño que sí, o por lo menos las impresoras. Para eso hemos venido, ¿no? —Yo he venido a acompañarte, pero aquí no se ve nada. Y tengo un poco de prisa, no sé si lo he dicho ya.—Pues yo tengo que reciclar. —La persona normal mira alrededor, algo dramática—. Para que no se acabe el mundo, para que tengamos planeta. —Se sube encima de una nevera—. No veo los contenedores… Ojalá voláramos, ¿no?—Ojalá. ¿Ahora, dices?—O cuando fuera. Aunque ahora nos vendría mejor.—Si pudiera volar yo, no me ponía a buscar el punto blanco ni aunque me pagaran…—Limpio.—Pues limpio. Buscaría la libertad.—Primero puedes encontrar el punto limpio y luego buscas ya la libertad.—Es que he quedado.—Pues otro día. —Escudriña de nuevo el entorno—. Vete, si quieres.—Me quedo un poco…Las dos personas normales avanzan sobre bolsas de supermercado, ropa vieja, vasos de yogur, zapatos sueltos, colchones, peluches sucios…—Ojalá alguien haya tirado un globo aerostático, o algo. Si encuentras uno, nos subimos y buscamos el punto azul.—Y ¿para qué iba a tirar nadie un globo aerostático?—Para nada. —Se encoge de hombros—. Porque no le valga… Porque se le haya roto…—Un globo aerostático se arregla, no se tira.—Y ¿cómo se arregla?—Lo coses. Le pones un parche y ya está, aunque sea de otro color.—Y ¿dónde lo metes luego?—Un globo no se tira —insiste.—Al principio igual te hace ilusión; visitas países nuevos, regiones llenas de enanos… Pero luego te cansas y ves que no te cabe en casa.—Pues lo doblas bien doblado.—Pero luego está la cesta. Y lo de donde sale el gas…—La cesta la usas para la ropa sucia y ya está. Y, cuando quieras viajar, lavas la ropa y, pum, ya tienes cesta.—Me tengo que ir.—¿Me llevas la impresora un rato?—Venga. Aguanto un poco más…Las dos personas normales remontan el túmulo más elevado; usan como escalones los muebles, las tablas astilladas, los libros, las bicicletas sin ruedas, las baterías de camión…—Qué bonito el sol, ¿no?—¿A ver?La segunda persona normal hace visera por la mano. En la distancia, el sol se acerca peligrosamente a una piscina hinchable con un resto de agua de lluvia.—¿Tú crees que el sol, cuando toca algo, lo derrite?—No lo toca.—¿No toca el horizonte?—¿Cómo va a tocar el horizonte?—¿Y yo qué sé? Parece.—Parecerá lo que quieras, pero ¿cómo va a tocarlo? Lo roza, como mucho; si no, se quedaría ahí, atascado. ¿No ves que pasa por detrás?—¿Por detrás de los neumáticos también?—¿De qué neumáticos?—De los de allá. —Hace un gesto con la mano que quiere abarcarlos.—También.—Y ¿por qué arden siempre?—Arderán en las películas, aquí están juntos y ya está. El sol se esconde y aparece luego. Y luego desaparece otra vez.—Como yo ahora…—Que te vayas cuando quieras, te estoy diciendo.—Me espero un poco.Las dos personas normales contemplan el ocaso más bonito del mundo, que dora los envases de medicinas, los teléfonos viejos, las jeringuillas, y envuelve el vertedero en un fulgor perfecto.—Me voy, ¿eh?—Vete.—¿Encontrarás el punto rojo tú?—Sí, sí, no te preocupes. Dame la impresora y ya está. Las dos personas normales, no saben bien por qué, se miran a los ojos un buen rato. Como si les costara separarse. La primera persona normal dice:—Entonces, ¿es un adiós?—Eso parece.—Igual vuelvo… Igual hago lo que tengo que hacer y vuelvo. Y te ayudo a buscar otro poco. Me da no sé qué dejarte así.—No te preocupes, yo me apaño.—A veces la gente se va, pero luego vuelve. La gente normal, digo.—Ya. A veces sí… Las dos personas normales contemplan un paisaje lleno de cascotes, lavadoras oxidadas, mondas de naranja, desde la segunda cima más alta del vertedero municipal: una colina semiorgánica de cuyas correteantes amenazas las separa, o eso esperan ellas, un somier viejo. La primera persona normal sujeta a pulso una impresora.—Creo que se ha movido algo.—¿Dónde?—Ahí. Creo que he visto unos ojos en la oscuridad.—¿En qué oscuridad, si es por la tarde?—En la de la caja esa. —La señala.Efectivamente, una caja sucia de cartón se mueve un poco; y, efectivamente, es por la tarde (aunque, de haber sido invierno, sería ya por la noche; cosas de las estaciones).—Pues dices tú, pero yo no tengo claro que esto sea el punto blanco, y tengo un poco de prisa.—¿El punto blanco?—Pues el punto rojo, entonces.—¿El punto rojo?—Pues el punto limpio.—Eso sí… La cosa es que el mapa del teléfono del chico decía que era aquí.—Será en una zona de aquí, o de por aquí o algo, pero no aquí aquí. Aquí no pienso dejar esto…—¿Por qué no?—Porque aún tiene papel dentro, y de las impresoras salen palabras. Y aquí hay cáscaras de huevo y botellines de plástico, no palabras. Aquí hay juguetes hechos polvo. No reciclan ni el papel.—¿Las palabras se reciclan?—Dice el pequeño que sí, o por lo menos las impresoras. Para eso hemos venido, ¿no? —Yo he venido a acompañarte, pero aquí no se ve nada. Y tengo un poco de prisa, no sé si lo he dicho ya.—Pues yo tengo que reciclar. —La persona normal mira alrededor, algo dramática—. Para que no se acabe el mundo, para que tengamos planeta. —Se sube encima de una nevera—. No veo los contenedores… Ojalá voláramos, ¿no?—Ojalá. ¿Ahora, dices?—O cuando fuera. Aunque ahora nos vendría mejor.—Si pudiera volar yo, no me ponía a buscar el punto blanco ni aunque me pagaran…—Limpio.—Pues limpio. Buscaría la libertad.—Primero puedes encontrar el punto limpio y luego buscas ya la libertad.—Es que he quedado.—Pues otro día. —Escudriña de nuevo el entorno—. Vete, si quieres.—Me quedo un poco…Las dos personas normales avanzan sobre bolsas de supermercado, ropa vieja, vasos de yogur, zapatos sueltos, colchones, peluches sucios…—Ojalá alguien haya tirado un globo aerostático, o algo. Si encuentras uno, nos subimos y buscamos el punto azul.—Y ¿para qué iba a tirar nadie un globo aerostático?—Para nada. —Se encoge de hombros—. Porque no le valga… Porque se le haya roto…—Un globo aerostático se arregla, no se tira.—Y ¿cómo se arregla?—Lo coses. Le pones un parche y ya está, aunque sea de otro color.—Y ¿dónde lo metes luego?—Un globo no se tira —insiste.—Al principio igual te hace ilusión; visitas países nuevos, regiones llenas de enanos… Pero luego te cansas y ves que no te cabe en casa.—Pues lo doblas bien doblado.—Pero luego está la cesta. Y lo de donde sale el gas…—La cesta la usas para la ropa sucia y ya está. Y, cuando quieras viajar, lavas la ropa y, pum, ya tienes cesta.—Me tengo que ir.—¿Me llevas la impresora un rato?—Venga. Aguanto un poco más…Las dos personas normales remontan el túmulo más elevado; usan como escalones los muebles, las tablas astilladas, los libros, las bicicletas sin ruedas, las baterías de camión…—Qué bonito el sol, ¿no?—¿A ver?La segunda persona normal hace visera por la mano. En la distancia, el sol se acerca peligrosamente a una piscina hinchable con un resto de agua de lluvia.—¿Tú crees que el sol, cuando toca algo, lo derrite?—No lo toca.—¿No toca el horizonte?—¿Cómo va a tocar el horizonte?—¿Y yo qué sé? Parece.—Parecerá lo que quieras, pero ¿cómo va a tocarlo? Lo roza, como mucho; si no, se quedaría ahí, atascado. ¿No ves que pasa por detrás?—¿Por detrás de los neumáticos también?—¿De qué neumáticos?—De los de allá. —Hace un gesto con la mano que quiere abarcarlos.—También.—Y ¿por qué arden siempre?—Arderán en las películas, aquí están juntos y ya está. El sol se esconde y aparece luego. Y luego desaparece otra vez.—Como yo ahora…—Que te vayas cuando quieras, te estoy diciendo.—Me espero un poco.Las dos personas normales contemplan el ocaso más bonito del mundo, que dora los envases de medicinas, los teléfonos viejos, las jeringuillas, y envuelve el vertedero en un fulgor perfecto.—Me voy, ¿eh?—Vete.—¿Encontrarás el punto rojo tú?—Sí, sí, no te preocupes. Dame la impresora y ya está. Las dos personas normales, no saben bien por qué, se miran a los ojos un buen rato. Como si les costara separarse. La primera persona normal dice:—Entonces, ¿es un adiós?—Eso parece.—Igual vuelvo… Igual hago lo que tengo que hacer y vuelvo. Y te ayudo a buscar otro poco. Me da no sé qué dejarte así.—No te preocupes, yo me apaño.—A veces la gente se va, pero luego vuelve. La gente normal, digo.—Ya. A veces sí…
Las dos personas normales contemplan un paisaje lleno de cascotes, lavadoras oxidadas, mondas de naranja, desde la segunda cima más alta del vertedero municipal: una colina semiorgánica de cuyas correteantes amenazas las separa, o eso esperan ellas, un somier viejo. La primera persona normal sujeta … a pulso una impresora.
—Creo que se ha movido algo.
—¿Dónde?
—Ahí. Creo que he visto unos ojos en la oscuridad.
—¿En qué oscuridad, si es por la tarde?
—En la de la caja esa. —La señala.
Efectivamente, una caja sucia de cartón se mueve un poco; y, efectivamente, es por la tarde (aunque, de haber sido invierno, sería ya por la noche; cosas de las estaciones).
—Pues dices tú, pero yo no tengo claro que esto sea el punto blanco, y tengo un poco de prisa.
—¿El punto blanco?
—Pues el punto rojo, entonces.
—¿El punto rojo?
—Pues el punto limpio.
—Eso sí… La cosa es que el mapa del teléfono del chico decía que era aquí.
—Será en una zona de aquí, o de por aquí o algo, pero no aquí aquí. Aquí no pienso dejar esto…
—¿Por qué no?
—Porque aún tiene papel dentro, y de las impresoras salen palabras. Y aquí hay cáscaras de huevo y botellines de plástico, no palabras. Aquí hay juguetes hechos polvo. No reciclan ni el papel.
—¿Las palabras se reciclan?
—Dice el pequeño que sí, o por lo menos las impresoras. Para eso hemos venido, ¿no?
—Yo he venido a acompañarte, pero aquí no se ve nada. Y tengo un poco de prisa, no sé si lo he dicho ya.
—Pues yo tengo que reciclar. —La persona normal mira alrededor, algo dramática—. Para que no se acabe el mundo, para que tengamos planeta. —Se sube encima de una nevera—. No veo los contenedores… Ojalá voláramos, ¿no?
—Ojalá. ¿Ahora, dices?
—O cuando fuera. Aunque ahora nos vendría mejor.
—Si pudiera volar yo, no me ponía a buscar el punto blanco ni aunque me pagaran…
—Limpio.
—Pues limpio. Buscaría la libertad.
—Primero puedes encontrar el punto limpio y luego buscas ya la libertad.
—Es que he quedado.
—Pues otro día. —Escudriña de nuevo el entorno—. Vete, si quieres.
—Me quedo un poco…
Las dos personas normales avanzan sobre bolsas de supermercado, ropa vieja, vasos de yogur, zapatos sueltos, colchones, peluches sucios…
—Ojalá alguien haya tirado un globo aerostático, o algo. Si encuentras uno, nos subimos y buscamos el punto azul.
—Y ¿para qué iba a tirar nadie un globo aerostático?
—Para nada. —Se encoge de hombros—. Porque no le valga… Porque se le haya roto…
—Un globo aerostático se arregla, no se tira.
—Y ¿cómo se arregla?
—Lo coses. Le pones un parche y ya está, aunque sea de otro color.
—Y ¿dónde lo metes luego?
—Un globo no se tira —insiste.
—Al principio igual te hace ilusión; visitas países nuevos, regiones llenas de enanos… Pero luego te cansas y ves que no te cabe en casa.
—Pues lo doblas bien doblado.
—Pero luego está la cesta. Y lo de donde sale el gas…
—La cesta la usas para la ropa sucia y ya está. Y, cuando quieras viajar, lavas la ropa y, pum, ya tienes cesta.
—Me tengo que ir.
—¿Me llevas la impresora un rato?
—Venga. Aguanto un poco más…
Las dos personas normales remontan el túmulo más elevado; usan como escalones los muebles, las tablas astilladas, los libros, las bicicletas sin ruedas, las baterías de camión…
—Qué bonito el sol, ¿no?
—¿A ver?
La segunda persona normal hace visera por la mano. En la distancia, el sol se acerca peligrosamente a una piscina hinchable con un resto de agua de lluvia.
—¿Tú crees que el sol, cuando toca algo, lo derrite?
—No lo toca.
—¿No toca el horizonte?
—¿Cómo va a tocar el horizonte?
—¿Y yo qué sé? Parece.
—Parecerá lo que quieras, pero ¿cómo va a tocarlo? Lo roza, como mucho; si no, se quedaría ahí, atascado. ¿No ves que pasa por detrás?
—¿Por detrás de los neumáticos también?
—¿De qué neumáticos?
—De los de allá. —Hace un gesto con la mano que quiere abarcarlos.
—También.
—Y ¿por qué arden siempre?
—Arderán en las películas, aquí están juntos y ya está. El sol se esconde y aparece luego. Y luego desaparece otra vez.
—Como yo ahora…
—Que te vayas cuando quieras, te estoy diciendo.
—Me espero un poco.
Las dos personas normales contemplan el ocaso más bonito del mundo, que dora los envases de medicinas, los teléfonos viejos, las jeringuillas, y envuelve el vertedero en un fulgor perfecto.
—Me voy, ¿eh?
—Vete.
—¿Encontrarás el punto rojo tú?
—Sí, sí, no te preocupes. Dame la impresora y ya está.
Las dos personas normales, no saben bien por qué, se miran a los ojos un buen rato. Como si les costara separarse. La primera persona normal dice:
—Entonces, ¿es un adiós?
—Eso parece.
—Igual vuelvo… Igual hago lo que tengo que hacer y vuelvo. Y te ayudo a buscar otro poco. Me da no sé qué dejarte así.
—No te preocupes, yo me apaño.
—A veces la gente se va, pero luego vuelve. La gente normal, digo.
—Ya. A veces sí…
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