Ya se sabe que somos juguetes del azar y que, por más que nos pasemos la vida haciendo proyectos, no controlamos nada de lo que nos sucede. No obstante, también ocurre a veces que la realidad juega con nosotros y de pronto se dan coincidencias inexplicables, como si hubiera un plan oculto capaz de ordenar el turbulento e indiferente caos de la existencia. Cuando esas coincidencias son hermosas lo llamamos serendipia, un anglicismo bastante feo que define hallazgos o hechos valiosos que surgen de chiripa, como en una conjunción feliz de casualidades que desembocan en causalidades. Pues bien, acabo de experimentar algo así: dos menudencias mías de hace muchos años que ahora me han sido devueltas, como bumeranes, transmutadas en realidades conmovedoras.
La primera me la cuenta en un e-mail Marta Sandoval, una escritora guatemalteca de la que no me acordaba. Dice que hace años me mandó el primer capítulo de su novela y que yo contesté: “Magnífico, Marta. Buenísimo primer capítulo. Me ha gustado MUCHÍSIMO. Tiene una fuerza colosal y está muy bien contado. Aplausos y más aplausos”. Con mi calamitosa memoria de boquerón todo esto ni me suena, pero desde luego tenía que ser un texto formidable para que yo me pusiera tan hiperbólica. El caso es que Marta añade que ese mensaje, junto a una notita de su hijo, fueron el motor que le permitió seguir escribiendo. Imprimió el e-mail y lo puso en un marquito en su despacho, y así reunió confianza suficiente para mandar un cuento a Alfaguara, que ha sido publicado en una antología de escritoras (Desde el centro de América), así como para acabar la novela, que en estos momentos anda en busca de editor. Y ahora viene lo mejor: me envía la foto del pequeño cuadro, que lleva pegado en una esquina un post-it amarillo con unas temblorosas letras de niño: “Te amo mamá”. Es una historia hermosa (qué regalo, Marta), pero además cuenta con el añadido flipante de que, a los dos días exactos de recibir esta carta, entró en mi bandeja un e-mail de otro desconocido, Alberto Otto, explicándome que hace más de 20 años también leí algo suyo y le contesté diciendo: “Estoy segura de que eres un escritor”. Pegó el e-mail a la pared y se aprendió el texto de memoria, y ese pequeño soplo de palabras le sostuvo, como un mantra mágico, a través de difíciles travesías vitales, hasta que retomó la escritura y redactó una novela, La tos, publicada en octubre por Caballo de Troya y de la que la crítica de EL PAÍS dice que es fascinante. Toma ya serendipia, en fin, casualidad de casualidades, doble coincidencia, obsequios que la vida me hace de repente. Unos regalos muy bellos, sí, aunque también inquietantes.
Somos animales sociales, vivimos en una constante interacción y nuestros actos tienen sin duda consecuencias, aunque a menudo ignoremos por completo lo que provocamos y hasta dónde llegan nuestros pequeños gestos y, sobre todo, lo que decimos. Las palabras encierran mundos, las palabras construyen y destruyen y su eco perdura para siempre, porque los seres humanos somos sobre todo una narración, somos palabras en busca de sentido. Por eso a veces algo que te dice alguien de manera casual, ligera e inconsciente, termina conformando tu destino. Y qué precioso es esto si termina bien, como en los dos casos que acabo de contar. Pero ¿en cuántas ocasiones habremos dicho sin querer y sin ser conscientes de sus repercusiones una frase fatal? Aún peor: ¿cuantísimas veces no habremos dicho nada? Por ejemplo, a mí me mandan muchos textos para leer y la verdad es que me asomo a pocos, a poquísimos: no me da la vida. Tiemblo pensando a cuántas personas habré desalentado con mi silencio, que probablemente no sea solo mío, seguro que también mandan los textos a otros escritores. ¿Y si nadie contesta? Qué importante es tener un espejo en el que mirarse y reconocerse, qué esencial es que te vean y te nombren, a cuántos habré fallado de forma inevitable. Y no solo en la escritura: somos una piña, somos una colmena, y en la inacabable trenza de las relaciones humanas seguro que todos habremos provocado, sin saberlo, mil consecuencias bellas y otras mil horrorosas. Qué vértigo y qué lío. ¡Pero si ni siquiera cuando te propones de forma consciente hacer el bien puedes controlar el resultado! El infierno está empedrado de buenas intenciones. Impresiona pensar que nuestras vidas son bolas de nieve que van dejando atrás, sin siquiera saberlo, un rastro de luz o de destrozos.
Ya se sabe que somos juguetes del azar y que, por más que nos pasemos la vida haciendo proyectos, no controlamos nada de lo que nos sucede. No obstante, también ocurre a veces que la realidad juega con nosotros y de pronto se dan coincidencias inexplicables, como si hubiera un plan oculto capaz de ordenar el turbulento e indiferente caos de la existencia. Cuando esas coincidencias son hermosas lo llamamos serendipia, un anglicismo bastante feo que define hallazgos o hechos valiosos que surgen de chiripa, como en una conjunción feliz de casualidades que desembocan en causalidades. Pues bien, acabo de experimentar algo así: dos menudencias mías de hace muchos años que ahora me han sido devueltas, como bumeranes, transmutadas en realidades conmovedoras.La primera me la cuenta en un e-mail Marta Sandoval, una escritora guatemalteca de la que no me acordaba. Dice que hace años me mandó el primer capítulo de su novela y que yo contesté: “Magnífico, Marta. Buenísimo primer capítulo. Me ha gustado MUCHÍSIMO. Tiene una fuerza colosal y está muy bien contado. Aplausos y más aplausos”. Con mi calamitosa memoria de boquerón todo esto ni me suena, pero desde luego tenía que ser un texto formidable para que yo me pusiera tan hiperbólica. El caso es que Marta añade que ese mensaje, junto a una notita de su hijo, fueron el motor que le permitió seguir escribiendo. Imprimió el e-mail y lo puso en un marquito en su despacho, y así reunió confianza suficiente para mandar un cuento a Alfaguara, que ha sido publicado en una antología de escritoras (Desde el centro de América), así como para acabar la novela, que en estos momentos anda en busca de editor. Y ahora viene lo mejor: me envía la foto del pequeño cuadro, que lleva pegado en una esquina un post-it amarillo con unas temblorosas letras de niño: “Te amo mamá”. Es una historia hermosa (qué regalo, Marta), pero además cuenta con el añadido flipante de que, a los dos días exactos de recibir esta carta, entró en mi bandeja un e-mail de otro desconocido, Alberto Otto, explicándome que hace más de 20 años también leí algo suyo y le contesté diciendo: “Estoy segura de que eres un escritor”. Pegó el e-mail a la pared y se aprendió el texto de memoria, y ese pequeño soplo de palabras le sostuvo, como un mantra mágico, a través de difíciles travesías vitales, hasta que retomó la escritura y redactó una novela, La tos, publicada en octubre por Caballo de Troya y de la que la crítica de EL PAÍS dice que es fascinante. Toma ya serendipia, en fin, casualidad de casualidades, doble coincidencia, obsequios que la vida me hace de repente. Unos regalos muy bellos, sí, aunque también inquietantes.Somos animales sociales, vivimos en una constante interacción y nuestros actos tienen sin duda consecuencias, aunque a menudo ignoremos por completo lo que provocamos y hasta dónde llegan nuestros pequeños gestos y, sobre todo, lo que decimos. Las palabras encierran mundos, las palabras construyen y destruyen y su eco perdura para siempre, porque los seres humanos somos sobre todo una narración, somos palabras en busca de sentido. Por eso a veces algo que te dice alguien de manera casual, ligera e inconsciente, termina conformando tu destino. Y qué precioso es esto si termina bien, como en los dos casos que acabo de contar. Pero ¿en cuántas ocasiones habremos dicho sin querer y sin ser conscientes de sus repercusiones una frase fatal? Aún peor: ¿cuantísimas veces no habremos dicho nada? Por ejemplo, a mí me mandan muchos textos para leer y la verdad es que me asomo a pocos, a poquísimos: no me da la vida. Tiemblo pensando a cuántas personas habré desalentado con mi silencio, que probablemente no sea solo mío, seguro que también mandan los textos a otros escritores. ¿Y si nadie contesta? Qué importante es tener un espejo en el que mirarse y reconocerse, qué esencial es que te vean y te nombren, a cuántos habré fallado de forma inevitable. Y no solo en la escritura: somos una piña, somos una colmena, y en la inacabable trenza de las relaciones humanas seguro que todos habremos provocado, sin saberlo, mil consecuencias bellas y otras mil horrorosas. Qué vértigo y qué lío. ¡Pero si ni siquiera cuando te propones de forma consciente hacer el bien puedes controlar el resultado! El infierno está empedrado de buenas intenciones. Impresiona pensar que nuestras vidas son bolas de nieve que van dejando atrás, sin siquiera saberlo, un rastro de luz o de destrozos. Seguir leyendo
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A veces algo que te dice alguien de manera casual, ligera e inconsciente, termina conformando tu destino


Ya se sabe que somos juguetes del azar y que, por más que nos pasemos la vida haciendo proyectos, no controlamos nada de lo que nos sucede. No obstante, también ocurre a veces que la realidad juega con nosotros y de pronto se dan coincidencias inexplicables, como si hubiera un plan oculto capaz de ordenar el turbulento e indiferente caos de la existencia. Cuando esas coincidencias son hermosas lo llamamos serendipia, un anglicismo bastante feo que define hallazgos o hechos valiosos que surgen de chiripa, como en una conjunción feliz de casualidades que desembocan en causalidades. Pues bien, acabo de experimentar algo así: dos menudencias mías de hace muchos años que ahora me han sido devueltas, como bumeranes, transmutadas en realidades conmovedoras.
La primera me la cuenta en un e-mail Marta Sandoval, una escritora guatemalteca de la que no me acordaba. Dice que hace años me mandó el primer capítulo de su novela y que yo contesté: “Magnífico, Marta. Buenísimo primer capítulo. Me ha gustado MUCHÍSIMO. Tiene una fuerza colosal y está muy bien contado. Aplausos y más aplausos”. Con mi calamitosa memoria de boquerón todo esto ni me suena, pero desde luego tenía que ser un texto formidable para que yo me pusiera tan hiperbólica. El caso es que Marta añade que ese mensaje, junto a una notita de su hijo, fueron el motor que le permitió seguir escribiendo. Imprimió el e-mail y lo puso en un marquito en su despacho, y así reunió confianza suficiente para mandar un cuento a Alfaguara, que ha sido publicado en una antología de escritoras (Desde el centro de América), así como para acabar la novela, que en estos momentos anda en busca de editor. Y ahora viene lo mejor: me envía la foto del pequeño cuadro, que lleva pegado en una esquina un post-it amarillo con unas temblorosas letras de niño: “Te amo mamá”. Es una historia hermosa (qué regalo, Marta), pero además cuenta con el añadido flipante de que, a los dos días exactos de recibir esta carta, entró en mi bandeja un e-mail de otro desconocido, Alberto Otto, explicándome que hace más de 20 años también leí algo suyo y le contesté diciendo: “Estoy segura de que eres un escritor”. Pegó el e-mail a la pared y se aprendió el texto de memoria, y ese pequeño soplo de palabras le sostuvo, como un mantra mágico, a través de difíciles travesías vitales, hasta que retomó la escritura y redactó una novela, La tos, publicada en octubre por Caballo de Troya y de la que la crítica de EL PAÍS dice que es fascinante. Toma ya serendipia, en fin, casualidad de casualidades, doble coincidencia, obsequios que la vida me hace de repente. Unos regalos muy bellos, sí, aunque también inquietantes.
Somos animales sociales, vivimos en una constante interacción y nuestros actos tienen sin duda consecuencias, aunque a menudo ignoremos por completo lo que provocamos y hasta dónde llegan nuestros pequeños gestos y, sobre todo, lo que decimos. Las palabras encierran mundos, las palabras construyen y destruyen y su eco perdura para siempre, porque los seres humanos somos sobre todo una narración, somos palabras en busca de sentido. Por eso a veces algo que te dice alguien de manera casual, ligera e inconsciente, termina conformando tu destino. Y qué precioso es esto si termina bien, como en los dos casos que acabo de contar. Pero ¿en cuántas ocasiones habremos dicho sin querer y sin ser conscientes de sus repercusiones una frase fatal? Aún peor: ¿cuantísimas veces no habremos dicho nada? Por ejemplo, a mí me mandan muchos textos para leer y la verdad es que me asomo a pocos, a poquísimos: no me da la vida. Tiemblo pensando a cuántas personas habré desalentado con mi silencio, que probablemente no sea solo mío, seguro que también mandan los textos a otros escritores. ¿Y si nadie contesta? Qué importante es tener un espejo en el que mirarse y reconocerse, qué esencial es que te vean y te nombren, a cuántos habré fallado de forma inevitable. Y no solo en la escritura: somos una piña, somos una colmena, y en la inacabable trenza de las relaciones humanas seguro que todos habremos provocado, sin saberlo, mil consecuencias bellas y otras mil horrorosas. Qué vértigo y qué lío. ¡Pero si ni siquiera cuando te propones de forma consciente hacer el bien puedes controlar el resultado! El infierno está empedrado de buenas intenciones. Impresiona pensar que nuestras vidas son bolas de nieve que van dejando atrás, sin siquiera saberlo, un rastro de luz o de destrozos.
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Sobre la firma

Nacida en Madrid. Novelista, ensayista y periodista. Premio Nacional de Periodismo y Premio Nacional de las Letras en España. Oficial de las Artes y las Letras de Francia. Animalista, antisexista y ecologista. Su obra está traducida a cerca de treinta idiomas.
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