Comenzaba temprano mi día en Estambul, antes de que los autobuses de turistas empezaran a vomitar multitudes frente a Santa Sofía . Iba sola, como acostumbro a viajar. Entré sin prisas, cubierta la cabeza con un pañuelo , obedeciendo las reglas del templo, aunque yo no buscaba la mezquita, sino la imponente obra de ingeniería romana: el esplendoroso templo que Bizancio dedicó a la sabiduría. Noticias relacionadas estandar Si ESPECIAL VERANO: POSTALES DE AUTOR Surfeando con Pessoa en Ericeira César Antonio Molina estandar Si ESPECIAL VERANO: POSTALES DE AUTOR Viaje al fin del mundo Jordi CanalCreo recordar que era una mañana de noviembre aún húmeda de otoño cuando Agatha Christie , envuelta en su abrigo de viaje ,con sus inevitables guantes de cuero negro, cruzó el umbral de esta misma basílica de Santa Sofía. Venía del Pera Palace Hotel, donde el rumor de las historias flotaba entre las copas de coñac, y llevaba consigo una libreta cerrada con broche. Quizás la libreta más famosa de la Historia de la Literatura , con más intriga entre sus hojas pautadas del que ningún manuscrito podría revelar. Aquí, en el mismo lugar donde ella estuvo, yo también podía percibir esa intriga. Y me pareció normal: en lugares así, conspiran los siglos.Aquellos eran los días de Atatürk. Santa Sofía —como la misma Estambul— jugaba con identidades veladas. Basílica, mezquita, museo: capas de Historia superpuestas como los pliegues de una novela sin final. Décadas después de aquello, el fantasma de Agatha Christie se habría estremecido como me estremecí yo misma al viajar a este lugar aquel verano de 2020 cuando me topé con las oraciones coreadas por miles de musulmanes haciendo retumbar los muros. Reclamaban no el espacio, sino el símbolo. Identidades veladasErdogan, hijo del islam político, cumplía su promesa como quien desentierra un legado y ‘Ayasofya’, ‘Santa Sofia’, dejaba de ser basílica y museo para volver a ser mezquita , mientras los ojos de los mosaicos eran ocultados tras los espesos velos de tela opaca, como si la luz misma hubiera sido amordazada.Ya no lo recordamos pero, fuera, la pandemia contaba sus víctimas. Dentro, los fieles se arrodillaban sobre las piedras (recién cubiertas con metros de moqueta) que Agatha había amado en su quietud. El laicismo kemalista —ese experimento incierto y frágil que, por cierto, se forjó en el Pera Palace Hotel—era sepultado bajo una oración amplificada por los altavoces. Santa Sofía, en otro momento ofrecida a la humanidad, se replegaba hacia una identidad única, como si ya no pudiera cargar con tantas máscaras. Agatha Christie jamás habría podido prever este epílogo; un crimen que no está en la conversión misma, sino en la instrumentalización de lo sagrado para fines que nada tienen de divinos.La estela de Agatha Crhistie en los rincones del hotelMe alejé de allí todavía con aquel año de 2020 en la memoria. Instalada de nuevo en el 2025 y esquivando el bullicio de grupos madrugadores de turistas, crucé a la Mezquita Azul. No quise esta vez entrar al templo. Demasiadas religiones para una única mañana y un solo Dios verdadero. Me quité el pañuelo de la cabeza y bajé caminando por el Hipódromo respirando despacio las piedras e imaginando, esta vez sin paños, moquetas, mascarillas ni dificultad, las carreras de cuadrigas y los gritos de felicidad del pueblo. El obelisco egipcio seguía allí, en mitad de la arena, como un reloj de sol señalando el mediodía.Almorcé en un local escondido y popular. El viejo truco del viajero: siéntate donde veas obreros comiendo. Pide un kebab de cordero o un ‘köfte’ con ‘ayran’ bien frío. Y después, piérdete por el laberinto de arcos del bazar. No compres enseguida. Regatea. Habla . Deja que el comerciante te cuente una historia en su lenguaje de mercader hecho de mil lenguas. Ignoro si mi admirada Agatha lo hizo así en sus días turcos. Quiero imaginar que sí, porque un escritor se alimenta de historias y las historias están en estos lugares; en las conversaciones ajenas, la manera de vestir de las mujeres que pasean y compran con sus niños a esas horas; en los hombres que charlan sentados en los cafetines del bazar y los mercaderes que sonríen, profesionales, a los viajeros incautos. Esa es sin duda la compra más valiosa que uno puede llevarse del Gran Bazar de Estambul.Esa es sin duda la compra más valiosa que uno puede llevarse del Gran Bazar de EstambulEra aún de día cuando crucé el Puente de Gálata. Uno tiene que detenerse en este lugar para mirar la vida que trascurre hormigueante arriba y abajo de su enorme arco. Contemplar a los numerosos pescadores que abarrotan las orillas; observar cómo fuman, cómo callan o alborotan si se ha dado bien la tarde. Luego hay que bajar al nivel inferior, sentarse en una mesa junto al agua, pedir un té o un ‘raki’, y descubrir la ciudad a punto de arder bajo el Cuerno de Oro.Más tarde, cuando el sol caiga por fin como una manzana dorada sobre el Bósforo, no es mala idea, si uno está solo como esta viajera, cenar en el bullicioso barrio de Karaköy o de Cihangir. Preferentemente en un lugar pequeño, con terraza al fresco azul de la noche y gatos bajo la mesa. Donde hay gatos en Estambul, hay almas. Y si por cosas del azar tienen la suerte de compartir mesa esa noche, entonces lo aconsejable es no moverse de allí y cenar en uno de los numerosos restaurantes bajo el puente. A ser posible, con un acompañante impecable, de elegancia sobria, cuya mirada haga juego con tu vestido largo, ceñido al cuerpo con esa naturalidad que hace que parezca que respira contigo abrazando cada movimiento; como si el aire mismo te envolviera. Merece la pena cenar así, en silencio, mirándose a los ojos , dejando que el rumor del Bósforo llegue como un susurro desde abajo, salpicado por el tintineo leve de copas, voces lejanas y el roce de las líneas de pesca que cuelgan como hilos de seda desde el puente, mientras decenas de anzuelos flotan sobre la superficie oscura y los peces luchan contra su destino bajo la luz de una luna enorme, describiendo una danza final con destellos de plata antes de morir en el agua sucia de los cubos de plástico de los pescadores.Oriente y OccidenteDicen que hay que cruzar en ferry a Üsküdar o Kadıköy ; que el trayecto en sí ya vale la pena. Y así lo hice una vez. Pero en este viaje no necesitaba volver. Me bastaba con recordar que allí el Bósforo huele a sal y a petróleo viejo, y que desde el ferry puedes ver Estambul desplegándose como un mapa de aventuras. En el lado asiático, la ciudad cambia de piel. Hay menos turistas y más realidad, casi toda concentrada en el mercado de Kadıköy donde hay que comprar aceitunas negras de Gemlik (muy apreciadas, carnosas, curadas en salmuera) o verdes de Akhisar (a menudo rellenas o marinadas); también un poco de beyaz peynir, que es el característico queso blanco de leche de oveja o vaca, o el queso kaşar, más firme, similar al cheddar joven. Eso ya a gusto del consumidor. Y por supuesto, no olvidar los deliciosos pistachos de Antep (‘Antep fıstığı’), que son los causantes del intenso sabor del baklava turco, ese que sabe a las ‘Mil y una noches’; único dulce por el que esta viajera estaría dispuesta a matar. O a morir.Es casi una imposición el comer esos manjares sin prisa. Otro tema es dónde quieran hacerlo; aquí pueden elegir, pues tienen «Asia a un lado, al otro Europa, y allá en su frente, Estambul». Eso último fue lo que yo hice esta vez, pues el plan era saborearlos como mandan los cánones del viaje: sentada en el hermoso banco de madera ondulada del hall de Sirkeci, la legendaria estación del Orient Express, ese hilo de acero que unía Londres con Constantinopla, pasando por la imaginación de una dama inglesa con nervio de cirujano.Después tocaba caminar despacio de regreso al hotel con breve parada técnica a los pies de la Torre Gálata , desde cuya cúspide los turistas, haciendo interminables colas, contemplaban el atardecer sobre el Cuerno de Oro. No sé si alguno de ellos entre tanta espera y tanto selfi, tuvo tiempo de pensar en los barcos, en los poetas, en los espías. Sigo mi camino por en medio de la trampa hermosa de los recuerdos del caos de tranvías, de ‘máscaras de Dimitrio’ y del rumor melancólico del muecín, rumbo a un lugar donde el tiempo no avanza, solo da vueltas: el Pera Palace Hotel.Empujo la puerta giratoria convencida de que el Pera Palace no es un hotel, sino un teatro de sombras. Las alfombras atenúan ecos y las lámparas parpadean como si recordaran secretos. Allí uno no se aloja, se instala en el pasado. Y quien tiene la fortuna de viajar con libros debe alojarse, al menos una vez en la vida, en la habitación 411. Llevo esperando semanas la confirmación de la reserva de esta habitación. Y claro. Cuando por fin ocurre, no puedo evitar entrar en aquel cuarto como en una iglesia. La luz, tamizada por las cortinas, cae sobre la máquina de escribir que sigue allí, como si la autora de ‘Asesinato en el Orient Express’ hubiese salido solo un momento a buscar té . El silencio huele a tinta, papel y a crimen, de ese que no se resuelve con sangre gratuita, sino con inteligencia y una ceja levantada. Porque eso fue siempre la grandeza de Christie: matar con elegancia . En ese cuarto, con la ventana abierta al bullicio de Beyoğlu, escribió una historia en la que el tren más glamuroso del mundo se detenía por la nieve y el crimen. Y ahora yo, sentada en la butaca donde ella fumaba, no puedo evitar pensar en los personajes que pasaron por esa puerta . Belgas meticulosos, damas envenenadas, condesas, ladrones, policías disfrazados. El crimen literario en el Pera Palace no es una ficción, es un huésped más.Llevo esperando semanas la confirmación de la reserva de la habitación 411. No puedo evitar entrar en aquel cuarto como en una iglesiaPor las fotos de la web del hotel, sabía cómo era la máquina de escribir: modelo, año, marca. Busqué en Amazon y di con lo que necesitaba. Bendita globalización cuando se pone a tu servicio. Saqué la cinta de tinta negra y la encajé en la máquina de escribir que, evidentemente, no sería la de Agatha Christie, pero realmente eso era lo de menos. Comprobé que las teclas, al ser pulsadas varias veces sobre el papel iban perdiendo su rigidez, volviéndose al poco casi tan ágiles como entonces. El tac, tac, tac de la vieja Underwood me sonaba a gloria. El fetichismo es una especie de certificado universal de placer garantizado. Y además sabía lo que quería escribir. Acomodé un grueso, elegante papel de cartas timbrado del escritorio de mi habitación en la máquina y comencé a teclear:«El atardecer caía como un susurro de ámbar sobre Estambul. Desde el balcón de la habitación 411 del Pera Palace, Agatha Christie contemplaba el Cuerno de Oro rendirse ante la caricia final del sol. La ciudad, con su mosaico de minaretes, cúpulas y callejuelas eternas, respiraba una calma antigua, como si el tiempo se hubiese detenido solo para ella. Había algo en el aire —tal vez la mezcla de especias que ascendía desde los bazares— que le daba al momento una densidad secreta. No era Londres. No era Torquay. Era otro mundo. Uno que no pedía explicaciones , que aceptaba el misterio como parte del tejido mismo de su ser. Dentro, la habitación esperaba en penumbra. El mobiliario elegante, las pesadas cortinas, el baúl de viaje, el perfume tenue de cera, mirra y cuero».«En el escritorio, una libreta abierta y una pluma detenida a medio trazo, como si la historia ya se estuviera escribiendo sola. Un tren. Una tormenta. Doce pasajeros, todos culpables. ¿O tal vez no? Agatha se apoyó en la baranda de hierro forjado, dejó que la brisa jugara con su cabello, y cerró los ojos. Por un instante, se desvaneció la escritora, y quedó solo la mujer. Esa que había amado, que había huido, que había regresado. La mujer que sabía lo que significaba desaparecer. Nadie supo nunca exactamente q ué ocurrió durante aquellos once días en los que el mundo la buscó sin éxito . Tal vez fue en esta misma habitación donde cruzó el umbral entre su vida y sus ficciones. Tal vez fue aquí donde encontró, al fin, el silencio necesario para escuchar su propia voz. Sobre la mesita de noche descansaba una llave. Pequeña, antigua, sin cerradura a la vista.Y así como vino, el día se fue. La luz abandonó el cielo con la elegancia de una solución inesperada. Agatha Christie se volvió hacia la oscuridad de la habitación, y con paso lento, cruzó el umbral. El misterio, al fin y al cabo, no era sólo lo que escribía. Era lo que era». Comenzaba temprano mi día en Estambul, antes de que los autobuses de turistas empezaran a vomitar multitudes frente a Santa Sofía . Iba sola, como acostumbro a viajar. Entré sin prisas, cubierta la cabeza con un pañuelo , obedeciendo las reglas del templo, aunque yo no buscaba la mezquita, sino la imponente obra de ingeniería romana: el esplendoroso templo que Bizancio dedicó a la sabiduría. Noticias relacionadas estandar Si ESPECIAL VERANO: POSTALES DE AUTOR Surfeando con Pessoa en Ericeira César Antonio Molina estandar Si ESPECIAL VERANO: POSTALES DE AUTOR Viaje al fin del mundo Jordi CanalCreo recordar que era una mañana de noviembre aún húmeda de otoño cuando Agatha Christie , envuelta en su abrigo de viaje ,con sus inevitables guantes de cuero negro, cruzó el umbral de esta misma basílica de Santa Sofía. Venía del Pera Palace Hotel, donde el rumor de las historias flotaba entre las copas de coñac, y llevaba consigo una libreta cerrada con broche. Quizás la libreta más famosa de la Historia de la Literatura , con más intriga entre sus hojas pautadas del que ningún manuscrito podría revelar. Aquí, en el mismo lugar donde ella estuvo, yo también podía percibir esa intriga. Y me pareció normal: en lugares así, conspiran los siglos.Aquellos eran los días de Atatürk. Santa Sofía —como la misma Estambul— jugaba con identidades veladas. Basílica, mezquita, museo: capas de Historia superpuestas como los pliegues de una novela sin final. Décadas después de aquello, el fantasma de Agatha Christie se habría estremecido como me estremecí yo misma al viajar a este lugar aquel verano de 2020 cuando me topé con las oraciones coreadas por miles de musulmanes haciendo retumbar los muros. Reclamaban no el espacio, sino el símbolo. Identidades veladasErdogan, hijo del islam político, cumplía su promesa como quien desentierra un legado y ‘Ayasofya’, ‘Santa Sofia’, dejaba de ser basílica y museo para volver a ser mezquita , mientras los ojos de los mosaicos eran ocultados tras los espesos velos de tela opaca, como si la luz misma hubiera sido amordazada.Ya no lo recordamos pero, fuera, la pandemia contaba sus víctimas. Dentro, los fieles se arrodillaban sobre las piedras (recién cubiertas con metros de moqueta) que Agatha había amado en su quietud. El laicismo kemalista —ese experimento incierto y frágil que, por cierto, se forjó en el Pera Palace Hotel—era sepultado bajo una oración amplificada por los altavoces. Santa Sofía, en otro momento ofrecida a la humanidad, se replegaba hacia una identidad única, como si ya no pudiera cargar con tantas máscaras. Agatha Christie jamás habría podido prever este epílogo; un crimen que no está en la conversión misma, sino en la instrumentalización de lo sagrado para fines que nada tienen de divinos.La estela de Agatha Crhistie en los rincones del hotelMe alejé de allí todavía con aquel año de 2020 en la memoria. Instalada de nuevo en el 2025 y esquivando el bullicio de grupos madrugadores de turistas, crucé a la Mezquita Azul. No quise esta vez entrar al templo. Demasiadas religiones para una única mañana y un solo Dios verdadero. Me quité el pañuelo de la cabeza y bajé caminando por el Hipódromo respirando despacio las piedras e imaginando, esta vez sin paños, moquetas, mascarillas ni dificultad, las carreras de cuadrigas y los gritos de felicidad del pueblo. El obelisco egipcio seguía allí, en mitad de la arena, como un reloj de sol señalando el mediodía.Almorcé en un local escondido y popular. El viejo truco del viajero: siéntate donde veas obreros comiendo. Pide un kebab de cordero o un ‘köfte’ con ‘ayran’ bien frío. Y después, piérdete por el laberinto de arcos del bazar. No compres enseguida. Regatea. Habla . Deja que el comerciante te cuente una historia en su lenguaje de mercader hecho de mil lenguas. Ignoro si mi admirada Agatha lo hizo así en sus días turcos. Quiero imaginar que sí, porque un escritor se alimenta de historias y las historias están en estos lugares; en las conversaciones ajenas, la manera de vestir de las mujeres que pasean y compran con sus niños a esas horas; en los hombres que charlan sentados en los cafetines del bazar y los mercaderes que sonríen, profesionales, a los viajeros incautos. Esa es sin duda la compra más valiosa que uno puede llevarse del Gran Bazar de Estambul.Esa es sin duda la compra más valiosa que uno puede llevarse del Gran Bazar de EstambulEra aún de día cuando crucé el Puente de Gálata. Uno tiene que detenerse en este lugar para mirar la vida que trascurre hormigueante arriba y abajo de su enorme arco. Contemplar a los numerosos pescadores que abarrotan las orillas; observar cómo fuman, cómo callan o alborotan si se ha dado bien la tarde. Luego hay que bajar al nivel inferior, sentarse en una mesa junto al agua, pedir un té o un ‘raki’, y descubrir la ciudad a punto de arder bajo el Cuerno de Oro.Más tarde, cuando el sol caiga por fin como una manzana dorada sobre el Bósforo, no es mala idea, si uno está solo como esta viajera, cenar en el bullicioso barrio de Karaköy o de Cihangir. Preferentemente en un lugar pequeño, con terraza al fresco azul de la noche y gatos bajo la mesa. Donde hay gatos en Estambul, hay almas. Y si por cosas del azar tienen la suerte de compartir mesa esa noche, entonces lo aconsejable es no moverse de allí y cenar en uno de los numerosos restaurantes bajo el puente. A ser posible, con un acompañante impecable, de elegancia sobria, cuya mirada haga juego con tu vestido largo, ceñido al cuerpo con esa naturalidad que hace que parezca que respira contigo abrazando cada movimiento; como si el aire mismo te envolviera. Merece la pena cenar así, en silencio, mirándose a los ojos , dejando que el rumor del Bósforo llegue como un susurro desde abajo, salpicado por el tintineo leve de copas, voces lejanas y el roce de las líneas de pesca que cuelgan como hilos de seda desde el puente, mientras decenas de anzuelos flotan sobre la superficie oscura y los peces luchan contra su destino bajo la luz de una luna enorme, describiendo una danza final con destellos de plata antes de morir en el agua sucia de los cubos de plástico de los pescadores.Oriente y OccidenteDicen que hay que cruzar en ferry a Üsküdar o Kadıköy ; que el trayecto en sí ya vale la pena. Y así lo hice una vez. Pero en este viaje no necesitaba volver. Me bastaba con recordar que allí el Bósforo huele a sal y a petróleo viejo, y que desde el ferry puedes ver Estambul desplegándose como un mapa de aventuras. En el lado asiático, la ciudad cambia de piel. Hay menos turistas y más realidad, casi toda concentrada en el mercado de Kadıköy donde hay que comprar aceitunas negras de Gemlik (muy apreciadas, carnosas, curadas en salmuera) o verdes de Akhisar (a menudo rellenas o marinadas); también un poco de beyaz peynir, que es el característico queso blanco de leche de oveja o vaca, o el queso kaşar, más firme, similar al cheddar joven. Eso ya a gusto del consumidor. Y por supuesto, no olvidar los deliciosos pistachos de Antep (‘Antep fıstığı’), que son los causantes del intenso sabor del baklava turco, ese que sabe a las ‘Mil y una noches’; único dulce por el que esta viajera estaría dispuesta a matar. O a morir.Es casi una imposición el comer esos manjares sin prisa. Otro tema es dónde quieran hacerlo; aquí pueden elegir, pues tienen «Asia a un lado, al otro Europa, y allá en su frente, Estambul». Eso último fue lo que yo hice esta vez, pues el plan era saborearlos como mandan los cánones del viaje: sentada en el hermoso banco de madera ondulada del hall de Sirkeci, la legendaria estación del Orient Express, ese hilo de acero que unía Londres con Constantinopla, pasando por la imaginación de una dama inglesa con nervio de cirujano.Después tocaba caminar despacio de regreso al hotel con breve parada técnica a los pies de la Torre Gálata , desde cuya cúspide los turistas, haciendo interminables colas, contemplaban el atardecer sobre el Cuerno de Oro. No sé si alguno de ellos entre tanta espera y tanto selfi, tuvo tiempo de pensar en los barcos, en los poetas, en los espías. Sigo mi camino por en medio de la trampa hermosa de los recuerdos del caos de tranvías, de ‘máscaras de Dimitrio’ y del rumor melancólico del muecín, rumbo a un lugar donde el tiempo no avanza, solo da vueltas: el Pera Palace Hotel.Empujo la puerta giratoria convencida de que el Pera Palace no es un hotel, sino un teatro de sombras. Las alfombras atenúan ecos y las lámparas parpadean como si recordaran secretos. Allí uno no se aloja, se instala en el pasado. Y quien tiene la fortuna de viajar con libros debe alojarse, al menos una vez en la vida, en la habitación 411. Llevo esperando semanas la confirmación de la reserva de esta habitación. Y claro. Cuando por fin ocurre, no puedo evitar entrar en aquel cuarto como en una iglesia. La luz, tamizada por las cortinas, cae sobre la máquina de escribir que sigue allí, como si la autora de ‘Asesinato en el Orient Express’ hubiese salido solo un momento a buscar té . El silencio huele a tinta, papel y a crimen, de ese que no se resuelve con sangre gratuita, sino con inteligencia y una ceja levantada. Porque eso fue siempre la grandeza de Christie: matar con elegancia . En ese cuarto, con la ventana abierta al bullicio de Beyoğlu, escribió una historia en la que el tren más glamuroso del mundo se detenía por la nieve y el crimen. Y ahora yo, sentada en la butaca donde ella fumaba, no puedo evitar pensar en los personajes que pasaron por esa puerta . Belgas meticulosos, damas envenenadas, condesas, ladrones, policías disfrazados. El crimen literario en el Pera Palace no es una ficción, es un huésped más.Llevo esperando semanas la confirmación de la reserva de la habitación 411. No puedo evitar entrar en aquel cuarto como en una iglesiaPor las fotos de la web del hotel, sabía cómo era la máquina de escribir: modelo, año, marca. Busqué en Amazon y di con lo que necesitaba. Bendita globalización cuando se pone a tu servicio. Saqué la cinta de tinta negra y la encajé en la máquina de escribir que, evidentemente, no sería la de Agatha Christie, pero realmente eso era lo de menos. Comprobé que las teclas, al ser pulsadas varias veces sobre el papel iban perdiendo su rigidez, volviéndose al poco casi tan ágiles como entonces. El tac, tac, tac de la vieja Underwood me sonaba a gloria. El fetichismo es una especie de certificado universal de placer garantizado. Y además sabía lo que quería escribir. Acomodé un grueso, elegante papel de cartas timbrado del escritorio de mi habitación en la máquina y comencé a teclear:«El atardecer caía como un susurro de ámbar sobre Estambul. Desde el balcón de la habitación 411 del Pera Palace, Agatha Christie contemplaba el Cuerno de Oro rendirse ante la caricia final del sol. La ciudad, con su mosaico de minaretes, cúpulas y callejuelas eternas, respiraba una calma antigua, como si el tiempo se hubiese detenido solo para ella. Había algo en el aire —tal vez la mezcla de especias que ascendía desde los bazares— que le daba al momento una densidad secreta. No era Londres. No era Torquay. Era otro mundo. Uno que no pedía explicaciones , que aceptaba el misterio como parte del tejido mismo de su ser. Dentro, la habitación esperaba en penumbra. El mobiliario elegante, las pesadas cortinas, el baúl de viaje, el perfume tenue de cera, mirra y cuero».«En el escritorio, una libreta abierta y una pluma detenida a medio trazo, como si la historia ya se estuviera escribiendo sola. Un tren. Una tormenta. Doce pasajeros, todos culpables. ¿O tal vez no? Agatha se apoyó en la baranda de hierro forjado, dejó que la brisa jugara con su cabello, y cerró los ojos. Por un instante, se desvaneció la escritora, y quedó solo la mujer. Esa que había amado, que había huido, que había regresado. La mujer que sabía lo que significaba desaparecer. Nadie supo nunca exactamente q ué ocurrió durante aquellos once días en los que el mundo la buscó sin éxito . Tal vez fue en esta misma habitación donde cruzó el umbral entre su vida y sus ficciones. Tal vez fue aquí donde encontró, al fin, el silencio necesario para escuchar su propia voz. Sobre la mesita de noche descansaba una llave. Pequeña, antigua, sin cerradura a la vista.Y así como vino, el día se fue. La luz abandonó el cielo con la elegancia de una solución inesperada. Agatha Christie se volvió hacia la oscuridad de la habitación, y con paso lento, cruzó el umbral. El misterio, al fin y al cabo, no era sólo lo que escribía. Era lo que era».
Comenzaba temprano mi día en Estambul, antes de que los autobuses de turistas empezaran a vomitar multitudes frente a Santa Sofía. Iba sola, como acostumbro a viajar. Entré sin prisas, cubierta la cabeza con un pañuelo, obedeciendo las reglas del templo, aunque … yo no buscaba la mezquita, sino la imponente obra de ingeniería romana: el esplendoroso templo que Bizancio dedicó a la sabiduría.
Creo recordar que era una mañana de noviembre aún húmeda de otoño cuando Agatha Christie, envuelta en su abrigo de viaje ,con sus inevitables guantes de cuero negro, cruzó el umbral de esta misma basílica de Santa Sofía. Venía del Pera Palace Hotel, donde el rumor de las historias flotaba entre las copas de coñac, y llevaba consigo una libreta cerrada con broche. Quizás la libreta más famosa de la Historia de la Literatura, con más intriga entre sus hojas pautadas del que ningún manuscrito podría revelar. Aquí, en el mismo lugar donde ella estuvo, yo también podía percibir esa intriga. Y me pareció normal: en lugares así, conspiran los siglos.
Aquellos eran los días de Atatürk. Santa Sofía —como la misma Estambul— jugaba con identidades veladas. Basílica, mezquita, museo: capas de Historia superpuestas como los pliegues de una novela sin final. Décadas después de aquello, el fantasma de Agatha Christie se habría estremecido como me estremecí yo misma al viajar a este lugar aquel verano de 2020 cuando me topé con las oraciones coreadas por miles de musulmanes haciendo retumbar los muros. Reclamaban no el espacio, sino el símbolo.
Identidades veladas
Erdogan, hijo del islam político, cumplía su promesa como quien desentierra un legado y ‘Ayasofya’, ‘Santa Sofia’, dejaba de ser basílica y museo para volver a ser mezquita, mientras los ojos de los mosaicos eran ocultados tras los espesos velos de tela opaca, como si la luz misma hubiera sido amordazada.
Ya no lo recordamos pero, fuera, la pandemia contaba sus víctimas. Dentro, los fieles se arrodillaban sobre las piedras (recién cubiertas con metros de moqueta) que Agatha había amado en su quietud. El laicismo kemalista —ese experimento incierto y frágil que, por cierto, se forjó en el Pera Palace Hotel—era sepultado bajo una oración amplificada por los altavoces. Santa Sofía, en otro momento ofrecida a la humanidad, se replegaba hacia una identidad única, como si ya no pudiera cargar con tantas máscaras. Agatha Christie jamás habría podido prever este epílogo; un crimen que no está en la conversión misma, sino en la instrumentalización de lo sagrado para fines que nada tienen de divinos.
Me alejé de allí todavía con aquel año de 2020 en la memoria. Instalada de nuevo en el 2025 y esquivando el bullicio de grupos madrugadores de turistas, crucé a la Mezquita Azul. No quise esta vez entrar al templo. Demasiadas religiones para una única mañana y un solo Dios verdadero. Me quité el pañuelo de la cabeza y bajé caminando por el Hipódromo respirando despacio las piedras e imaginando, esta vez sin paños, moquetas, mascarillas ni dificultad, las carreras de cuadrigas y los gritos de felicidad del pueblo. El obelisco egipcio seguía allí, en mitad de la arena, como un reloj de sol señalando el mediodía.
Almorcé en un local escondido y popular. El viejo truco del viajero: siéntate donde veas obreros comiendo. Pide un kebab de cordero o un ‘köfte’ con ‘ayran’ bien frío. Y después, piérdete por el laberinto de arcos del bazar. No compres enseguida. Regatea. Habla. Deja que el comerciante te cuente una historia en su lenguaje de mercader hecho de mil lenguas. Ignoro si mi admirada Agatha lo hizo así en sus días turcos. Quiero imaginar que sí, porque un escritor se alimenta de historias y las historias están en estos lugares; en las conversaciones ajenas, la manera de vestir de las mujeres que pasean y compran con sus niños a esas horas; en los hombres que charlan sentados en los cafetines del bazar y los mercaderes que sonríen, profesionales, a los viajeros incautos. Esa es sin duda la compra más valiosa que uno puede llevarse del Gran Bazar de Estambul.
Esa es sin duda la compra más valiosa que uno puede llevarse del Gran Bazar de Estambul
Era aún de día cuando crucé el Puente de Gálata. Uno tiene que detenerse en este lugar para mirar la vida que trascurre hormigueante arriba y abajo de su enorme arco. Contemplar a los numerosos pescadores que abarrotan las orillas; observar cómo fuman, cómo callan o alborotan si se ha dado bien la tarde. Luego hay que bajar al nivel inferior, sentarse en una mesa junto al agua, pedir un té o un ‘raki’, y descubrir la ciudad a punto de arder bajo el Cuerno de Oro.
Más tarde, cuando el sol caiga por fin como una manzana dorada sobre el Bósforo, no es mala idea, si uno está solo como esta viajera, cenar en el bullicioso barrio de Karaköy o de Cihangir. Preferentemente en un lugar pequeño, con terraza al fresco azul de la noche y gatos bajo la mesa. Donde hay gatos en Estambul, hay almas.
Y si por cosas del azar tienen la suerte de compartir mesa esa noche, entonces lo aconsejable es no moverse de allí y cenar en uno de los numerosos restaurantes bajo el puente. A ser posible, con un acompañante impecable, de elegancia sobria, cuya mirada haga juego con tu vestido largo, ceñido al cuerpo con esa naturalidad que hace que parezca que respira contigo abrazando cada movimiento; como si el aire mismo te envolviera.
Merece la pena cenar así, en silencio, mirándose a los ojos, dejando que el rumor del Bósforo llegue como un susurro desde abajo, salpicado por el tintineo leve de copas, voces lejanas y el roce de las líneas de pesca que cuelgan como hilos de seda desde el puente, mientras decenas de anzuelos flotan sobre la superficie oscura y los peces luchan contra su destino bajo la luz de una luna enorme, describiendo una danza final con destellos de plata antes de morir en el agua sucia de los cubos de plástico de los pescadores.
Oriente y Occidente
Dicen que hay que cruzar en ferry a Üsküdar o Kadıköy; que el trayecto en sí ya vale la pena. Y así lo hice una vez. Pero en este viaje no necesitaba volver. Me bastaba con recordar que allí el Bósforo huele a sal y a petróleo viejo, y que desde el ferry puedes ver Estambul desplegándose como un mapa de aventuras. En el lado asiático, la ciudad cambia de piel. Hay menos turistas y más realidad, casi toda concentrada en el mercado de Kadıköy donde hay que comprar aceitunas negras de Gemlik (muy apreciadas, carnosas, curadas en salmuera) o verdes de Akhisar (a menudo rellenas o marinadas); también un poco de beyaz peynir, que es el característico queso blanco de leche de oveja o vaca, o el queso kaşar, más firme, similar al cheddar joven. Eso ya a gusto del consumidor.
Y por supuesto, no olvidar los deliciosos pistachos de Antep (‘Antep fıstığı’), que son los causantes del intenso sabor del baklava turco, ese que sabe a las ‘Mil y una noches’; único dulce por el que esta viajera estaría dispuesta a matar. O a morir.
Es casi una imposición el comer esos manjares sin prisa. Otro tema es dónde quieran hacerlo; aquí pueden elegir, pues tienen «Asia a un lado, al otro Europa, y allá en su frente, Estambul». Eso último fue lo que yo hice esta vez, pues el plan era saborearlos como mandan los cánones del viaje: sentada en el hermoso banco de madera ondulada del hall de Sirkeci, la legendaria estación del Orient Express, ese hilo de acero que unía Londres con Constantinopla, pasando por la imaginación de una dama inglesa con nervio de cirujano.
Después tocaba caminar despacio de regreso al hotel con breve parada técnica a los pies de la Torre Gálata, desde cuya cúspide los turistas, haciendo interminables colas, contemplaban el atardecer sobre el Cuerno de Oro. No sé si alguno de ellos entre tanta espera y tanto selfi, tuvo tiempo de pensar en los barcos, en los poetas, en los espías.
Sigo mi camino por en medio de la trampa hermosa de los recuerdos del caos de tranvías, de ‘máscaras de Dimitrio’ y del rumor melancólico del muecín, rumbo a un lugar donde el tiempo no avanza, solo da vueltas: el Pera Palace Hotel.
Empujo la puerta giratoria convencida de que el Pera Palace no es un hotel, sino un teatro de sombras. Las alfombras atenúan ecos y las lámparas parpadean como si recordaran secretos. Allí uno no se aloja, se instala en el pasado. Y quien tiene la fortuna de viajar con libros debe alojarse, al menos una vez en la vida, en la habitación 411.
Llevo esperando semanas la confirmación de la reserva de esta habitación. Y claro. Cuando por fin ocurre, no puedo evitar entrar en aquel cuarto como en una iglesia. La luz, tamizada por las cortinas, cae sobre la máquina de escribir que sigue allí, como si la autora de ‘Asesinato en el Orient Express’ hubiese salido solo un momento a buscar té. El silencio huele a tinta, papel y a crimen, de ese que no se resuelve con sangre gratuita, sino con inteligencia y una ceja levantada.
Porque eso fue siempre la grandeza de Christie: matar con elegancia. En ese cuarto, con la ventana abierta al bullicio de Beyoğlu, escribió una historia en la que el tren más glamuroso del mundo se detenía por la nieve y el crimen.
Y ahora yo, sentada en la butaca donde ella fumaba, no puedo evitar pensar en los personajes que pasaron por esa puerta. Belgas meticulosos, damas envenenadas, condesas, ladrones, policías disfrazados. El crimen literario en el Pera Palace no es una ficción, es un huésped más.
Llevo esperando semanas la confirmación de la reserva de la habitación 411. No puedo evitar entrar en aquel cuarto como en una iglesia
Por las fotos de la web del hotel, sabía cómo era la máquina de escribir: modelo, año, marca. Busqué en Amazon y di con lo que necesitaba. Bendita globalización cuando se pone a tu servicio. Saqué la cinta de tinta negra y la encajé en la máquina de escribir que, evidentemente, no sería la de Agatha Christie, pero realmente eso era lo de menos. Comprobé que las teclas, al ser pulsadas varias veces sobre el papel iban perdiendo su rigidez, volviéndose al poco casi tan ágiles como entonces. El tac, tac, tac de la vieja Underwood me sonaba a gloria. El fetichismo es una especie de certificado universal de placer garantizado. Y además sabía lo que quería escribir. Acomodé un grueso, elegante papel de cartas timbrado del escritorio de mi habitación en la máquina y comencé a teclear:
«El atardecer caía como un susurro de ámbar sobre Estambul. Desde el balcón de la habitación 411 del Pera Palace, Agatha Christie contemplaba el Cuerno de Oro rendirse ante la caricia final del sol. La ciudad, con su mosaico de minaretes, cúpulas y callejuelas eternas, respiraba una calma antigua, como si el tiempo se hubiese detenido solo para ella. Había algo en el aire —tal vez la mezcla de especias que ascendía desde los bazares— que le daba al momento una densidad secreta. No era Londres. No era Torquay. Era otro mundo. Uno que no pedía explicaciones, que aceptaba el misterio como parte del tejido mismo de su ser. Dentro, la habitación esperaba en penumbra. El mobiliario elegante, las pesadas cortinas, el baúl de viaje, el perfume tenue de cera, mirra y cuero».
«En el escritorio, una libreta abierta y una pluma detenida a medio trazo, como si la historia ya se estuviera escribiendo sola. Un tren. Una tormenta. Doce pasajeros, todos culpables. ¿O tal vez no? Agatha se apoyó en la baranda de hierro forjado, dejó que la brisa jugara con su cabello, y cerró los ojos. Por un instante, se desvaneció la escritora, y quedó solo la mujer. Esa que había amado, que había huido, que había regresado. La mujer que sabía lo que significaba desaparecer. Nadie supo nunca exactamente qué ocurrió durante aquellos once días en los que el mundo la buscó sin éxito. Tal vez fue en esta misma habitación donde cruzó el umbral entre su vida y sus ficciones. Tal vez fue aquí donde encontró, al fin, el silencio necesario para escuchar su propia voz. Sobre la mesita de noche descansaba una llave. Pequeña, antigua, sin cerradura a la vista.
Y así como vino, el día se fue. La luz abandonó el cielo con la elegancia de una solución inesperada. Agatha Christie se volvió hacia la oscuridad de la habitación, y con paso lento, cruzó el umbral. El misterio, al fin y al cabo, no era sólo lo que escribía. Era lo que era».
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