A la novela le sienta bien mirar a su propio pasado, no ya el remoto de los idilios helénicos del siglo II, las novelas de caballerías o el costumbrismo picaresco, sino al pasado más próximo, el del prodigioso siglo XIX en que fraguó el género como espejo de la vida colectiva y de la intimidad moral. La novela moderna (entiéndase la de la primera mitad del siglo XX) se legitimó como una continuidad depurada y ungida de simbolismo de ese modelo (Conrad, Proust, Pirandello, Mann…) o como una réplica que lo recusaba (Kafka, Joyce, Woolf, Faulkner, Broch…), y lo mismo cabe decir de la suerte del género desde los años sesenta, cuando la vuelta a los subgéneros del realismo se realiza con resabiada ironía y desde la lección aprendida del ludismo y las transgresiones vanguardistas. Volver la vista a la propia genealogía, para reivindicar una de sus ramas o impugnarla, ha sido y sigue siendo una fuente de renovación formal y conceptual de la novela. Digo todo esto para situar la última e importante novela de José María Guelbenzu, en la que la historia del género, sobre todo en su meseta decimonónica, está presente por doquier, tanto en los componentes de la trama como en el estilo, en los mecanismos y en el andamiaje narrativos.
Al Guelbenzu que escribió con 22 años El mercurio (finalista en 1967 del Premio Biblioteca Breve, que se llevó Carlos Fuentes), consustanciado con el espíritu de antirrealismo jovial de la época, le hubiera parecido inverosímil la idea de embarcarse algún día en una destilación, como esta, de los motivos, estilemas y procedimientos de la gran narrativa del XIX. Sin embargo, su sólida trayectoria posterior como novelista (26 novelas, 10 de ellas de la serie policial sobre la jueza Mariana de Marco) y crítico, con singular atención a la narrativa del XIX, sugiere que Una gota de afecto tiene algo de punto de fuga y culminación, sin que ello impida apreciar lo que tiene de homenaje al género como artefacto capaz de representar insustituiblemente nuestra complejidad.
Las semillas de los clásicos del XIX están disueltas en el texto, y algunas son explícitas, como La Regenta o Guerra y paz (de ella brota un episodio clave de súbita niebla en la playa), pero sobre todo fructifican en los motivos que se entrelazan en la urdimbre de la novela: el de la casa como símbolo de arraigo y pertenencia, el del regreso perturbador y el huésped inquietante, el del pasado dañino que refluye o el largo rencor incubado contra la saga familiar.
La saga fue fundada 150 años antes por Blas Herrera y Cecilia de Larra; la casa es La Luz de Lara, en la costa cantábrica, y a ella regresa, tras 60 años de ausencia, su bisnieto Jaime Herrera, al que su abuela Fátima, aprovechándose de la negligencia de sus padres (el botarate Roldán y la cabaretera Estrella de Cuba), había recluido en un internado para despejar el camino a su nieto favorito, Roldán segundo.
Ahora, ya septuagenario, Jaime regresa adonde se prometió no volver nunca más para conocer al último vástago de la estirpe, su sobrino Eugenio y a su esposa Mercedes. Estos, casi adolescentes, sin más oficio que una vaga dedicación a la música, ocupan con su bebé la mansión deslucida que refleja la decadencia familiar. La interacción entre Jaime y la pareja, a la que en principio acude a proteger, como había hecho en la distancia encomendando a su amigo de infancia Ramón Miranda que se encargara de administrar la herencia, funciona como motor eficiente pero moroso de la historia.
Acierta Guelbenzu en focalizar el entorno cántabro (la naturaleza es descrita con acusada sensorialidad) y los acontecimientos a través de Jaime, un self-made man cultivado al que su triunfo internacional como ingeniero no le ha curado la profunda herida de desafecto causada por su destierro infantil ni ha atenuado su resentimiento. Sus circuitos mentales, sus recuerdos, propósitos y emociones son escudriñados por el narrador omnisciente (que no reprime algunos juicios) y son representados en breves monólogos (en cursiva) ante cuyo eventual autoengaño el lector debe estar alerta.
Estas dos perspectivas permiten comprobar cómo la magnitud del vacío afectivo de Jaime va acrecentándose hasta operar como un agujero negro que lo engulle todo y desde el que se dictan las leyes del árido mundo del personaje: la carencia de empatía, la mundanidad pragmática y el hedonismo. El retrato psicológico es. Solo en un instante crítico, hacia el final, se aparta Guelbenzu de la perspectiva del personaje, pero es una licencia necesaria para la eficiencia climática del desenlace.
En uno de sus monólogos, Jaime piensa en su estirpe como una cadena de hombres indecisos y mujeres fuertes que fabricaron con la envidia, la cobardía y la maldad su propia desdicha. Pero la novela, que recorre los eslabones de ese linaje para contar la infidelidad del protagonista a sí mismo —es lo que él se dice—, no se limita a ser un relato de rencores familiares, sino que habla de algunas otras cosas esenciales: de nuestra responsabilidad activa sobre la infelicidad de los demás, de la ceguera ante la fuerza compulsiva de nuestros fantasmas, de la destrucción programada que produce indefectiblemente el abandono afectivo. Probablemente una de las mejores novelas de Guelbenzu.
A la novela le sienta bien mirar a su propio pasado, no ya el remoto de los idilios helénicos del siglo II, las novelas de caballerías o el costumbrismo picaresco, sino al pasado más próximo, el del prodigioso siglo XIX en que fraguó el género como espejo de la vida colectiva y de la intimidad moral. La novela moderna (entiéndase la de la primera mitad del siglo XX) se legitimó como una continuidad depurada y ungida de simbolismo de ese modelo (Conrad, Proust, Pirandello, Mann…) o como una réplica que lo recusaba (Kafka, Joyce, Woolf, Faulkner, Broch…), y lo mismo cabe decir de la suerte del género desde los años sesenta, cuando la vuelta a los subgéneros del realismo se realiza con resabiada ironía y desde la lección aprendida del ludismo y las transgresiones vanguardistas. Volver la vista a la propia genealogía, para reivindicar una de sus ramas o impugnarla, ha sido y sigue siendo una fuente de renovación formal y conceptual de la novela. Digo todo esto para situar la última e importante novela de José María Guelbenzu, en la que la historia del género, sobre todo en su meseta decimonónica, está presente por doquier, tanto en los componentes de la trama como en el estilo, en los mecanismos y en el andamiaje narrativos.Al Guelbenzu que escribió con 22 años El mercurio (finalista en 1967 del Premio Biblioteca Breve, que se llevó Carlos Fuentes), consustanciado con el espíritu de antirrealismo jovial de la época, le hubiera parecido inverosímil la idea de embarcarse algún día en una destilación, como esta, de los motivos, estilemas y procedimientos de la gran narrativa del XIX. Sin embargo, su sólida trayectoria posterior como novelista (26 novelas, 10 de ellas de la serie policial sobre la jueza Mariana de Marco) y crítico, con singular atención a la narrativa del XIX, sugiere que Una gota de afecto tiene algo de punto de fuga y culminación, sin que ello impida apreciar lo que tiene de homenaje al género como artefacto capaz de representar insustituiblemente nuestra complejidad. Las semillas de los clásicos del XIX están disueltas en el texto, y algunas son explícitas, como La Regenta o Guerra y paz (de ella brota un episodio clave de súbita niebla en la playa), pero sobre todo fructifican en los motivos que se entrelazan en la urdimbre de la novela: el de la casa como símbolo de arraigo y pertenencia, el del regreso perturbador y el huésped inquietante, el del pasado dañino que refluye o el largo rencor incubado contra la saga familiar.La saga fue fundada 150 años antes por Blas Herrera y Cecilia de Larra; la casa es La Luz de Lara, en la costa cantábrica, y a ella regresa, tras 60 años de ausencia, su bisnieto Jaime Herrera, al que su abuela Fátima, aprovechándose de la negligencia de sus padres (el botarate Roldán y la cabaretera Estrella de Cuba), había recluido en un internado para despejar el camino a su nieto favorito, Roldán segundo. Ahora, ya septuagenario, Jaime regresa adonde se prometió no volver nunca más para conocer al último vástago de la estirpe, su sobrino Eugenio y a su esposa Mercedes. Estos, casi adolescentes, sin más oficio que una vaga dedicación a la música, ocupan con su bebé la mansión deslucida que refleja la decadencia familiar. La interacción entre Jaime y la pareja, a la que en principio acude a proteger, como había hecho en la distancia encomendando a su amigo de infancia Ramón Miranda que se encargara de administrar la herencia, funciona como motor eficiente pero moroso de la historia. Acierta Guelbenzu en focalizar el entorno cántabro (la naturaleza es descrita con acusada sensorialidad) y los acontecimientos a través de Jaime, un self-made man cultivado al que su triunfo internacional como ingeniero no le ha curado la profunda herida de desafecto causada por su destierro infantil ni ha atenuado su resentimiento. Sus circuitos mentales, sus recuerdos, propósitos y emociones son escudriñados por el narrador omnisciente (que no reprime algunos juicios) y son representados en breves monólogos (en cursiva) ante cuyo eventual autoengaño el lector debe estar alerta. Estas dos perspectivas permiten comprobar cómo la magnitud del vacío afectivo de Jaime va acrecentándose hasta operar como un agujero negro que lo engulle todo y desde el que se dictan las leyes del árido mundo del personaje: la carencia de empatía, la mundanidad pragmática y el hedonismo. El retrato psicológico es. Solo en un instante crítico, hacia el final, se aparta Guelbenzu de la perspectiva del personaje, pero es una licencia necesaria para la eficiencia climática del desenlace.En uno de sus monólogos, Jaime piensa en su estirpe como una cadena de hombres indecisos y mujeres fuertes que fabricaron con la envidia, la cobardía y la maldad su propia desdicha. Pero la novela, que recorre los eslabones de ese linaje para contar la infidelidad del protagonista a sí mismo —es lo que él se dice—, no se limita a ser un relato de rencores familiares, sino que habla de algunas otras cosas esenciales: de nuestra responsabilidad activa sobre la infelicidad de los demás, de la ceguera ante la fuerza compulsiva de nuestros fantasmas, de la destrucción programada que produce indefectiblemente el abandono afectivo. Probablemente una de las mejores novelas de Guelbenzu. Seguir leyendo
A la novela le sienta bien mirar a su propio pasado, no ya el remoto de los idilios helénicos del siglo II, las novelas de caballerías o el costumbrismo picaresco, sino al pasado más próximo, el del prodigioso siglo XIX en que fraguó el género como espejo de la vida colectiva y de la intimidad moral. La novela moderna (entiéndase la de la primera mitad del siglo XX) se legitimó como una continuidad depurada y ungida de simbolismo de ese modelo (Conrad, Proust, Pirandello, Mann…) o como una réplica que lo recusaba (Kafka, Joyce, Woolf, Faulkner, Broch…), y lo mismo cabe decir de la suerte del género desde los años sesenta, cuando la vuelta a los subgéneros del realismo se realiza con resabiada ironía y desde la lección aprendida del ludismo y las transgresiones vanguardistas. Volver la vista a la propia genealogía, para reivindicar una de sus ramas o impugnarla, ha sido y sigue siendo una fuente de renovación formal y conceptual de la novela. Digo todo esto para situar la última e importante novela de José María Guelbenzu, en la que la historia del género, sobre todo en su meseta decimonónica, está presente por doquier, tanto en los componentes de la trama como en el estilo, en los mecanismos y en el andamiaje narrativos.
Al Guelbenzu que escribió con 22 años El mercurio (finalista en 1967 del Premio Biblioteca Breve, que se llevó Carlos Fuentes), consustanciado con el espíritu de antirrealismo jovial de la época, le hubiera parecido inverosímil la idea de embarcarse algún día en una destilación, como esta, de los motivos, estilemas y procedimientos de la gran narrativa del XIX. Sin embargo, su sólida trayectoria posterior como novelista (26 novelas, 10 de ellas de la serie policial sobre la jueza Mariana de Marco) y crítico, con singular atención a la narrativa del XIX, sugiere que Una gota de afecto tiene algo de punto de fuga y culminación, sin que ello impida apreciar lo que tiene de homenaje al género como artefacto capaz de representar insustituiblemente nuestra complejidad.
Las semillas de los clásicos del XIX están disueltas en el texto, y algunas son explícitas, como La Regenta o Guerra y paz (de ella brota un episodio clave de súbita niebla en la playa), pero sobre todo fructifican en los motivos que se entrelazan en la urdimbre de la novela: el de la casa como símbolo de arraigo y pertenencia, el del regreso perturbador y el huésped inquietante, el del pasado dañino que refluye o el largo rencor incubado contra la saga familiar.
La saga fue fundada 150 años antes por Blas Herrera y Cecilia de Larra; la casa es La Luz de Lara, en la costa cantábrica, y a ella regresa, tras 60 años de ausencia, su bisnieto Jaime Herrera, al que su abuela Fátima, aprovechándose de la negligencia de sus padres (el botarate Roldán y la cabaretera Estrella de Cuba), había recluido en un internado para despejar el camino a su nieto favorito, Roldán segundo.
Ahora, ya septuagenario, Jaime regresa adonde se prometió no volver nunca más para conocer al último vástago de la estirpe, su sobrino Eugenio y a su esposa Mercedes. Estos, casi adolescentes, sin más oficio que una vaga dedicación a la música, ocupan con su bebé la mansión deslucida que refleja la decadencia familiar. La interacción entre Jaime y la pareja, a la que en principio acude a proteger, como había hecho en la distancia encomendando a su amigo de infancia Ramón Miranda que se encargara de administrar la herencia, funciona como motor eficiente pero moroso de la historia.
Acierta Guelbenzu en focalizar el entorno cántabro (la naturaleza es descrita con acusada sensorialidad) y los acontecimientos a través de Jaime, un self-made man cultivado al que su triunfo internacional como ingeniero no le ha curado la profunda herida de desafecto causada por su destierro infantil ni ha atenuado su resentimiento. Sus circuitos mentales, sus recuerdos, propósitos y emociones son escudriñados por el narrador omnisciente (que no reprime algunos juicios) y son representados en breves monólogos (en cursiva) ante cuyo eventual autoengaño el lector debe estar alerta.
Estas dos perspectivas permiten comprobar cómo la magnitud del vacío afectivo de Jaime va acrecentándose hasta operar como un agujero negro que lo engulle todo y desde el que se dictan las leyes del árido mundo del personaje: la carencia de empatía, la mundanidad pragmática y el hedonismo. El retrato psicológico es. Solo en un instante crítico, hacia el final, se aparta Guelbenzu de la perspectiva del personaje, pero es una licencia necesaria para la eficiencia climática del desenlace.
En uno de sus monólogos, Jaime piensa en su estirpe como una cadena de hombres indecisos y mujeres fuertes que fabricaron con la envidia, la cobardía y la maldad su propia desdicha. Pero la novela, que recorre los eslabones de ese linaje para contar la infidelidad del protagonista a sí mismo —es lo que él se dice—, no se limita a ser un relato de rencores familiares, sino que habla de algunas otras cosas esenciales: de nuestra responsabilidad activa sobre la infelicidad de los demás, de la ceguera ante la fuerza compulsiva de nuestros fantasmas, de la destrucción programada que produce indefectiblemente el abandono afectivo. Probablemente una de las mejores novelas de Guelbenzu.
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