Mi tío Luis Jaime Cisneros , hermano mayor de mi padre, fue durante muchos años uno de los profesores más queridos de la Universidad Católica y uno de los académicos más respetados del Perú. Pasé buena parte de mi adolescencia visitándolo en su casa de Miraflores. En los estantes de su biblioteca había varias fotografías apoyadas sobre los lomos de los libros. En una de ellas, capturada en enero de 1956, mi tío aparece cargado en hombros por una cuadrilla de estudiantes. Acababa de proclamar un contundente discurso contra el dictador Manuel Odría, y sus compañeros y alumnos festejaban la lucidez y osadía de sus palabras paseando su humanidad por los exteriores del Teatro Segura. Uno de esos jovencitos –de dientes pronunciados, expresión eufórica y flequillo rebelde– era el veinteañero Mario Vargas Llosa . La biblioteca de mi casa era muy diferente. Casi todos los libros que albergaba eran volúmenes de historia, manuales de guerra y biografías de próceres de la independencia. Su dueño, mi padre, general de división del Ejército, guardaba un profundo desinterés por la literatura, de modo que (salvo por una plaqueta de poemas de Amado Nervo y un facsímil con versos de Neruda) a nadie extrañaba la orfandad literaria de esos anaqueles. Un día, a mediados de los ochenta, poco antes de que Vargas Llosa decidiera postularse como candidato a la presidencia, me animé a preguntarle a mi padre si había leído las novelas del escritor arequipeño. Su reacción me desconcertó. «Yo no leo a maricones», aseveró, sin quitar los ojos de las páginas del diario que sostenía con las manos. Le pregunté por qué decía eso y, sobre todo, por qué lo decía tan enojado. Luego de aspirar su cigarro con determinación, afirmó que Vargas Llosa había «traicionado al Perú» al narrar en ‘La ciudad y los perros’ «una serie de barbaridades» acerca de los rigores del colegio militar Leoncio Prado. Y añadió, con un avinagrado gesto de satisfacción: «Por eso quemaron un montón de ejemplares del libro en el patio del Leoncio». Escuchar ese testimonio activó en mí un ardoroso y predecible deseo: buscar La ciudad y los perros en la biblioteca de mi tío Luis Jaime en mi siguiente visita a su casa. «Y te digo algo más», añadió mi padre esa tarde, siempre con el cigarro entre los dedos, «a Vargas Llosa lo botaron del Leoncio Prado por homosexual». Cuatro segundos de silencio más tarde disparó una furibunda amenaza que resonaría en mi cabeza largo tiempo: «¡si yo tengo un hijo maricón, lo cuelgo de las pelotas!». Noticia Relacionada Legado literario estandar Si La Santísima Trinidad del escritor: las tres novelas que marcan su obra Karina Sainz Borgo Los cimientos de su literatura se sostienen en tres grandes columnas: ‘La ciudad y los perros’, ‘Conversación en la catedral’ y ‘La fiesta del chivo’A pesar de su inquina contra Mario, mi padre votó por él en las elecciones de 1990, donde el futuro dictador Alberto Fujimori se alzaría inesperadamente con el triunfo. En 1993 apareció ‘El pez en el agua’, las memorias donde Vargas Llosa cuenta la historia del fracaso de aquella campaña. Mi tío Luis Jaime me lo regaló la noche de Navidad y para la víspera de Año Nuevo ya tenía la mitad de páginas leídas. Pero no fueron los capítulos dedicados a su incursión en la política los que más me cautivaron, sino los autobiográficos, en particular los pasajes donde Mario habla de la relación con Ernesto Vargas Maldonado , su padre, de cuya existencia recién se enteró a los diez años. Hasta ese momento había crecido dando por cierta la versión de su madre, Dorita Llosa, quien aseguraba que el padre estaba muerto. El único contacto con su padre era la fotografía que descansaba en su velador, la de un apuesto joven vestido de marino. Cuando Mario conoció a Ernesto Vargas se encontró con la antítesis de aquel retrato: un hombre muchísimo mayor, pero además frío, cortante, que no tardaría en mostrar su carácter despótico contra él y su madre. A don Ernesto («ese señor que era mi papá») le irritaba tanto la vocación literaria de su hijo que lo inscribió en el Leoncio Prado esperando que el ambiente rígido y masculino neutralizara o, mejor aún, erradicara las descaminadas aficiones artísticas del chico. Todos celebramos la paradoja del destino: Vargas Llosa no solo no abandonó la escritura, sino que encontró en esa institución el tema y los personajes para su primera novela. Muchos años más tarde, el 2015, escribí una novela acerca de mi padre, quien guardaba no pocos parecidos con el problemático Ernesto Vargas. Se la hice llegar a Mario a través de un amigo en común y cuando supe que el libro había aterrizado en su mesa de trabajo, me di por bien servido. ¿Qué más podía esperar? Pasaron dos o tres meses y una mañana, paseando por Nueva York, entré a un Starsbucks para conectarme a internet. Aún recuerdo el estupor que me invadió al ver el nombre del Nobel en la bandeja de entrada de mi correo electrónico, y enseguida la estupefacción total al leer las elogiosas cuatro líneas que dedicaba a mi novela. Unos meses después lo conocí personalmente y hablamos largo rato sobre mi tío Luis Jaime, también sobre mi padre. La foto que nos tomamos ese día descansa ahora mismo en un estante de mi biblioteca. Noticia Relacionada opinion Si Mario Vargas Llosa, el último ‘boomcano’ Fernando Iwasaki «Muy pronto advertiremos cómo la lengua española ha perdido interlocución global con la desaparición de Mario Vargas Llosa»La segunda o tercera vez que lo vi fue en un festival de autores. Me tocó intervenir en una mesa a su lado y le pregunté qué sentía al haber sobrevivido a todos los autores del Boom. Su respuesta justificó mi impertinencia: «Cuando los amigos empiezan a desaparecer y te dejan solo, es una situación difícil de asumir sin una enorme nostalgia. No es fácil aceptar la idea de la muerte, pero yo nunca le he tenido miedo. La muerte forma parte de la vida, lo importante, lo fundamental es vivir con la máxima curiosidad y creatividad posibles. Si en algunos periodos he sentido la presencia inquietante de la muerte, ha sido cuando no escribía, cuando por una razón u otra me alejaban de los libros, del trabajo. Pero sé que mientras trabaje, escriba y tenga proyectos, voy a estar vivo». Mi tío Luis Jaime Cisneros , hermano mayor de mi padre, fue durante muchos años uno de los profesores más queridos de la Universidad Católica y uno de los académicos más respetados del Perú. Pasé buena parte de mi adolescencia visitándolo en su casa de Miraflores. En los estantes de su biblioteca había varias fotografías apoyadas sobre los lomos de los libros. En una de ellas, capturada en enero de 1956, mi tío aparece cargado en hombros por una cuadrilla de estudiantes. Acababa de proclamar un contundente discurso contra el dictador Manuel Odría, y sus compañeros y alumnos festejaban la lucidez y osadía de sus palabras paseando su humanidad por los exteriores del Teatro Segura. Uno de esos jovencitos –de dientes pronunciados, expresión eufórica y flequillo rebelde– era el veinteañero Mario Vargas Llosa . La biblioteca de mi casa era muy diferente. Casi todos los libros que albergaba eran volúmenes de historia, manuales de guerra y biografías de próceres de la independencia. Su dueño, mi padre, general de división del Ejército, guardaba un profundo desinterés por la literatura, de modo que (salvo por una plaqueta de poemas de Amado Nervo y un facsímil con versos de Neruda) a nadie extrañaba la orfandad literaria de esos anaqueles. Un día, a mediados de los ochenta, poco antes de que Vargas Llosa decidiera postularse como candidato a la presidencia, me animé a preguntarle a mi padre si había leído las novelas del escritor arequipeño. Su reacción me desconcertó. «Yo no leo a maricones», aseveró, sin quitar los ojos de las páginas del diario que sostenía con las manos. Le pregunté por qué decía eso y, sobre todo, por qué lo decía tan enojado. Luego de aspirar su cigarro con determinación, afirmó que Vargas Llosa había «traicionado al Perú» al narrar en ‘La ciudad y los perros’ «una serie de barbaridades» acerca de los rigores del colegio militar Leoncio Prado. Y añadió, con un avinagrado gesto de satisfacción: «Por eso quemaron un montón de ejemplares del libro en el patio del Leoncio». Escuchar ese testimonio activó en mí un ardoroso y predecible deseo: buscar La ciudad y los perros en la biblioteca de mi tío Luis Jaime en mi siguiente visita a su casa. «Y te digo algo más», añadió mi padre esa tarde, siempre con el cigarro entre los dedos, «a Vargas Llosa lo botaron del Leoncio Prado por homosexual». Cuatro segundos de silencio más tarde disparó una furibunda amenaza que resonaría en mi cabeza largo tiempo: «¡si yo tengo un hijo maricón, lo cuelgo de las pelotas!». Noticia Relacionada Legado literario estandar Si La Santísima Trinidad del escritor: las tres novelas que marcan su obra Karina Sainz Borgo Los cimientos de su literatura se sostienen en tres grandes columnas: ‘La ciudad y los perros’, ‘Conversación en la catedral’ y ‘La fiesta del chivo’A pesar de su inquina contra Mario, mi padre votó por él en las elecciones de 1990, donde el futuro dictador Alberto Fujimori se alzaría inesperadamente con el triunfo. En 1993 apareció ‘El pez en el agua’, las memorias donde Vargas Llosa cuenta la historia del fracaso de aquella campaña. Mi tío Luis Jaime me lo regaló la noche de Navidad y para la víspera de Año Nuevo ya tenía la mitad de páginas leídas. Pero no fueron los capítulos dedicados a su incursión en la política los que más me cautivaron, sino los autobiográficos, en particular los pasajes donde Mario habla de la relación con Ernesto Vargas Maldonado , su padre, de cuya existencia recién se enteró a los diez años. Hasta ese momento había crecido dando por cierta la versión de su madre, Dorita Llosa, quien aseguraba que el padre estaba muerto. El único contacto con su padre era la fotografía que descansaba en su velador, la de un apuesto joven vestido de marino. Cuando Mario conoció a Ernesto Vargas se encontró con la antítesis de aquel retrato: un hombre muchísimo mayor, pero además frío, cortante, que no tardaría en mostrar su carácter despótico contra él y su madre. A don Ernesto («ese señor que era mi papá») le irritaba tanto la vocación literaria de su hijo que lo inscribió en el Leoncio Prado esperando que el ambiente rígido y masculino neutralizara o, mejor aún, erradicara las descaminadas aficiones artísticas del chico. Todos celebramos la paradoja del destino: Vargas Llosa no solo no abandonó la escritura, sino que encontró en esa institución el tema y los personajes para su primera novela. Muchos años más tarde, el 2015, escribí una novela acerca de mi padre, quien guardaba no pocos parecidos con el problemático Ernesto Vargas. Se la hice llegar a Mario a través de un amigo en común y cuando supe que el libro había aterrizado en su mesa de trabajo, me di por bien servido. ¿Qué más podía esperar? Pasaron dos o tres meses y una mañana, paseando por Nueva York, entré a un Starsbucks para conectarme a internet. Aún recuerdo el estupor que me invadió al ver el nombre del Nobel en la bandeja de entrada de mi correo electrónico, y enseguida la estupefacción total al leer las elogiosas cuatro líneas que dedicaba a mi novela. Unos meses después lo conocí personalmente y hablamos largo rato sobre mi tío Luis Jaime, también sobre mi padre. La foto que nos tomamos ese día descansa ahora mismo en un estante de mi biblioteca. Noticia Relacionada opinion Si Mario Vargas Llosa, el último ‘boomcano’ Fernando Iwasaki «Muy pronto advertiremos cómo la lengua española ha perdido interlocución global con la desaparición de Mario Vargas Llosa»La segunda o tercera vez que lo vi fue en un festival de autores. Me tocó intervenir en una mesa a su lado y le pregunté qué sentía al haber sobrevivido a todos los autores del Boom. Su respuesta justificó mi impertinencia: «Cuando los amigos empiezan a desaparecer y te dejan solo, es una situación difícil de asumir sin una enorme nostalgia. No es fácil aceptar la idea de la muerte, pero yo nunca le he tenido miedo. La muerte forma parte de la vida, lo importante, lo fundamental es vivir con la máxima curiosidad y creatividad posibles. Si en algunos periodos he sentido la presencia inquietante de la muerte, ha sido cuando no escribía, cuando por una razón u otra me alejaban de los libros, del trabajo. Pero sé que mientras trabaje, escriba y tenga proyectos, voy a estar vivo».
Creció creyendo la versión de su madre: que su padre había muerto. Cuando lo conoció, a Ernesto Vargas le irritó su vocación
Mi tío Luis Jaime Cisneros, hermano mayor de mi padre, fue durante muchos años uno de los profesores más queridos de la Universidad Católica y uno de los académicos más respetados del Perú. Pasé buena parte de mi adolescencia visitándolo en su casa de … Miraflores. En los estantes de su biblioteca había varias fotografías apoyadas sobre los lomos de los libros. En una de ellas, capturada en enero de 1956, mi tío aparece cargado en hombros por una cuadrilla de estudiantes. Acababa de proclamar un contundente discurso contra el dictador Manuel Odría, y sus compañeros y alumnos festejaban la lucidez y osadía de sus palabras paseando su humanidad por los exteriores del Teatro Segura. Uno de esos jovencitos –de dientes pronunciados, expresión eufórica y flequillo rebelde– era el veinteañero Mario Vargas Llosa.
La biblioteca de mi casa era muy diferente. Casi todos los libros que albergaba eran volúmenes de historia, manuales de guerra y biografías de próceres de la independencia. Su dueño, mi padre, general de división del Ejército, guardaba un profundo desinterés por la literatura, de modo que (salvo por una plaqueta de poemas de Amado Nervo y un facsímil con versos de Neruda) a nadie extrañaba la orfandad literaria de esos anaqueles.
Un día, a mediados de los ochenta, poco antes de que Vargas Llosa decidiera postularse como candidato a la presidencia, me animé a preguntarle a mi padre si había leído las novelas del escritor arequipeño. Su reacción me desconcertó. «Yo no leo a maricones», aseveró, sin quitar los ojos de las páginas del diario que sostenía con las manos. Le pregunté por qué decía eso y, sobre todo, por qué lo decía tan enojado. Luego de aspirar su cigarro con determinación, afirmó que Vargas Llosa había «traicionado al Perú» al narrar en ‘La ciudad y los perros’ «una serie de barbaridades» acerca de los rigores del colegio militar Leoncio Prado. Y añadió, con un avinagrado gesto de satisfacción: «Por eso quemaron un montón de ejemplares del libro en el patio del Leoncio». Escuchar ese testimonio activó en mí un ardoroso y predecible deseo: buscar La ciudad y los perros en la biblioteca de mi tío Luis Jaime en mi siguiente visita a su casa. «Y te digo algo más», añadió mi padre esa tarde, siempre con el cigarro entre los dedos, «a Vargas Llosa lo botaron del Leoncio Prado por homosexual». Cuatro segundos de silencio más tarde disparó una furibunda amenaza que resonaría en mi cabeza largo tiempo: «¡si yo tengo un hijo maricón, lo cuelgo de las pelotas!».
A pesar de su inquina contra Mario, mi padre votó por él en las elecciones de 1990, donde el futuro dictador Alberto Fujimori se alzaría inesperadamente con el triunfo. En 1993 apareció ‘El pez en el agua’, las memorias donde Vargas Llosa cuenta la historia del fracaso de aquella campaña. Mi tío Luis Jaime me lo regaló la noche de Navidad y para la víspera de Año Nuevo ya tenía la mitad de páginas leídas. Pero no fueron los capítulos dedicados a su incursión en la política los que más me cautivaron, sino los autobiográficos, en particular los pasajes donde Mario habla de la relación con Ernesto Vargas Maldonado, su padre, de cuya existencia recién se enteró a los diez años. Hasta ese momento había crecido dando por cierta la versión de su madre, Dorita Llosa, quien aseguraba que el padre estaba muerto. El único contacto con su padre era la fotografía que descansaba en su velador, la de un apuesto joven vestido de marino. Cuando Mario conoció a Ernesto Vargas se encontró con la antítesis de aquel retrato: un hombre muchísimo mayor, pero además frío, cortante, que no tardaría en mostrar su carácter despótico contra él y su madre. A don Ernesto («ese señor que era mi papá») le irritaba tanto la vocación literaria de su hijo que lo inscribió en el Leoncio Prado esperando que el ambiente rígido y masculino neutralizara o, mejor aún, erradicara las descaminadas aficiones artísticas del chico. Todos celebramos la paradoja del destino: Vargas Llosa no solo no abandonó la escritura, sino que encontró en esa institución el tema y los personajes para su primera novela.
Muchos años más tarde, el 2015, escribí una novela acerca de mi padre, quien guardaba no pocos parecidos con el problemático Ernesto Vargas. Se la hice llegar a Mario a través de un amigo en común y cuando supe que el libro había aterrizado en su mesa de trabajo, me di por bien servido. ¿Qué más podía esperar? Pasaron dos o tres meses y una mañana, paseando por Nueva York, entré a un Starsbucks para conectarme a internet. Aún recuerdo el estupor que me invadió al ver el nombre del Nobel en la bandeja de entrada de mi correo electrónico, y enseguida la estupefacción total al leer las elogiosas cuatro líneas que dedicaba a mi novela. Unos meses después lo conocí personalmente y hablamos largo rato sobre mi tío Luis Jaime, también sobre mi padre. La foto que nos tomamos ese día descansa ahora mismo en un estante de mi biblioteca.
La segunda o tercera vez que lo vi fue en un festival de autores. Me tocó intervenir en una mesa a su lado y le pregunté qué sentía al haber sobrevivido a todos los autores del Boom. Su respuesta justificó mi impertinencia:
«Cuando los amigos empiezan a desaparecer y te dejan solo, es una situación difícil de asumir sin una enorme nostalgia. No es fácil aceptar la idea de la muerte, pero yo nunca le he tenido miedo. La muerte forma parte de la vida, lo importante, lo fundamental es vivir con la máxima curiosidad y creatividad posibles. Si en algunos periodos he sentido la presencia inquietante de la muerte, ha sido cuando no escribía, cuando por una razón u otra me alejaban de los libros, del trabajo. Pero sé que mientras trabaje, escriba y tenga proyectos, voy a estar vivo».
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