Beeston es un barrio obrero de los alrededores de Leeds, en el norte del Reino Unido. Se trata de una zona deprimida, que sufrió especialmente la desindustrialización de la era de Margaret Thatcher, en la que hace 20 años vivían unas 16.000 personas y se hablan 20 lenguas diferentes. El martes 12 de julio de 2005, a las seis y media de la mañana, sus habitantes se despertaron aterrorizados, con el barrio tomado por la policía. Descubrieron que allí habían crecido tres de los cuatro terroristas suicidas que habían atacado el transporte público de Londres cinco días antes, el 7 de julio, una fecha que ha pasado a la historia del terror en Europa, como el 11M de 2004 en Madrid o el 7 de enero y el 13 de noviembre de 2015 en París. Asesinaron en Londres a 52 personas, hirieron a casi 800 y cambiaron para siempre la imagen que este país tenía de sí mismo: los terroristas habían nacido en el Reino Unido y nadie —ni sus familias, ni sus amigos, ni sus profesores, ni la policía, ni los servicios secretos— se habían dado cuenta de su radicalización.
El documental de Netflix ‘Atentado en Londres: En busca de los terroristas del 7J’ reconstruye con precisión las jornadas en las que el horror yihadista cambió el Reino Unido con el asesinato de 52 personas
Beeston es un barrio obrero de los alrededores de Leeds, en el norte del Reino Unido. Se trata de una zona deprimida, que sufrió especialmente la desindustrialización de la era de Margaret Thatcher, en la que hace 20 años vivían unas 16.000 personas y se hablan 20 lenguas diferentes. El martes 12 de julio de 2005, a las seis y media de la mañana, sus habitantes se despertaron aterrorizados, con el barrio tomado por la policía. Descubrieron que allí habían crecido tres de los cuatro terroristas suicidas que habían atacado el transporte público de Londres cinco días antes, el 7 de julio, una fecha que ha pasado a la historia del terror en Europa, como el 11M de 2004 en Madrid o el 7 de enero y el 13 de noviembre de 2015 en París. Asesinaron en Londres a 52 personas, hirieron a casi 800 y cambiaron para siempre la imagen que este país tenía de sí mismo: los terroristas habían nacido en el Reino Unido y nadie —ni sus familias, ni sus amigos, ni sus profesores, ni la policía, ni los servicios secretos— se habían dado cuenta de su radicalización.
Una serie de cuatro capítulos, Atentado en Londres: En busca de los terroristas del 7J, que Netflix acaba de estrenar en el 20º aniversario de los atentados, recuerda las jornadas que sacudieron el país aquellos días: los ataques en la hora punta del jueves 7 de julio en Londres; la investigación policial, que entonces era totalmente innovadora porque consistió en el análisis de horas y horas de grabaciones de cámaras situadas en lugares públicos; unos segundos ataques fallidos el 21 de julio —afortunadamente las bombas no detonaron— y la enorme paranoia colectiva que acabó desembocando en otra tragedia tras un descomunal error policial: dos agentes abatieron a tiros el 22 de julio a un brasileño de 27 años, Juan Carlos Menezes, en un vagón de metro, al confundirlo con un terrorista. Otra serie, Sospechoso: El asesinato de Jean Charles de Menezes (Disney +), reconstruye en forma de ficción aquel trágico error.
Los autores del documental, dirigido por Liza Williams (autora de otra miniserie extraordinaria sobre el asesino en serie conocido como el Destripador de Yorkshire), recogen testimonios de víctimas, policías —incluso de uno de los agentes que dispararon contra Menezes, aunque no se revela su identidad—, expertos en explosivos, forenses, hasta del entonces primer ministro, el laborista Tony Blair, o de la responsable del MI5, los servicios secretos interiores, Eliza Manningham-Buller.
Londres había vivido varios atentados durante los años duros del terrorismo del IRA, pero la idea de que ciudadanos británicos muy jóvenes —el menor del comando tenía 18 años—, nacidos y educados en el Reino Unido, estuviesen dispuestos a inmolarse para cometer un asesinato de masas en el transporte público —las explosiones tuvieron lugar en tres vagones de metro y un autobús— era la peor pesadilla de los servicios de seguridad y de los ciudadanos. Como había ocurrido un año antes en Madrid, los autores de los atentados esgrimieron como motivo para el ataque la invasión angloestadounidense de Irak, que contó con el apoyo moral —pero no militar— del Gobierno español de José María Aznar y con el rechazo mayoritario de la población.
Cubrí para EL PAÍS aquellos atentados y sus consecuencias: llegué a Londres unas horas después de la explosión de las bombas y pude recorrer las calles de una ciudad desierta y aterrorizada, que temía que otra tragedia pudiese ocurrir en cualquier momento. Y viajé a Beeston poco después de conocerse que los autores provenían de aquel barrio. El retrato de la serie de aquellos días de julio es tremendamente preciso, tanto por los testimonios como por la reconstrucción con actores de lo ocurrido.
Recuerdo los relatos de jóvenes y familiares que habían conocido a los asesinos, que habían jugado al fútbol o al críquet con ellos solo unas horas antes de que, con bombas fabricadas en una vivienda alquilada, partiesen a sembrar la muerte y el terror a la metrópoli. “Era un excelente delantero, al que le gustaban sobre todo Zidane y Figo”, relató entonces un muchacho de 19 años, amigo desde la infancia de uno de los terroristas, Shehzad Tanweer, de 22 años, que asesinó a siete personas entre las estaciones londinenses de Aldgate y Liverpool Street.
El jefe del comando, Mohamed Sidique Khan, de 30 años, era un trabajador social, una persona conocida y respetada en el barrio, una fachada detrás de la que se escondía un asesino. Solo en los días posteriores al 7J se supo que tenía una doble vida y que había contribuido a fanatizar al resto de los miembros del comando tras pasar por campos de entrenamiento de Al Qaeda en Afganistán. Los otros terroristas eran Hasib Mir Hussain, de 18 años, también de Beeston, y un inglés de origen jamaicano convertido al islam, Jermaine Lindsay, de 19 años, que procedía de otra localidad también del norte de Inglaterra.

El documental ofrece la imagen espeluznante de un vídeo casero en el que Khan se despide de su hija de pocos meses, explicando que en breve iba a partir porque tenía una misión que cumplir: un asesinato de masas. Es una muestra de fanatismo asesino que hiela la sangre y que escapa al entendimiento. El documental aclara muchísimas preguntas (es alucinante la reconstrucción de todos los errores policiales que llevaron a la muerte a tiros de Menezes en la estación de metro de Stockwell), pero resulta imposible encontrar respuesta a la más importante: qué lleva a alguien a cometer esa salvajada, qué lleva a cuatro personas, el padre de un bebé y tres jóvenes que acaban de entrar en la edad adulta, a inmolarse y convertirse en asesinos.
“Aquí todo el mundo ha crecido con todo el mundo. Todos nos conocemos, por eso no podemos explicarnos lo que ha ocurrido”, relataba otro muchacho de 19 años, también amigo de los asesinos, que no podía ni siquiera transmitir la profundidad de su desolación. “¿Qué lleva a alguien a llenar una mochila de explosivos, viajar hasta Londres con ella y matarse y matar a muchas personas haciéndola explotar en el metro? Para hacer algo así tienes que tener una mirada sobre el mundo que soy incapaz de entender”, explicó entonces a un grupo de periodistas el ministro británico de Desarrollo Internacional, Hilary Benn, diputado laborista por este distrito de Leeds, que llevaba varios días en Beeston.

El documental relata con precisión la forma en que se localizó a los terroristas, en una época en que los móviles eran cacharros que mandaban SMS con teclados imposibles y no existía nada parecido a la inteligencia artificial y el reconocimiento facial. Un equipo de policías revisó miles de horas de filmaciones de las cámaras públicas de Londres, que habían sido almacenadas todavía en cintas VHS, en busca de alguna imagen que les diese una pista. Y la encontraron después de varios días sin apenas dormir: cuatro jóvenes con mochilas viajando juntos. Revisaron todavía más imágenes, que les llevaron hasta un coche aparcado en la estación de Luton, y que estaba lleno de explosivos. Y de ahí siguieron el hilo hasta Beeston.
Ningún cuerpo policial había hecho algo parecido y fue entonces cuando muchos ciudadanos británicos descubrieron que aquellos carteles que por todo el país advertían de la grabación de imágenes en lugares públicos, bajo el signo de CCTV, se utilizaban para controlar los movimientos de la población, aunque en este caso fuese para bien. Una nueva paranoia de la vigilancia se añadió a la paranoia del terror.
Primero, Nueva York y Washington, luego Madrid —recuerdo a los colegas internacionales alucinados cuando quise explicarles que varios medios de comunicación españoles estaban tratando de imponer una teoría de la conspiración que exculpaba a los autores de aquellos atentados, un delirio que contaba además con el apoyo del principal partido de la oposición—, después Londres, una década después París y Bruselas… El documental sobre el 7J recuerda los años terribles del terrorismo yihadista, el horror de descubrir hasta dónde puede llegar el fanatismo. Se ve con la esperanza de que formen parte del pasado y con el estremecimiento de que, demasiadas veces, la historia se ha repetido.
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