Convengamos que el ‘woke’ ha muerto. Aunque sea sin convicción, solo por atajar, de una vez por todas, la turra de los cansinos empeñados en darlo por finado y que, paradojas de la vida, son ya más pesados que los ‘woke’, que los ‘antiwoke’ y que los «ni woke ni woka» (que diría mi madre). Muerto, aniquilado, exangüe, caput. ¿Mejor? Pues no mucho, que por el camino se nos ha llevado el humor y ha dejado, a cambio, una literalidad asfixiante. Lo ha empantanado todo con la solemnidad pringosa, como un chicle en un zapato, del afectado. Supongo que es ese efecto pendular que, viniendo de sufrir un movimiento que ha convertido en bloques monolíticos toda preferencia (de la música al cine, de la televisión a la gastronomía), hace que la reacción previsible sea la hipersensibilidad ante la crítica, más todavía si esta es irónica o satírica. Tan empujados a que, si gusta Benjamín Prado y García Montero, no puedan gustar Trapiello y Savater; a que si se es muy de las pelis de Paula Ortiz no se pueda disfrutar de John Wick (de todas ellas), y que, de escuchar a Taburete, no se tolere a Ismael Serrano, de pronto uno se aturulla si le ha gustado la última de Sorogoyen (no a mí, ¿por quién me toman?), con lo de Pablo Motos que es, o si ha movido el hombrito un poco al escuchar a Rozalén. Cualquier crítica se lee ya solo en clave de batalla cultural, a poco que no se comparta opinión, y se interpreta como el intento feroz de hacer trinchera. Y ese es el verdadero triunfo de lo ‘woke’, a lo final de ‘ Seven’, cuando ese Brad Pitt desolado y cegado de ira se carga al malote y le concede, así, que se salga con la suya después de muerto (no es ‘spoiler’: si a estas alturas no han visto ‘Seven’, merecen que les destripe el final).Tan empujados a que, si gusta Benjamín Prado y García Montero, no puedan gustar Trapiello y SavaterEl ‘woke’, difunto (disculpen que me ría), se ha salido con la suya. Su triunfo no es haber impuesto lo que debe gustar, ni censurar todo lo que le incomoda: es haber logrado que asumamos su marco argumental, convencidos de que, todo el que no piensa como nosotros, está intentando imponernos sus preferencias y, por lo tanto, debemos defendernos ante ese ataque. Eso, trasladado a la cultura, es peligroso para ella misma si aspira a ser espacio de entendimiento. Porque le estaría comprando al movimiento ‘woke’ (que en paz descanse) la mercancía defectuosa de una visión simplista y manejable de la realidad como fenómeno binario (ellos y nosotros, buenos y malos, correcto e incorrecto). Y, contrariamente, la diversidad y la libertad deberían ser valores de una cultura sana. Pero, para que haya diversidad y haya libertad, debe haber tolerancia. Tolerancia para aceptar que a otros les gusten cosas diferentes a nuestras preferencias, y que estas se realicen, y no ver en eso un ataque, que puedan expresarlo sin que nos sintamos ofendidos y que podamos expresarnos nosotros sin temor a que otros se indignen. Poco tiene de tolerante aspirar a que no se dé crítica ni discrepancia, a soportar solo las ideas que nos reafirman en las nuestras, a que solo guste lo que nos gusta. Y quizá ahí esté el ejercicio a desarrollar: en lugar de aspirar a que nadie nos incomode o nos ofenda, a que nadie se salga del redil (del que sea), tratar de ser nosotros quienes no nos indignemos ante la discrepancia. Sugiero. Y, ya puestos, recuperar el humor, que es la kryptonita de los solemnes y los afectados. Convengamos que el ‘woke’ ha muerto. Aunque sea sin convicción, solo por atajar, de una vez por todas, la turra de los cansinos empeñados en darlo por finado y que, paradojas de la vida, son ya más pesados que los ‘woke’, que los ‘antiwoke’ y que los «ni woke ni woka» (que diría mi madre). Muerto, aniquilado, exangüe, caput. ¿Mejor? Pues no mucho, que por el camino se nos ha llevado el humor y ha dejado, a cambio, una literalidad asfixiante. Lo ha empantanado todo con la solemnidad pringosa, como un chicle en un zapato, del afectado. Supongo que es ese efecto pendular que, viniendo de sufrir un movimiento que ha convertido en bloques monolíticos toda preferencia (de la música al cine, de la televisión a la gastronomía), hace que la reacción previsible sea la hipersensibilidad ante la crítica, más todavía si esta es irónica o satírica. Tan empujados a que, si gusta Benjamín Prado y García Montero, no puedan gustar Trapiello y Savater; a que si se es muy de las pelis de Paula Ortiz no se pueda disfrutar de John Wick (de todas ellas), y que, de escuchar a Taburete, no se tolere a Ismael Serrano, de pronto uno se aturulla si le ha gustado la última de Sorogoyen (no a mí, ¿por quién me toman?), con lo de Pablo Motos que es, o si ha movido el hombrito un poco al escuchar a Rozalén. Cualquier crítica se lee ya solo en clave de batalla cultural, a poco que no se comparta opinión, y se interpreta como el intento feroz de hacer trinchera. Y ese es el verdadero triunfo de lo ‘woke’, a lo final de ‘ Seven’, cuando ese Brad Pitt desolado y cegado de ira se carga al malote y le concede, así, que se salga con la suya después de muerto (no es ‘spoiler’: si a estas alturas no han visto ‘Seven’, merecen que les destripe el final).Tan empujados a que, si gusta Benjamín Prado y García Montero, no puedan gustar Trapiello y SavaterEl ‘woke’, difunto (disculpen que me ría), se ha salido con la suya. Su triunfo no es haber impuesto lo que debe gustar, ni censurar todo lo que le incomoda: es haber logrado que asumamos su marco argumental, convencidos de que, todo el que no piensa como nosotros, está intentando imponernos sus preferencias y, por lo tanto, debemos defendernos ante ese ataque. Eso, trasladado a la cultura, es peligroso para ella misma si aspira a ser espacio de entendimiento. Porque le estaría comprando al movimiento ‘woke’ (que en paz descanse) la mercancía defectuosa de una visión simplista y manejable de la realidad como fenómeno binario (ellos y nosotros, buenos y malos, correcto e incorrecto). Y, contrariamente, la diversidad y la libertad deberían ser valores de una cultura sana. Pero, para que haya diversidad y haya libertad, debe haber tolerancia. Tolerancia para aceptar que a otros les gusten cosas diferentes a nuestras preferencias, y que estas se realicen, y no ver en eso un ataque, que puedan expresarlo sin que nos sintamos ofendidos y que podamos expresarnos nosotros sin temor a que otros se indignen. Poco tiene de tolerante aspirar a que no se dé crítica ni discrepancia, a soportar solo las ideas que nos reafirman en las nuestras, a que solo guste lo que nos gusta. Y quizá ahí esté el ejercicio a desarrollar: en lugar de aspirar a que nadie nos incomode o nos ofenda, a que nadie se salga del redil (del que sea), tratar de ser nosotros quienes no nos indignemos ante la discrepancia. Sugiero. Y, ya puestos, recuperar el humor, que es la kryptonita de los solemnes y los afectados.
A LA CONTRA
El ‘woke’, difunto (disculpen que me ría), se ha salido con la suya. Su triunfo no es haber impuesto lo que debe gustar, ni censurar: es que asumamos su marco mental
Convengamos que el ‘woke’ ha muerto. Aunque sea sin convicción, solo por atajar, de una vez por todas, la turra de los cansinos empeñados en darlo por finado y que, paradojas de la vida, son ya más pesados que los ‘woke’, que los ‘antiwoke’ …
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