La palabra ‘ verano ‘, del latín veranum tempum significa tiempo primaveral o estación cálida. Como en España somos mucho de formar verbos con sufijos a partir de sustantivos, así en plan a lo loco, utilizamos ‘ veranear ‘ en el sentido de ‘pasar tiempo en’ o ‘hacer vida en verano’. Después de observar con nítida atención las distintas formas de veraneo de los españoles, he llegado a la conclusión de que lo mejor es veranear en invierno y destrozar, al toque, toda esta etimología antropológica de nuestros significados. Veranear en verano es, por tanto, una insensatez propia de una raza camino de extinguirse. La nuestra sí. Hemos comprobado que viajar en avión es lo más parecido a entrar en un corral para que nos pongan un crotal en la oreja. Desplazarse en tren es una osadía si uno pretende llegar puntual (o llegar a secas), a un destino estival. Lo de los cruceros es la verdadera pesadilla en Elm Street, versión traje de baño. Y ha quedado más que demostrado que, en orden de peligrosidad y amenaza de muerte perpetua, los grupos más peligrosos a los que el ser humano se enfrenta son los Jemeres Rojos de Camboya, el Estado Islámico y los conductores de autocaravanas. Les pido encarecidamente que no abran el melón de mantener una discusión con ellos. Por su integridad, seguridad y por la de los suyos.Noticia Relacionada Bitácora de nuestra derrota estandar Si El urbanita vuelve al pueblo Alfonso J. Ussía «El veraneante trae consigo la modernidad. Habla de movilidad sostenible a gente que solo se pregunta si el tractor arrancará hoy. Busca leche de avena y de soja en la tienda, y el tendero le responde que avena tienen, sí, pero para el pienso» Veranear en el pueblo es volver a cuando nada dolía, sólo en caso de haber tenido un pasado por esas zonas en las que ahora se denuncia a la mínima si se oye un cencerro, una motosierra (¡cuidado!: será de un conductor de autocaravana ) o el sonido de las campanas de la torre vieja de la iglesia. Del mismo modo que tratar de pasar las vacaciones en un hotel Todo Incluido, incluye, principalmente, jugarte la vida por una hamaca de la piscina o llevarse dos leches por coger el último trozo de pizza en el bufé de turno. De este modo, creo que la mejor manera de veranear a partir del junio que viene es la de no hacerlo y revelarnos contra todo lo que somos. Porque veranear no es un acto sino un estado de ánimo, un carácter, una forma de vida. Y hacerlo a la contra es la mejor manera de no perder los nervios, la cordura y, por ende, la esperanza de vida. El hombre moderno ya no se conforma con mandar sobre su reloj. También quiere mandar sobre el clima. Y como no puede prohibirle al invierno que haga frío, decide prohibirse a sí mismo sentirlo. Así surge el fenómeno de veranear en invierno, que es, en realidad, el último grito de la civilización: un agosto portátil que se saca de la maleta en cualquier mes del año y consigue todo lo que en verano es imposible: sitio, calma, serenidad y buenos precios. Los veraneantes invernales se reconocen fácilmente. En enero, mientras los demás parecen cebollas envueltas en siete capas de ropa, ellos se presentan en el aeropuerto con chanclas , gafas de sol y una sonrisa que ya es casi una ofensa pública. El invierno no les molesta: simplemente lo ignoran, como si fuera un mal vecino al que se saluda con desdén en la escalera o una llamada de esas de publicidad que llevan prohibidas tanto tiempo que se nos ha olvidado que son un delito. Lo más curioso es que estos turistas no viajan en busca del calor. Viajan en busca de envidia. Quieren regresar a la oficina con esa calma de catálogo que nadie consigue en Madrid a finales de febrero, salvo que se encuentre de vacaciones. En el fondo, veranear en invierno funciona como un certificado de superioridad moral: «Mientras ustedes sufrían heladas, yo estaba en mi casa mirando por la ventana».El espectáculo continúa en los hoteles de destino. Allí se hace el ingreso con una paz casi científica, convencidos de que el sol es una sustancia perecedera que no se debe consumir salvo que no esté pagando una condena por triple asesinato. Naturalmente, veranear en invierno tiene sus imitadores caseros. Hay quien, demasiado prudente para gastar en vuelos, monta su propio trópico particular en el salón. Suben la calefacción a treinta grados, se visten con bañador, abren una cerveza y sueñan con que las cortinas son palmeras. La diferencia es que las palmeras no huelen a suavizante y que el ventilador nunca tuvo la dignidad de una brisa marina pero funciona para el que se lo gasta y con eso es más que suficiente. Al final, todo esto demuestra lo mismo: no se viaja por necesidad, se viaja por prestigio. El verano, en su momento natural, siempre nos aburre un poco. Pero el verano en invierno nos da un aire de privilegio, de desafío, de pequeña victoria contra la rutina. Por eso, quien veranea en julio es un ciudadano normal, y quien veranea en enero es casi un héroe. Un héroe que, dicho sea de paso, volverá resfriado en el primer avión de regreso porque para estar bien del todo hay que estar un poco jodido, un poco mal. No se puede tener la pésima educación de ir por la vida sonriendo como si todo fuera bien. Noticias relacionadas estandar Si BAJO CIELO Ese azul sobre Madrid Alfonso J. Ussía estandar Si BAJO CIELO Las palomas de Madrid Alfonso J. UssíaIrse de vacaciones en enero o febrero tiene la gran ventaja de que uno no necesita compartir la playa con el vecino, ni con la familia del vecino, ni con los tres millones de turistas que, en julio, se instalan en la arena como si fueran colonos. En febrero, la playa está tan desierta que el bañista puede elegir entre tumbarse junto al mar, en medio del paseo marítimo o, si le apetece, directamente en la recepción del hotel. Todo es suyo: el mar, el sol y hasta el camarero, que por fin sirve un café sin la desesperación de quien atiende a quinientos clientes al mismo tiempo. La otra ventaja es que, mientras en julio el calor derrite la voluntad de cualquiera y convierte cada excursión en una penitencia, en febrero uno vive la playa con la alegría de lo improbable. El simple hecho de bañarse en pleno invierno da un prestigio social incalculable: no es lo mismo contar que uno pasó las vacaciones en la Costa del Sol que explicar, con aire distraído, que se tomó un chapuzón en el Cantábrico para escapar un poco del frío. En el fondo, se trata de un veraneo con valor añadido: además de descansar, sirve para humillar al prójimo. Así que, queridos lectores, si ustedes tienen la opción de «inveranear» les invito a que lo hagan sin duda alguna. Inveranear, como forma de vida. La palabra ‘ verano ‘, del latín veranum tempum significa tiempo primaveral o estación cálida. Como en España somos mucho de formar verbos con sufijos a partir de sustantivos, así en plan a lo loco, utilizamos ‘ veranear ‘ en el sentido de ‘pasar tiempo en’ o ‘hacer vida en verano’. Después de observar con nítida atención las distintas formas de veraneo de los españoles, he llegado a la conclusión de que lo mejor es veranear en invierno y destrozar, al toque, toda esta etimología antropológica de nuestros significados. Veranear en verano es, por tanto, una insensatez propia de una raza camino de extinguirse. La nuestra sí. Hemos comprobado que viajar en avión es lo más parecido a entrar en un corral para que nos pongan un crotal en la oreja. Desplazarse en tren es una osadía si uno pretende llegar puntual (o llegar a secas), a un destino estival. Lo de los cruceros es la verdadera pesadilla en Elm Street, versión traje de baño. Y ha quedado más que demostrado que, en orden de peligrosidad y amenaza de muerte perpetua, los grupos más peligrosos a los que el ser humano se enfrenta son los Jemeres Rojos de Camboya, el Estado Islámico y los conductores de autocaravanas. Les pido encarecidamente que no abran el melón de mantener una discusión con ellos. Por su integridad, seguridad y por la de los suyos.Noticia Relacionada Bitácora de nuestra derrota estandar Si El urbanita vuelve al pueblo Alfonso J. Ussía «El veraneante trae consigo la modernidad. Habla de movilidad sostenible a gente que solo se pregunta si el tractor arrancará hoy. Busca leche de avena y de soja en la tienda, y el tendero le responde que avena tienen, sí, pero para el pienso» Veranear en el pueblo es volver a cuando nada dolía, sólo en caso de haber tenido un pasado por esas zonas en las que ahora se denuncia a la mínima si se oye un cencerro, una motosierra (¡cuidado!: será de un conductor de autocaravana ) o el sonido de las campanas de la torre vieja de la iglesia. Del mismo modo que tratar de pasar las vacaciones en un hotel Todo Incluido, incluye, principalmente, jugarte la vida por una hamaca de la piscina o llevarse dos leches por coger el último trozo de pizza en el bufé de turno. De este modo, creo que la mejor manera de veranear a partir del junio que viene es la de no hacerlo y revelarnos contra todo lo que somos. Porque veranear no es un acto sino un estado de ánimo, un carácter, una forma de vida. Y hacerlo a la contra es la mejor manera de no perder los nervios, la cordura y, por ende, la esperanza de vida. El hombre moderno ya no se conforma con mandar sobre su reloj. También quiere mandar sobre el clima. Y como no puede prohibirle al invierno que haga frío, decide prohibirse a sí mismo sentirlo. Así surge el fenómeno de veranear en invierno, que es, en realidad, el último grito de la civilización: un agosto portátil que se saca de la maleta en cualquier mes del año y consigue todo lo que en verano es imposible: sitio, calma, serenidad y buenos precios. Los veraneantes invernales se reconocen fácilmente. En enero, mientras los demás parecen cebollas envueltas en siete capas de ropa, ellos se presentan en el aeropuerto con chanclas , gafas de sol y una sonrisa que ya es casi una ofensa pública. El invierno no les molesta: simplemente lo ignoran, como si fuera un mal vecino al que se saluda con desdén en la escalera o una llamada de esas de publicidad que llevan prohibidas tanto tiempo que se nos ha olvidado que son un delito. Lo más curioso es que estos turistas no viajan en busca del calor. Viajan en busca de envidia. Quieren regresar a la oficina con esa calma de catálogo que nadie consigue en Madrid a finales de febrero, salvo que se encuentre de vacaciones. En el fondo, veranear en invierno funciona como un certificado de superioridad moral: «Mientras ustedes sufrían heladas, yo estaba en mi casa mirando por la ventana».El espectáculo continúa en los hoteles de destino. Allí se hace el ingreso con una paz casi científica, convencidos de que el sol es una sustancia perecedera que no se debe consumir salvo que no esté pagando una condena por triple asesinato. Naturalmente, veranear en invierno tiene sus imitadores caseros. Hay quien, demasiado prudente para gastar en vuelos, monta su propio trópico particular en el salón. Suben la calefacción a treinta grados, se visten con bañador, abren una cerveza y sueñan con que las cortinas son palmeras. La diferencia es que las palmeras no huelen a suavizante y que el ventilador nunca tuvo la dignidad de una brisa marina pero funciona para el que se lo gasta y con eso es más que suficiente. Al final, todo esto demuestra lo mismo: no se viaja por necesidad, se viaja por prestigio. El verano, en su momento natural, siempre nos aburre un poco. Pero el verano en invierno nos da un aire de privilegio, de desafío, de pequeña victoria contra la rutina. Por eso, quien veranea en julio es un ciudadano normal, y quien veranea en enero es casi un héroe. Un héroe que, dicho sea de paso, volverá resfriado en el primer avión de regreso porque para estar bien del todo hay que estar un poco jodido, un poco mal. No se puede tener la pésima educación de ir por la vida sonriendo como si todo fuera bien. Noticias relacionadas estandar Si BAJO CIELO Ese azul sobre Madrid Alfonso J. Ussía estandar Si BAJO CIELO Las palomas de Madrid Alfonso J. UssíaIrse de vacaciones en enero o febrero tiene la gran ventaja de que uno no necesita compartir la playa con el vecino, ni con la familia del vecino, ni con los tres millones de turistas que, en julio, se instalan en la arena como si fueran colonos. En febrero, la playa está tan desierta que el bañista puede elegir entre tumbarse junto al mar, en medio del paseo marítimo o, si le apetece, directamente en la recepción del hotel. Todo es suyo: el mar, el sol y hasta el camarero, que por fin sirve un café sin la desesperación de quien atiende a quinientos clientes al mismo tiempo. La otra ventaja es que, mientras en julio el calor derrite la voluntad de cualquiera y convierte cada excursión en una penitencia, en febrero uno vive la playa con la alegría de lo improbable. El simple hecho de bañarse en pleno invierno da un prestigio social incalculable: no es lo mismo contar que uno pasó las vacaciones en la Costa del Sol que explicar, con aire distraído, que se tomó un chapuzón en el Cantábrico para escapar un poco del frío. En el fondo, se trata de un veraneo con valor añadido: además de descansar, sirve para humillar al prójimo. Así que, queridos lectores, si ustedes tienen la opción de «inveranear» les invito a que lo hagan sin duda alguna. Inveranear, como forma de vida.
La palabra ‘verano‘, del latín veranum tempum significa tiempo primaveral o estación cálida. Como en España somos mucho de formar verbos con sufijos a partir de sustantivos, así en plan a lo loco, utilizamos ‘veranear‘ en el sentido de ‘pasar tiempo en’ o ‘hacer vida en verano’. Después de observar con nítida atención las distintas formas de veraneo de los españoles, he llegado a la conclusión de que lo mejor es veranear en invierno y destrozar, al toque, toda esta etimología antropológica de nuestros significados. Veranear en verano es, por tanto, una insensatez propia de una raza camino de extinguirse. La nuestra sí.
Hemos comprobado que viajar en avión es lo más parecido a entrar en un corral para que nos pongan un crotal en la oreja. Desplazarse en tren es una osadía si uno pretende llegar puntual (o llegar a secas), a un destino estival. Lo de los cruceros es la verdadera pesadilla en Elm Street, versión traje de baño. Y ha quedado más que demostrado que, en orden de peligrosidad y amenaza de muerte perpetua, los grupos más peligrosos a los que el ser humano se enfrenta son los Jemeres Rojos de Camboya, el Estado Islámico y los conductores de autocaravanas. Les pido encarecidamente que no abran el melón de mantener una discusión con ellos. Por su integridad, seguridad y por la de los suyos.
Veranear en el pueblo es volver a cuando nada dolía, sólo en caso de haber tenido un pasado por esas zonas en las que ahora se denuncia a la mínima si se oye un cencerro, una motosierra (¡cuidado!: será de un conductor de autocaravana) o el sonido de las campanas de la torre vieja de la iglesia. Del mismo modo que tratar de pasar las vacaciones en un hotel Todo Incluido, incluye, principalmente, jugarte la vida por una hamaca de la piscina o llevarse dos leches por coger el último trozo de pizza en el bufé de turno. De este modo, creo que la mejor manera de veranear a partir del junio que viene es la de no hacerlo y revelarnos contra todo lo que somos. Porque veranear no es un acto sino un estado de ánimo, un carácter, una forma de vida. Y hacerlo a la contra es la mejor manera de no perder los nervios, la cordura y, por ende, la esperanza de vida.
El hombre moderno ya no se conforma con mandar sobre su reloj. También quiere mandar sobre el clima. Y como no puede prohibirle al invierno que haga frío, decide prohibirse a sí mismo sentirlo. Así surge el fenómeno de veranear en invierno, que es, en realidad, el último grito de la civilización: un agosto portátil que se saca de la maleta en cualquier mes del año y consigue todo lo que en verano es imposible: sitio, calma, serenidad y buenos precios.
Los veraneantes invernales se reconocen fácilmente. En enero, mientras los demás parecen cebollas envueltas en siete capas de ropa, ellos se presentan en el aeropuerto con chanclas, gafas de sol y una sonrisa que ya es casi una ofensa pública. El invierno no les molesta: simplemente lo ignoran, como si fuera un mal vecino al que se saluda con desdén en la escalera o una llamada de esas de publicidad que llevan prohibidas tanto tiempo que se nos ha olvidado que son un delito.
Lo más curioso es que estos turistas no viajan en busca del calor. Viajan en busca de envidia. Quieren regresar a la oficina con esa calma de catálogo que nadie consigue en Madrid a finales de febrero, salvo que se encuentre de vacaciones. En el fondo, veranear en invierno funciona como un certificado de superioridad moral: «Mientras ustedes sufrían heladas, yo estaba en mi casa mirando por la ventana».
El espectáculo continúa en los hoteles de destino. Allí se hace el ingreso con una paz casi científica, convencidos de que el sol es una sustancia perecedera que no se debe consumir salvo que no esté pagando una condena por triple asesinato.
Naturalmente, veranear en invierno tiene sus imitadores caseros. Hay quien, demasiado prudente para gastar en vuelos, monta su propio trópico particular en el salón. Suben la calefacción a treinta grados, se visten con bañador, abren una cerveza y sueñan con que las cortinas son palmeras. La diferencia es que las palmeras no huelen a suavizante y que el ventilador nunca tuvo la dignidad de una brisa marina pero funciona para el que se lo gasta y con eso es más que suficiente.
Al final, todo esto demuestra lo mismo: no se viaja por necesidad, se viaja por prestigio. El verano, en su momento natural, siempre nos aburre un poco. Pero el verano en invierno nos da un aire de privilegio, de desafío, de pequeña victoria contra la rutina. Por eso, quien veranea en julio es un ciudadano normal, y quien veranea en enero es casi un héroe. Un héroe que, dicho sea de paso, volverá resfriado en el primer avión de regreso porque para estar bien del todo hay que estar un poco jodido, un poco mal. No se puede tener la pésima educación de ir por la vida sonriendo como si todo fuera bien.
Irse de vacaciones en enero o febrero tiene la gran ventaja de que uno no necesita compartir la playa con el vecino, ni con la familia del vecino, ni con los tres millones de turistas que, en julio, se instalan en la arena como si fueran colonos. En febrero, la playa está tan desierta que el bañista puede elegir entre tumbarse junto al mar, en medio del paseo marítimo o, si le apetece, directamente en la recepción del hotel. Todo es suyo: el mar, el sol y hasta el camarero, que por fin sirve un café sin la desesperación de quien atiende a quinientos clientes al mismo tiempo. La otra ventaja es que, mientras en julio el calor derrite la voluntad de cualquiera y convierte cada excursión en una penitencia, en febrero uno vive la playa con la alegría de lo improbable. El simple hecho de bañarse en pleno invierno da un prestigio social incalculable: no es lo mismo contar que uno pasó las vacaciones en la Costa del Sol que explicar, con aire distraído, que se tomó un chapuzón en el Cantábrico para escapar un poco del frío. En el fondo, se trata de un veraneo con valor añadido: además de descansar, sirve para humillar al prójimo. Así que, queridos lectores, si ustedes tienen la opción de «inveranear» les invito a que lo hagan sin duda alguna. Inveranear, como forma de vida.
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