Hay quien entra en el Prado como quien entra en una catedral: con la cabeza baja, en silencio, esperando ser iluminado. Otros, los más entrenados, recorren sus salas como si completaran una carrera de obstáculos, armados con guías, listas mentales, nociones previas y un leve sentido de culpa. Pero hay una tercera forma, mucho más infrecuente, casi utópica: la de quien entra sin más pretensión que mirar, pero mirar de verdad. Eso fue lo que hizo la ilustradora Ximena Maier durante doce meses, pero acompañada con un set de acuarelas y un cuaderno. Estuvo un año entero sentándose frente a los cuadros como quien conversa con un amigo íntimo. Dibujo a dibujo, paso a paso, convirtió el museo en una extensión de sí misma, y de esa experiencia nació ‘Cuaderno del Prado’, un libro que es a la vez cuaderno de campo, diario íntimo, mapa emocional y homenaje vital al universo suspendido en el tiempo que es el Prado.Con voz reposada, pausada como sus trazos, Maier recuerda que todo empezó casi como una osadía: «Estuve la mañana entera en el museo y rellené un cuaderno entero. Se crea una dinámica cuando te fijas en cosas diferentes». Lo dice como quien aún no se lo cree del todo, sabiendo que ese tipo de accesos no suelen concederse fácilmente (aunque para ella fue solo «pedir permiso»). Pero hubo algo en su propuesta que convenció: el dibujo como herramienta para estar, para mirar, para habitar las obras desde un lugar personal, sin dogmas ni solemnidades.«Poder entrar cuando aún no ha llegado nadie, ver cómo encienden las luces… es un privilegio. Es lo mejor que me ha pasado nunca», dice, mientras muestra con orgullo el ‘Pase de Honor’ que el Prado le concedió, una credencial que la autorizaba a moverse libremente por el edificio. «Solo aceptan donaciones muy específicas. Que hayan aceptado mi cuaderno en la colección es un milagro». Pero el cuaderno, más allá del objeto, es también una convivencia. Durante un año, Maier recorrió el museo a diario, cuaderno en mano, lápiz siempre con punta. «Lo pedí como algo puntual, pero acabaron dejándome pasear por todas partes», cuenta. «Descubrí un universo oculto. Lo que vemos del Prado es la punta del iceberg, está lleno de detalles que pasan desapercibidos porque v amos demasiado rápido». La vida secreta del Museo del PradoLos dibujos de Ximena Maier no pretenden copiar la realidad ni capturarla con precisión académica. Son apuntes sueltos, líneas vivas, que recogen más atmósfera que forma. A veces se limitan a los pájaros de las esquinas de los cuadros, a las cabezas decapitadas, a los discretos libros que sostienen los protagonistas de las pinturas (que, curiosamente, ningún rey porta nunca uno). Desde fuera, dibujar puede parecer sencillo, pero no lo es. Hay una entrega física: se trata de permanecer sentado frente a una obra, en un museo lleno de turistas, de ruido, de protocolos de seguridad y de movimiento, requiere una paciencia casi monástica.La experiencia fue también asistir a la pinacoteca como si fuera una casa, una rutina. Escuchar sus sonidos, reconocer sus olores, familiarizarse con los vigilantes («algunos saben más que muchos expertos», dice Maier), descubrir pasillos cerrados al público, colarse de vez en cuando en un taller de restauración. «El Prado no es solo lo que se cuelga en las paredes. Hay una vida secreta, cotidiana, silenciosa, que late debajo de las salas. Y eso también quería contarlo». ‘Cuaderno del Prado’ trata también sobre el tiempo, la atención, la observación, y sobre las personas. Los visitantes aparecen dibujados con tanto cuidado como los cuadros, hay niños sentados por estar en una excursión, turistas que se confunden de sala, señoras que se persignan delante de una Virgen, jubilados que se sientan cada tarde en el mismo banco. Maier se permite decir que los cuadros de Rafael le dan «pereza por ser tan perfectos», que Rubens «pintaba tanto que se queda desigual», y que «no puede soportar», a su Duque de Lerma. Ella, diciendo esto, permanece calmada: «Todo el mundo tiene manía a algún cuadro, pero parece que soy la única que no tiene miedo a decirlo». Pero lo hace desde una honestidad gozosa. El arte, dice, también puede hacernos reír. «Hay cuadros que son graciosos, grotescos, desproporcionados. Los artistas eran humanos. Algunos incluso tenían sentido del humor».Entender sin visitar es… ¿imposible?Ximena tiene a sus favoritos: «Velázquez es glorioso», dice con entusiasmo, como si acabara de volver de ver ‘Las Meninas’. De hecho, le ocurre algo curioso con ese cuadro: si lo tiene delante, no puede pensar en otra cosa. «Si estuviéramos haciendo esta entrevista en la sala 12, donde están Las Meninas, no podría mantener la atención. Se me irían los ojos. Es como tener un fuego artificial en la cara todo el rato. Precioso, pero no puedes vivir así».Y en ese mirar, claro, están Goya y Velázquez. «El Prado no es un museo completista, pero lo que tiene, lo tiene en profundidad. Y con Goya y Velázquez ocurre eso: si no los has visto aquí, no los entiendes. Hasta que no ves cómo Velázquez coloca una pincelada, o cómo Goya te agarra por la solapa con una historia… no los comprendes», dice Maier, sin titubear ni un solo segundo. «Velázquez es la técnica llevada al límite. Y Goya al contrario, a veces pinta mal. Pero eso también es lo que le da potencia».¿Se puede ver mal un museo? ¿Se puede mirar mal el arte? «Eso es justo lo que hay que desterrar. A veces puedes venir solo a pasear, o a mirar a la gente, o a tomar un café en mitad del recorrido. No hace falta que te encante el arte para que la visita merezca la pena. Yo, por ejemplo, odio ir de compras. Pero intento sacarle algo. Con los museos pasa igual. No tienes que entenderlo todo, ni emocionarte siempre. Basta con estar». Y estar, a veces, puede ser solo un rato. «Dos horas son una eternidad si sabes mirar. El propio museo sugiere un recorrido de 45 minutos para ver las obras maestras. Y está bien. Es como un capítulo de una serie». En su libro propone su propio itinerario: menos encorsetado, más fluido. «No es el clásico recorrido de obras maestras. Prefiero que veas bien una parte. Puedes pasarte 45 minutos viendo solo Goya y Velázquez y te vas a casa con una sonrisa».Niños que no dejan de dibujarLa conversación vuelve una y otra vez al dibujo. Para Maier, dibujar y mirar son una sola cosa. «Si tú estás delante de un cuadro y yo te digo ‘míralo tres minutos’, a los 40 segundos ya estás inquieto. Pero si te doy un lápiz y te pido que lo dibujes, de pronto estás diez minutos mirando un detalle, una sombra, una línea. Dibujar obliga a mirar con atención. Es una forma de anclarte al presente».Eso la lleva a hablar del próximo libro en el que está trabajando: un cuaderno sobre su casa. «Después de tanto mirar lo sublime, he decidido mirarme a mí misma. Me he mudado al campo, me he vuelto ceramista. El libro será sobre esa transformación». Dice que los ilustradores son niños que nunca dejaron de dibujar. Que todos dibujamos de pequeños, y que los que se dedican a esto, simplemente siguieron. Lo tuvo claro muy pronto. «Recuerdo un momento en el que me di cuenta de que los dibujos de los cuentos los había hecho alguien. Y pensé: yo quiero ser esa persona». Hoy, esa persona tiene una credencial que le permite pasear sola por el museo cuando aún está vacío. Tiene dibujos de plumas de avestruz, perros barrocos, angelotes con panza, miradas perdidas. Tiene, sobre todo, una forma de mirar que no busca deslumbrar, sino invitar. Como quien entra en una sala, se sienta frente a un cuadro, y empieza a dibujar. Sin más. Hay quien entra en el Prado como quien entra en una catedral: con la cabeza baja, en silencio, esperando ser iluminado. Otros, los más entrenados, recorren sus salas como si completaran una carrera de obstáculos, armados con guías, listas mentales, nociones previas y un leve sentido de culpa. Pero hay una tercera forma, mucho más infrecuente, casi utópica: la de quien entra sin más pretensión que mirar, pero mirar de verdad. Eso fue lo que hizo la ilustradora Ximena Maier durante doce meses, pero acompañada con un set de acuarelas y un cuaderno. Estuvo un año entero sentándose frente a los cuadros como quien conversa con un amigo íntimo. Dibujo a dibujo, paso a paso, convirtió el museo en una extensión de sí misma, y de esa experiencia nació ‘Cuaderno del Prado’, un libro que es a la vez cuaderno de campo, diario íntimo, mapa emocional y homenaje vital al universo suspendido en el tiempo que es el Prado.Con voz reposada, pausada como sus trazos, Maier recuerda que todo empezó casi como una osadía: «Estuve la mañana entera en el museo y rellené un cuaderno entero. Se crea una dinámica cuando te fijas en cosas diferentes». Lo dice como quien aún no se lo cree del todo, sabiendo que ese tipo de accesos no suelen concederse fácilmente (aunque para ella fue solo «pedir permiso»). Pero hubo algo en su propuesta que convenció: el dibujo como herramienta para estar, para mirar, para habitar las obras desde un lugar personal, sin dogmas ni solemnidades.«Poder entrar cuando aún no ha llegado nadie, ver cómo encienden las luces… es un privilegio. Es lo mejor que me ha pasado nunca», dice, mientras muestra con orgullo el ‘Pase de Honor’ que el Prado le concedió, una credencial que la autorizaba a moverse libremente por el edificio. «Solo aceptan donaciones muy específicas. Que hayan aceptado mi cuaderno en la colección es un milagro». Pero el cuaderno, más allá del objeto, es también una convivencia. Durante un año, Maier recorrió el museo a diario, cuaderno en mano, lápiz siempre con punta. «Lo pedí como algo puntual, pero acabaron dejándome pasear por todas partes», cuenta. «Descubrí un universo oculto. Lo que vemos del Prado es la punta del iceberg, está lleno de detalles que pasan desapercibidos porque v amos demasiado rápido». La vida secreta del Museo del PradoLos dibujos de Ximena Maier no pretenden copiar la realidad ni capturarla con precisión académica. Son apuntes sueltos, líneas vivas, que recogen más atmósfera que forma. A veces se limitan a los pájaros de las esquinas de los cuadros, a las cabezas decapitadas, a los discretos libros que sostienen los protagonistas de las pinturas (que, curiosamente, ningún rey porta nunca uno). Desde fuera, dibujar puede parecer sencillo, pero no lo es. Hay una entrega física: se trata de permanecer sentado frente a una obra, en un museo lleno de turistas, de ruido, de protocolos de seguridad y de movimiento, requiere una paciencia casi monástica.La experiencia fue también asistir a la pinacoteca como si fuera una casa, una rutina. Escuchar sus sonidos, reconocer sus olores, familiarizarse con los vigilantes («algunos saben más que muchos expertos», dice Maier), descubrir pasillos cerrados al público, colarse de vez en cuando en un taller de restauración. «El Prado no es solo lo que se cuelga en las paredes. Hay una vida secreta, cotidiana, silenciosa, que late debajo de las salas. Y eso también quería contarlo». ‘Cuaderno del Prado’ trata también sobre el tiempo, la atención, la observación, y sobre las personas. Los visitantes aparecen dibujados con tanto cuidado como los cuadros, hay niños sentados por estar en una excursión, turistas que se confunden de sala, señoras que se persignan delante de una Virgen, jubilados que se sientan cada tarde en el mismo banco. Maier se permite decir que los cuadros de Rafael le dan «pereza por ser tan perfectos», que Rubens «pintaba tanto que se queda desigual», y que «no puede soportar», a su Duque de Lerma. Ella, diciendo esto, permanece calmada: «Todo el mundo tiene manía a algún cuadro, pero parece que soy la única que no tiene miedo a decirlo». Pero lo hace desde una honestidad gozosa. El arte, dice, también puede hacernos reír. «Hay cuadros que son graciosos, grotescos, desproporcionados. Los artistas eran humanos. Algunos incluso tenían sentido del humor».Entender sin visitar es… ¿imposible?Ximena tiene a sus favoritos: «Velázquez es glorioso», dice con entusiasmo, como si acabara de volver de ver ‘Las Meninas’. De hecho, le ocurre algo curioso con ese cuadro: si lo tiene delante, no puede pensar en otra cosa. «Si estuviéramos haciendo esta entrevista en la sala 12, donde están Las Meninas, no podría mantener la atención. Se me irían los ojos. Es como tener un fuego artificial en la cara todo el rato. Precioso, pero no puedes vivir así».Y en ese mirar, claro, están Goya y Velázquez. «El Prado no es un museo completista, pero lo que tiene, lo tiene en profundidad. Y con Goya y Velázquez ocurre eso: si no los has visto aquí, no los entiendes. Hasta que no ves cómo Velázquez coloca una pincelada, o cómo Goya te agarra por la solapa con una historia… no los comprendes», dice Maier, sin titubear ni un solo segundo. «Velázquez es la técnica llevada al límite. Y Goya al contrario, a veces pinta mal. Pero eso también es lo que le da potencia».¿Se puede ver mal un museo? ¿Se puede mirar mal el arte? «Eso es justo lo que hay que desterrar. A veces puedes venir solo a pasear, o a mirar a la gente, o a tomar un café en mitad del recorrido. No hace falta que te encante el arte para que la visita merezca la pena. Yo, por ejemplo, odio ir de compras. Pero intento sacarle algo. Con los museos pasa igual. No tienes que entenderlo todo, ni emocionarte siempre. Basta con estar». Y estar, a veces, puede ser solo un rato. «Dos horas son una eternidad si sabes mirar. El propio museo sugiere un recorrido de 45 minutos para ver las obras maestras. Y está bien. Es como un capítulo de una serie». En su libro propone su propio itinerario: menos encorsetado, más fluido. «No es el clásico recorrido de obras maestras. Prefiero que veas bien una parte. Puedes pasarte 45 minutos viendo solo Goya y Velázquez y te vas a casa con una sonrisa».Niños que no dejan de dibujarLa conversación vuelve una y otra vez al dibujo. Para Maier, dibujar y mirar son una sola cosa. «Si tú estás delante de un cuadro y yo te digo ‘míralo tres minutos’, a los 40 segundos ya estás inquieto. Pero si te doy un lápiz y te pido que lo dibujes, de pronto estás diez minutos mirando un detalle, una sombra, una línea. Dibujar obliga a mirar con atención. Es una forma de anclarte al presente».Eso la lleva a hablar del próximo libro en el que está trabajando: un cuaderno sobre su casa. «Después de tanto mirar lo sublime, he decidido mirarme a mí misma. Me he mudado al campo, me he vuelto ceramista. El libro será sobre esa transformación». Dice que los ilustradores son niños que nunca dejaron de dibujar. Que todos dibujamos de pequeños, y que los que se dedican a esto, simplemente siguieron. Lo tuvo claro muy pronto. «Recuerdo un momento en el que me di cuenta de que los dibujos de los cuentos los había hecho alguien. Y pensé: yo quiero ser esa persona». Hoy, esa persona tiene una credencial que le permite pasear sola por el museo cuando aún está vacío. Tiene dibujos de plumas de avestruz, perros barrocos, angelotes con panza, miradas perdidas. Tiene, sobre todo, una forma de mirar que no busca deslumbrar, sino invitar. Como quien entra en una sala, se sienta frente a un cuadro, y empieza a dibujar. Sin más.
Hay quien entra en el Prado como quien entra en una catedral: con la cabeza baja, en silencio, esperando ser iluminado. Otros, los más entrenados, recorren sus salas como si completaran una carrera de obstáculos, armados con guías, listas mentales, nociones previas y un leve … sentido de culpa. Pero hay una tercera forma, mucho más infrecuente, casi utópica: la de quien entra sin más pretensión que mirar, pero mirar de verdad.
Eso fue lo que hizo la ilustradora Ximena Maier durante doce meses, pero acompañada con un set de acuarelas y un cuaderno. Estuvo un año entero sentándose frente a los cuadros como quien conversa con un amigo íntimo. Dibujo a dibujo, paso a paso, convirtió el museo en una extensión de sí misma, y de esa experiencia nació ‘Cuaderno del Prado’, un libro que es a la vez cuaderno de campo, diario íntimo, mapa emocional y homenaje vital al universo suspendido en el tiempo que es el Prado.
Con voz reposada, pausada como sus trazos, Maier recuerda que todo empezó casi como una osadía: «Estuve la mañana entera en el museo y rellené un cuaderno entero. Se crea una dinámica cuando te fijas en cosas diferentes». Lo dice como quien aún no se lo cree del todo, sabiendo que ese tipo de accesos no suelen concederse fácilmente (aunque para ella fue solo «pedir permiso»). Pero hubo algo en su propuesta que convenció: el dibujo como herramienta para estar, para mirar, para habitar las obras desde un lugar personal, sin dogmas ni solemnidades.
«Poder entrar cuando aún no ha llegado nadie, ver cómo encienden las luces… es un privilegio. Es lo mejor que me ha pasado nunca», dice, mientras muestra con orgullo el ‘Pase de Honor’ que el Prado le concedió, una credencial que la autorizaba a moverse libremente por el edificio. «Solo aceptan donaciones muy específicas. Que hayan aceptado mi cuaderno en la colección es un milagro». Pero el cuaderno, más allá del objeto, es también una convivencia. Durante un año, Maier recorrió el museo a diario, cuaderno en mano, lápiz siempre con punta. «Lo pedí como algo puntual, pero acabaron dejándome pasear por todas partes», cuenta. «Descubrí un universo oculto. Lo que vemos del Prado es la punta del iceberg, está lleno de detalles que pasan desapercibidos porque vamos demasiado rápido».
La vida secreta del Museo del Prado
Los dibujos de Ximena Maier no pretenden copiar la realidad ni capturarla con precisión académica. Son apuntes sueltos, líneas vivas, que recogen más atmósfera que forma. A veces se limitan a los pájaros de las esquinas de los cuadros, a las cabezas decapitadas, a los discretos libros que sostienen los protagonistas de las pinturas (que, curiosamente, ningún rey porta nunca uno). Desde fuera, dibujar puede parecer sencillo, pero no lo es. Hay una entrega física: se trata de permanecer sentado frente a una obra, en un museo lleno de turistas, de ruido, de protocolos de seguridad y de movimiento, requiere una paciencia casi monástica.
La experiencia fue también asistir a la pinacoteca como si fuera una casa, una rutina. Escuchar sus sonidos, reconocer sus olores, familiarizarse con los vigilantes («algunos saben más que muchos expertos», dice Maier), descubrir pasillos cerrados al público, colarse de vez en cuando en un taller de restauración. «El Prado no es solo lo que se cuelga en las paredes. Hay una vida secreta, cotidiana, silenciosa, que late debajo de las salas. Y eso también quería contarlo». ‘Cuaderno del Prado’ trata también sobre el tiempo, la atención, la observación, y sobre las personas. Los visitantes aparecen dibujados con tanto cuidado como los cuadros, hay niños sentados por estar en una excursión, turistas que se confunden de sala, señoras que se persignan delante de una Virgen, jubilados que se sientan cada tarde en el mismo banco.
Maier se permite decir que los cuadros de Rafael le dan «pereza por ser tan perfectos», que Rubens «pintaba tanto que se queda desigual», y que «no puede soportar», a su Duque de Lerma. Ella, diciendo esto, permanece calmada: «Todo el mundo tiene manía a algún cuadro, pero parece que soy la única que no tiene miedo a decirlo». Pero lo hace desde una honestidad gozosa. El arte, dice, también puede hacernos reír. «Hay cuadros que son graciosos, grotescos, desproporcionados. Los artistas eran humanos. Algunos incluso tenían sentido del humor».
Entender sin visitar es… ¿imposible?
Ximena tiene a sus favoritos: «Velázquez es glorioso», dice con entusiasmo, como si acabara de volver de ver ‘Las Meninas’. De hecho, le ocurre algo curioso con ese cuadro: si lo tiene delante, no puede pensar en otra cosa. «Si estuviéramos haciendo esta entrevista en la sala 12, donde están Las Meninas, no podría mantener la atención. Se me irían los ojos. Es como tener un fuego artificial en la cara todo el rato. Precioso, pero no puedes vivir así».
Y en ese mirar, claro, están Goya y Velázquez. «El Prado no es un museo completista, pero lo que tiene, lo tiene en profundidad. Y con Goya y Velázquez ocurre eso: si no los has visto aquí, no los entiendes. Hasta que no ves cómo Velázquez coloca una pincelada, o cómo Goya te agarra por la solapa con una historia… no los comprendes», dice Maier, sin titubear ni un solo segundo. «Velázquez es la técnica llevada al límite. Y Goya al contrario, a veces pinta mal. Pero eso también es lo que le da potencia».
¿Se puede ver mal un museo? ¿Se puede mirar mal el arte? «Eso es justo lo que hay que desterrar. A veces puedes venir solo a pasear, o a mirar a la gente, o a tomar un café en mitad del recorrido. No hace falta que te encante el arte para que la visita merezca la pena. Yo, por ejemplo, odio ir de compras. Pero intento sacarle algo. Con los museos pasa igual. No tienes que entenderlo todo, ni emocionarte siempre. Basta con estar». Y estar, a veces, puede ser solo un rato. «Dos horas son una eternidad si sabes mirar. El propio museo sugiere un recorrido de 45 minutos para ver las obras maestras. Y está bien. Es como un capítulo de una serie». En su libro propone su propio itinerario: menos encorsetado, más fluido. «No es el clásico recorrido de obras maestras. Prefiero que veas bien una parte. Puedes pasarte 45 minutos viendo solo Goya y Velázquez y te vas a casa con una sonrisa».
Niños que no dejan de dibujar
La conversación vuelve una y otra vez al dibujo. Para Maier, dibujar y mirar son una sola cosa. «Si tú estás delante de un cuadro y yo te digo ‘míralo tres minutos’, a los 40 segundos ya estás inquieto. Pero si te doy un lápiz y te pido que lo dibujes, de pronto estás diez minutos mirando un detalle, una sombra, una línea. Dibujar obliga a mirar con atención. Es una forma de anclarte al presente».
Eso la lleva a hablar del próximo libro en el que está trabajando: un cuaderno sobre su casa. «Después de tanto mirar lo sublime, he decidido mirarme a mí misma. Me he mudado al campo, me he vuelto ceramista. El libro será sobre esa transformación». Dice que los ilustradores son niños que nunca dejaron de dibujar. Que todos dibujamos de pequeños, y que los que se dedican a esto, simplemente siguieron. Lo tuvo claro muy pronto. «Recuerdo un momento en el que me di cuenta de que los dibujos de los cuentos los había hecho alguien. Y pensé: yo quiero ser esa persona». Hoy, esa persona tiene una credencial que le permite pasear sola por el museo cuando aún está vacío. Tiene dibujos de plumas de avestruz, perros barrocos, angelotes con panza, miradas perdidas. Tiene, sobre todo, una forma de mirar que no busca deslumbrar, sino invitar. Como quien entra en una sala, se sienta frente a un cuadro, y empieza a dibujar. Sin más.
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