¿Dónde y cómo situar a los autores excéntricos, raros, intempestivos, zombis, a todos cuantos, en sucesivas generaciones, fueron vistos como disidentes de la escritura más corriente y normalizada de su época? Rubén Darío y Pere Gimferrer ya los agruparon en sendos libros deslumbrantes. Ahora, como reyes de las sombras, aparecen en Sobre la persistencia de los raros, un lúcido artículo de Javier Serena en Cuadernos hispanoamericanos. Se habla ahí de cómo, al eludir la escritura acomodada del momento, los intempestivos presentan propuestas más genuinas, ideas que en ocasiones contribuyen a la necesaria renovación del tedio de la literatura conocida. Recuerdo que Sergio Pitol decía de ellos que eran la alegría misma cuando irrumpían “con un discurso provocador, disparatado y rebosante de entusiasmo en medio de una cena desabrida y una conversación desganada”.
Por la singularidad de su senda única y la obstinación que muestran con sus desvíos y errores algunos atraviesan intactos su tiempo, como está sucediendo ahora mismo en los casos, por ejemplo, de Proust, Kafka, Beckett, Borges, raros en sus inicios y que han acabado convirtiéndose en los a veces casi invisibles, padres de la mejor literatura de nuestro tiempo. Esto ha ocurrido tal vez porque estiraron su “error propio”, perseveraron en él y, en lugar de corregirlo, lo exploraron a fondo hasta convertirlo en estilo, en una voz singular que estaría revelándonos el origen de la gran literatura.
¿Y qué pretenden con esto? Tal vez se esfuerzan en reiterar y estirar su anomalía porque buscan llegar un día al texto definitivo, perfecto. Recuérdese el caso de John Banville y la señora sentada en la primera fila que en el inevitable turno de preguntas le increpó: “¿Cuándo va a dejar de escribir sobre gente que mata mujeres?”. Banville, imperturbable. Le contestó: “Cuando me salga bien, dejaré de hacerlo”.
Se trataría, por tanto, de persistir en tu propio error, hasta que este cree un estilo propio. De esto habla Javier Serena cuando cita Fallar otra vez, el libro de Alan Pauls en Gris Tormenta, la editorial de Querétaro. En él se aborda la existencia de ese “error propio” o —como lo llaman algunos— “defecto de fábrica” que, al no solo persistir, sino desarrollarse en direcciones inéditas, acaba con el tedio de la literatura conocida.
A propósito de esto, un apunte final: no es que la novela —como tanto se pregonara en una época— haya muerto, sino que, a causa de un “defecto de fábrica” ya nació muerta. ¿O no es la novela un género al que le resulta imposible representar la realidad, cruzar al otro lado del espejo? ¿O no trata precisamente de esto el Quijote? La novela es, como dice Tom McCarthy, una forma de arte zombi, dado que la reflexión pura y dura en torno a ese “defecto de fábrica” es lo que la hace tan interesante, y más teniendo en cuenta que su muerte es la condición previa a su regeneración perpetua.
Y bueno, a partir de ahí, y siempre que les apetezca, si por casualidad oyen decir a alguien que el zombi es la gran figura de Occidente, háganme caso: créanle.
En ‘Sobre la persistencia de los raros’, un lúcido artículo de Javier Serena, se explora cómo la obstinación en el error puede convertirse en el origen de la gran literatura
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En ‘Sobre la persistencia de los raros’, un lúcido artículo de Javier Serena, se explora cómo la obstinación en el error puede convertirse en el origen de la gran literatura


¿Dónde y cómo situar a los autores excéntricos, raros, intempestivos, zombis, a todos cuantos, en sucesivas generaciones, fueron vistos como disidentes de la escritura más corriente y normalizada de su época? Rubén Darío y Pere Gimferrer ya los agruparon en sendos libros deslumbrantes. Ahora, como reyes de las sombras, aparecen en Sobre la persistencia de los raros, un lúcido artículo de Javier Serena en Cuadernos hispanoamericanos. Se habla ahí de cómo, al eludir la escritura acomodada del momento, los intempestivos presentan propuestas más genuinas, ideas que en ocasiones contribuyen a la necesaria renovación del tedio de la literatura conocida. Recuerdo que Sergio Pitol decía de ellos que eran la alegría misma cuando irrumpían “con un discurso provocador, disparatado y rebosante de entusiasmo en medio de una cena desabrida y una conversación desganada”.
Por la singularidad de su senda única y la obstinación que muestran con sus desvíos y errores algunos atraviesan intactos su tiempo, como está sucediendo ahora mismo en los casos, por ejemplo, de Proust, Kafka, Beckett, Borges, raros en sus inicios y que han acabado convirtiéndose en los a veces casi invisibles, padres de la mejor literatura de nuestro tiempo. Esto ha ocurrido tal vez porque estiraron su “error propio”, perseveraron en él y, en lugar de corregirlo, lo exploraron a fondo hasta convertirlo en estilo, en una voz singular que estaría revelándonos el origen de la gran literatura.
¿Y qué pretenden con esto? Tal vez se esfuerzan en reiterar y estirar su anomalía porque buscan llegar un día al texto definitivo, perfecto. Recuérdese el caso de John Banville y la señora sentada en la primera fila que en el inevitable turno de preguntas le increpó: “¿Cuándo va a dejar de escribir sobre gente que mata mujeres?”. Banville, imperturbable. Le contestó: “Cuando me salga bien, dejaré de hacerlo”.
Se trataría, por tanto, de persistir en tu propio error, hasta que este cree un estilo propio. De esto habla Javier Serena cuando cita Fallar otra vez, el libro de Alan Pauls en Gris Tormenta, la editorial de Querétaro. En él se aborda la existencia de ese “error propio” o —como lo llaman algunos— “defecto de fábrica” que, al no solo persistir, sino desarrollarse en direcciones inéditas, acaba con el tedio de la literatura conocida.
A propósito de esto, un apunte final: no es que la novela —como tanto se pregonara en una época— haya muerto, sino que, a causa de un “defecto de fábrica” ya nació muerta. ¿O no es la novela un género al que le resulta imposible representar la realidad, cruzar al otro lado del espejo? ¿O no trata precisamente de esto el Quijote? La novela es, como dice Tom McCarthy, una forma de arte zombi, dado que la reflexión pura y dura en torno a ese “defecto de fábrica” es lo que la hace tan interesante, y más teniendo en cuenta que su muerte es la condición previa a su regeneración perpetua.
Y bueno, a partir de ahí, y siempre que les apetezca, si por casualidad oyen decir a alguien que el zombi es la gran figura de Occidente, háganme caso: créanle.
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Sobre la firma

Enrique Vila-Matas (1948). Narrador que mezcla ficción y ensayo. En su obra destacan ‘Historia abreviada de la literatura portátil’, ‘Bartleby y compañía’, ‘El mal de Montano’, ‘Kassel no invita a la lógica’, y ‘Montevideo’. Prix Médicis-Étranger, premio de la FIL Guadalajara, premio Formentor, premio Rómulo Gallegos. Traducido a 38 idiomas.
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