¿Qué retrata una ciudad? ¿Qué la define? ¿Qué permite comprenderla? ¿Cuántas ciudades desconocemos en la que creemos conocer? La arquitecta Leticia Ruifernández (Madrid, 1976) lee la ciudad en novelas y ensayos. Se tropieza con ella en la rutina neoyorquina de Zadie Smith, en la infancia mexicana de Valeria Luiselli, en la soledad que conduce a Clarice Lispector hasta Río de Janeiro, en cómo, cuánto y cuándo se duerme en el Bombay de Saadat Hasan Manto; en la mezcla de lo viejo y lo nuevo que florece en El Cairo de Radwa Ashur y en el reparto de los huesos de Santa Teresa en varias iglesias romanas en la Roma de Igiaba Scego.
Nacida en Roma, Scego es hija de padres somalíes. Y tiene un libro que la define: Mi casa está donde estoy yo (Nórdica). Ruifernández la retrata con esa preocupación por juntar los huesos de la santa. “Escucho su deseo inmenso de volver a juntarse fémures, costillas y falanges en un único esqueleto”. “Las calles del Trastevere son como esos huesos de la santa: se están buscando”, escribe. También queda retratada como conocedora de su ciudad, donde “el pueblo ya hace muchos años que se marchó del centro. Ahora solo queda la leyenda, bares y restaurantes para todos los bolsillos”. El padre de Scego “como buen político africano sabía hablar con fluidez muchas lenguas”. Y en Roma se reinventó como comerciante. “No teníamos nada pero éramos generosos. En tierra extranjera, no puede negarse la hospitalidad a un paisano”, explica en el capítulo dedicado al Trastevere de su libro.
En la Roma de Scego manda el catolicismo: “Sin misa no había ni comida ni trabajo, si querías comer tenías que lavarte las manos, sentarte a la mesa y antes tragarte la misa entera”. Tal vez por eso ella opina que la espiritualidad debe surgir de dentro de cada uno, no puede imponerse por la fuerza. “Si quiere ayudar por caridad cristiana, ayude, pero sin pedir una misa a cambio”. Con ese origen, Ruifernández dibuja una Roma silenciosa, vacía, donde pesa mucho la cúpula de San Pedro. Y toda la ciudad parece iluminada con un solo vatio.
En las ciudades elegidas por Leticia Ruifernández, en sus dibujos, en los escritos de las autoras que ha leído y en la mirada de la ilustradora, se retratan ciudades. ¿Cómo? A veces con sueños perdidos. Otras con historias personales. Otras con sombras. Muchas veces con perspectivas, vistas, calles, monumentos e incluso ausencias. También con reflexiones. La ilustradora reduce Bombay a un elefante que acaricia el rostro de un niño. Pero Saadat Hasan Manto describe Bombay como “un lugar donde vivían todos pegados unos a otros, pero no se preocupaban lo más mínimo por el prójimo. Un lugar donde todos son dignos de compasión y nadie se compadece. Un lugar donde no existe la amistad. Las personas que residían en aquel edificio eran de esas que duermen de día y de noche están despiertas y que por la noche tenían que trabajar en la fábrica cercana”.
Para Ruifernández, la arena del Cairo es amarilla, los camellos son apenas una mancha en el horizonte. En París pesan los tejados. Es una ciudad gris. Jerusalén es una terraza donde solo fuman hombres calvos. Y todos los colores de la ciudad se concentran en una favela de Río de Janeiro.
Diecinueve de septiembre de 1985. 7.20 de la mañana. La gente está durmiendo, duchándose o dando un beso a los niños antes de que vayan a la escuela. Colonia Roma, Colonia Nápoles, Colonia Juárez, Colonia Condesa, Colonia obrera, San Rafael, Doctores, Mixcoac, Santa María de la Ribera… un golpe lento, duro y profundo y todo se viene abajo. Varios edificios funcionalistas de Pani, inspirados en Le Corbusier, se vienen abajo. “Los proyectos de felicidad de la clase media se derrumbaron. Fue culpa de Pani”, escribe Valeria Luiselli en su libro Proyectos de felicidad, “aún más de Le Corbusier”. “¿Por qué México tiene que importar música extranjera, arquitectura extranjera, todo extranjero? ¿Por qué no escuchamos mejor a Rockdrigo?”, se pregunta. Y con esa pregunta deja otras preguntas en el aire. ¿Qué ha aportado y qué ha restado la globalización de la arquitectura? ¿La de los arquitectos? ¿Cómo ha marcado la generalización de ese fenómeno las ciudades? ¿Qué hace cambiar una ciudad?
Luiselli concluye que la ciudad en la que creció “no ha cambiado ni cambiará”. “Fuimos nosotros los que cambiaron y nuestra salvaje forma de libertad la que se desplomó”, cuenta. Por eso describe el D.F. de su infancia cuando “la ciudad se abría como una flor venenosa”, antes de que ella y sus amigos se marcharan a buscarse la vida por su cuenta.
Todas estas ciudades componen el mundo al que Ruifernández se asoma con sus dibujos y con los textos de otros escritores. Son urbes que acogen y transforman, que expulsan, que permiten la convivencia del miedo con el sueño y de la rutina con lo inesperado. Son ciudades que, siendo cada una, una, multiplicamos entre todos: ilustradora, escritores y lectores, observándolas de manera diversa. ¿Por qué? Porque cualquier ciudad es un puzle que cambia y permanece a la vez que siempre vemos parcialmente y que, por eso, jamás llegaremos a conocer.
La arquitecta Leticia Ruifernández dibuja en ‘La Ciudad’ escenas urbanas narradas por Zadie Smith, Clarice Lispector, Valeria Luiselli o Igiaba Scego
¿Qué retrata una ciudad? ¿Qué la define? ¿Qué permite comprenderla? ¿Cuántas ciudades desconocemos en la que creemos conocer? La arquitecta Leticia Ruifernández (Madrid, 1976) lee la ciudad en novelas y ensayos. Se tropieza con ella en la rutina neoyorquina de Zadie Smith, en la infancia mexicana de Valeria Luiselli, en la soledad que conduce a Clarice Lispector hasta Río de Janeiro, en cómo, cuánto y cuándo se duerme en el Bombay de Saadat Hasan Manto; en la mezcla de lo viejo y lo nuevo que florece en El Cairo de Radwa Ashur y en el reparto de los huesos de Santa Teresa en varias iglesias romanas en la Roma de Igiaba Scego.
Nacida en Roma, Scego es hija de padres somalíes. Y tiene un libro que la define: Mi casa está donde estoy yo (Nórdica). Ruifernández la retrata con esa preocupación por juntar los huesos de la santa. “Escucho su deseo inmenso de volver a juntarse fémures, costillas y falanges en un único esqueleto”. “Las calles del Trastevere son como esos huesos de la santa: se están buscando”, escribe. También queda retratada como conocedora de su ciudad, donde “el pueblo ya hace muchos años que se marchó del centro. Ahora solo queda la leyenda, bares y restaurantes para todos los bolsillos”. El padre de Scego “como buen político africano sabía hablar con fluidez muchas lenguas”. Y en Roma se reinventó como comerciante. “No teníamos nada pero éramos generosos. En tierra extranjera, no puede negarse la hospitalidad a un paisano”, explica en el capítulo dedicado al Trastevere de su libro.
En la Roma de Scego manda el catolicismo: “Sin misa no había ni comida ni trabajo, si querías comer tenías que lavarte las manos, sentarte a la mesa y antes tragarte la misa entera”. Tal vez por eso ella opina que la espiritualidad debe surgir de dentro de cada uno, no puede imponerse por la fuerza. “Si quiere ayudar por caridad cristiana, ayude, pero sin pedir una misa a cambio”. Con ese origen, Ruifernández dibuja una Roma silenciosa, vacía, donde pesa mucho la cúpula de San Pedro. Y toda la ciudad parece iluminada con un solo vatio.
En las ciudades elegidas por Leticia Ruifernández, en sus dibujos, en los escritos de las autoras que ha leído y en la mirada de la ilustradora, se retratan ciudades. ¿Cómo? A veces con sueños perdidos. Otras con historias personales. Otras con sombras. Muchas veces con perspectivas, vistas, calles, monumentos e incluso ausencias. También con reflexiones. La ilustradora reduce Bombay a un elefante que acaricia el rostro de un niño. Pero Saadat Hasan Manto describe Bombay como “un lugar donde vivían todos pegados unos a otros, pero no se preocupaban lo más mínimo por el prójimo. Un lugar donde todos son dignos de compasión y nadie se compadece. Un lugar donde no existe la amistad. Las personas que residían en aquel edificio eran de esas que duermen de día y de noche están despiertas y que por la noche tenían que trabajar en la fábrica cercana”.
Para Ruifernández, la arena del Cairo es amarilla, los camellos son apenas una mancha en el horizonte. En París pesan los tejados. Es una ciudad gris. Jerusalén es una terraza donde solo fuman hombres calvos. Y todos los colores de la ciudad se concentran en una favela de Río de Janeiro.
Diecinueve de septiembre de 1985. 7.20 de la mañana. La gente está durmiendo, duchándose o dando un beso a los niños antes de que vayan a la escuela. Colonia Roma, Colonia Nápoles, Colonia Juárez, Colonia Condesa, Colonia obrera, San Rafael, Doctores, Mixcoac, Santa María de la Ribera… un golpe lento, duro y profundo y todo se viene abajo. Varios edificios funcionalistas de Pani, inspirados en Le Corbusier, se vienen abajo. “Los proyectos de felicidad de la clase media se derrumbaron. Fue culpa de Pani”, escribe Valeria Luiselli en su libro Proyectos de felicidad, “aún más de Le Corbusier”. “¿Por qué México tiene que importar música extranjera, arquitectura extranjera, todo extranjero? ¿Por qué no escuchamos mejor a Rockdrigo?”, se pregunta. Y con esa pregunta deja otras preguntas en el aire. ¿Qué ha aportado y qué ha restado la globalización de la arquitectura? ¿La de los arquitectos? ¿Cómo ha marcado la generalización de ese fenómeno las ciudades? ¿Qué hace cambiar una ciudad?

Luiselli concluye que la ciudad en la que creció “no ha cambiado ni cambiará”. “Fuimos nosotros los que cambiaron y nuestra salvaje forma de libertad la que se desplomó”, cuenta. Por eso describe el D.F. de su infancia cuando “la ciudad se abría como una flor venenosa”, antes de que ella y sus amigos se marcharan a buscarse la vida por su cuenta.
Todas estas ciudades componen el mundo al que Ruifernández se asoma con sus dibujos y con los textos de otros escritores. Son urbes que acogen y transforman, que expulsan, que permiten la convivencia del miedo con el sueño y de la rutina con lo inesperado. Son ciudades que, siendo cada una, una, multiplicamos entre todos: ilustradora, escritores y lectores, observándolas de manera diversa. ¿Por qué? Porque cualquier ciudad es un puzle que cambia y permanece a la vez que siempre vemos parcialmente y que, por eso, jamás llegaremos a conocer.
EL PAÍS