Les escribimos a los muertos necrológicas prodigiosas, capaces de mirar con perspectiva vidas que se acaban de morir. Convertimos la muerte en el hecho más relevante, que convoca nuestros juicios más templados y más justos, resueltos a señalar lo grande y a aparcar lo menudo porque, en la muerte, todo es relativo o lo parece. En la muerte las cosas acaban por ponerse en su sitio y se sabe mejor aquello que valió de una vida. A veces pasa, aunque suene ridículo, que hace falta morirse, y hasta que pase el tiempo, para que se haga justicia con una obra o con una trayectoria.
Se han escrito necrológicas imbatibles en la muerte de Mario Vargas Llosa y, en todas las que he leído, se hablaba bien de él. No creo que sea por esa necesidad, tan humana, de ensalzar a quienes se han ido; sino porque la necrológica requiere de una condición distinta al resto de las crónicas: la necesidad de ser justa con altura de miras y resumir, en un puñado de párrafos, lo relevante de una obra y de una vida. De hecho, lo crucial para escribir de un hombre o de una mujer será detectar lo que les va a trascender, y por eso no se puede escribir de Vargas Llosa sin explicar su aportación para cambiar la literatura y crear eso que él celebraba tanto, los mundos imaginarios.
A mí lo que me apena es que haya que esperar a las necrológicas. Que haga falta la muerte para que los recuerdos y los juicios resulten así de lúcidos, capaces de separar lo importante de lo que no lo es y, más que eso, de celebrar la obra de alguien sin esperar a que se muera. Los obituarios habría que hacérselos a los vivos. Primero, para que se defiendan. Y luego para llamarnos al resto la atención sobre trayectorias que valgan la pena. Por lo pronto, la de esos escritores que se pelean hoy por seducir a nuevos lectores en pleno combate contra las redes sociales, las alertas de los teléfonos y, en fin, la distracción de nuestra época.
Conviene escribir las necrológicas a los vivos, sin miedo ni vergüenza, por hacerles saber que les admiramos. Sean grandes autores o pequeños. Sean autores o no. Basta con que nos resulten ejemplares por la proeza de haber escrito La fiesta del Chivo o, qué sé yo, por haber hecho algo por los demás. Supongo que eso era la lucidez: que no haga falta que se muera nadie para saber ver dónde estaba lo trascendente de una vida. Si no, para cuando vengan la muerte y las necrológicas, será ya tarde, como suele pasar con todo.
Las necrológicas habría que hacérselas a los vivos. Primero, para que se defiendan. Y luego para llamarnos al resto la atención sobre trayectorias que valgan la pena
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Las necrológicas habría que hacérselas a los vivos. Primero, para que se defiendan. Y luego para llamarnos al resto la atención sobre trayectorias que valgan la pena


Les escribimos a los muertos necrológicas prodigiosas, capaces de mirar con perspectiva vidas que se acaban de morir. Convertimos la muerte en el hecho más relevante, que convoca nuestros juicios más templados y más justos, resueltos a señalar lo grande y a aparcar lo menudo porque, en la muerte, todo es relativo o lo parece. En la muerte las cosas acaban por ponerse en su sitio y se sabe mejor aquello que valió de una vida. A veces pasa, aunque suene ridículo, que hace falta morirse, y hasta que pase el tiempo, para que se haga justicia con una obra o con una trayectoria.
Se han escrito necrológicas imbatibles en la muerte de Mario Vargas Llosa y, en todas las que he leído, se hablaba bien de él. No creo que sea por esa necesidad, tan humana, de ensalzar a quienes se han ido; sino porque la necrológica requiere de una condición distinta al resto de las crónicas: la necesidad de ser justa con altura de miras y resumir, en un puñado de párrafos, lo relevante de una obra y de una vida. De hecho, lo crucial para escribir de un hombre o de una mujer será detectar lo que les va a trascender, y por eso no se puede escribir de Vargas Llosa sin explicar su aportación para cambiar la literatura y crear eso que él celebraba tanto, los mundos imaginarios.
A mí lo que me apena es que haya que esperar a las necrológicas. Que haga falta la muerte para que los recuerdos y los juicios resulten así de lúcidos, capaces de separar lo importante de lo que no lo es y, más que eso, de celebrar la obra de alguien sin esperar a que se muera. Los obituarios habría que hacérselos a los vivos. Primero, para que se defiendan. Y luego para llamarnos al resto la atención sobre trayectorias que valgan la pena. Por lo pronto, la de esos escritores que se pelean hoy por seducir a nuevos lectores en pleno combate contra las redes sociales, las alertas de los teléfonos y, en fin, la distracción de nuestra época.
Conviene escribir las necrológicas a los vivos, sin miedo ni vergüenza, por hacerles saber que les admiramos. Sean grandes autores o pequeños. Sean autores o no. Basta con que nos resulten ejemplares por la proeza de haber escrito La fiesta del Chivo o, qué sé yo, por haber hecho algo por los demás. Supongo que eso era la lucidez: que no haga falta que se muera nadie para saber ver dónde estaba lo trascendente de una vida. Si no, para cuando vengan la muerte y las necrológicas, será ya tarde, como suele pasar con todo.
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Sobre la firma

José Luis Sastre (Alberic, 1983) es licenciado en Periodismo por la UAB con premio Extraordinario. Ha sido redactor, editor, corresponsal político y presentador en la Cadena SER. Creador de varios podcasts, actualmente copresenta Sastre y Maldonado. Es subdirector de Hoy por Hoy y columnista en EL PAÍS. Autor de Las frases robadas (Plaza y Janés).
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