Hay al menos dos novelones que se pueden leer por las paredes de Madrid. Uno, El Quijote, se despliega por los muros del andén de metro de la plaza de España. El otro, Fortunata y Jacinta, cuelga en los de Ríos Rosas. Es sorprendente que esos tochos quepan en esas paredes: es que no son tan largos como imaginamos, ni las paredes tan cortas. Me pregunto si algún viajero habitual, jornada tras jornada, frase a frase, se los ha conseguido leer mientras espera al próximo convoy camino al curro. (Inciso: qué triste es ir a currar). Aunque eso, un texto extendido en un muro, no es un libro, sino todo lo contrario.
Un libro no se expande en una pared. Un libro es un texto condensado en un pequeño volumen que, por lo general, se sostiene en la mano. Más allá de estéticas y metafísicas, un libro es un artefacto que pliega una superficie muy grande en un volumen muy pequeño; es un ingenio geométrico, más que literario, que aglutina lo bidimensional recurriendo a la tercera dimensión. Y es una tecnología imbatible: mientras que los discos o los DVD fueron arrasados por los formatos intangibles, el libro físico sigue ahí, sin que el electrónico suponga una amenaza, solamente un complemento.
Hablamos de esto porque se acerca el Día del Libro, hito anual de este negocio. Me gustan los libros: me gusta trajinar con ellos, tocarlos, oleros, mirarlos en la estantería, porque buena parte del alquiler que pago se lo pago a los libros, que se repantingan en buena parte de la casa, que hacen metástasis por las esquinas, formando pequeños montoncitos, y que cada vez reclaman más territorio, muy a tono con esta época de nuevos imperialismos.
El escritor Augusto Monterroso tuvo problemas para deshacerse de 500 libros (al final fueron unos 20). Paco Umbral, decía, los arrojaba a la piscina de su dacha de Majadahonda: cuando el piscinero llegaba en primavera se encontraba una masa de papel acuoso. Hay bibliófilos que han muerto aplastados por sus volúmenes o quemados en un incendio bibliotecario.
¡Yo algunos libros hasta los leo! Trabajo con libros, los cito, los reseño, los escribo. El problema es que hay muchísimos libros. Cada año se publican unos 90.000 títulos en España: la industria editorial es como una bicicleta que, si se para, se descalabra. Algunos autores y editores deberían de ver las decenas de novedades que llegan cada día a la sección de Cultura. Algunos no serían tan inquisitivos: “Oye, ¿has podido leer ya mi libro?” Da ansiedad observar cómo se apilan, igual que da ansiedad visitar una librería y sentir ese absurdo: ¿para qué hacemos más libros si hay tantísimos (y algunos buenísimos)? Pero no podemos parar.
Lo mejor de los libros es que su industria suele dar buenas noticias (y es muy raro que se den buenas noticias). El mundo está por acabarse de manera trágica, el menú de apocalipsis cotidianos cada vez está más nutrido, pero las nuevas del sector libresco, en mitad del naufragio, son buenas: el sector crece, lee mucha gente, España tira más que su entorno, el libro en papel resiste, y, contra la extendida leyenda urbana, los jóvenes leen bastante (dato no mata relato). Curiosamente, que haya más lectura no hace la realidad mejor.
Una particularidad de los libros es lo que he llamado la Ley de Conservación del Libro, análoga a otras leyes de conservación de la Física. Los libros se crean, pero pocas veces se destruyen: se almacenan al final de las casas, se donan a las bibliotecas o terminan girando en el circuito de las librerías de viejo. Destruir un libro, me enseñaron de pequeño (mientras, un final de curso, me afanaba en destruir un manual de Biología), es un delito moral. Si lo extrapolamos al infinito, puede que el peso de los libros publicados saque a la Tierra de órbita en unas pocas generaciones.
Pero, como probablemente la humanidad no dure tanto, lo que dejará a su espalda, además de residuos radioactivos y arquitectura fea, serán millones y millones de libros, que alguna nueva civilización encontrará en un momento indefinido del lejanísimo futuro. Igual que Charlton Heston encuentra la Estatua de la Libertad enterrada en la arena. Es nuestra responsabilidad, pues, publicar a la altura de las civilizaciones por venir, que pensarán en nueve dimensiones y tendrán un refinado gusto literario.
El mundo está por acabarse de manera trágica; pero las noticias sobre la lectura suelen ser buenas. Cuando el ser humano cese, dejará como rastro millones de volúmenes: es nuestra responsabilidad estar a la altura de las civilizaciones del futuro
Hay al menos dos novelones que se pueden leer por las paredes de Madrid. Uno, El Quijote, se despliega por los muros del andén de metro de Plaza de España. El otro, Fortunata y Jacinta, cuelga en los de Ríos Rosas. Es sorprendente que esos tochos quepan en esas paredes: es que no son tan largos como imaginamos, ni las paredes tan cortas. Me pregunto si algún viajero habitual, jornada tras jornada, frase a frase, se los ha conseguido leer mientras espera al próximo convoy camino al curro. (Inciso: qué triste es ir a currar). Aunque eso, un texto extendido en un muro, no es un libro, sino todo lo contrario.
Un libro no se expande en una pared. Un libro es un texto condensado en un pequeño volumen que, por lo general, se sostiene en la mano. Más allá de estéticas y metafísicas, un libro es un artefacto que pliega una superficie muy grande en un volumen muy pequeño; es un ingenio geométrico, más que literario, que aglutina lo bidimensional recurriendo a la tercera dimensión. Y es una tecnología imbatible: mientras que los discos o los DVD fueron arrasados por los formatos intangibles, el libro físico sigue ahí, sin que el electrónico suponga una amenaza, solamente un complemento.
Hablamos de esto porque se acerca el Día del Libro, hito anual de este negocio. Me gustan los libros: me gusta trajinar con ellos, tocarlos, oleros, mirarlos en la estantería, porque buena parte del alquiler que pago se lo pago a los libros, que se repantingan en buena parte de la casa, que hacen metástasis por las esquinas, formando pequeños montoncitos, y que cada vez reclaman más territorio, muy a tono con esta época de nuevos imperialismos. El escritor Augusto Monterroso tuvo problemas para deshacerse de 500 libros (al final fueron unos 20). Paco Umbral, decía, los arrojaba a la piscina de su dacha de Majadahonda: cuando el piscinero llegaba en primavera se encontraba una masa de papel acuoso. Hay bibliófilos que han muerto aplastados por sus volúmenes o quemados en un incendio bibliotecario.
¡Yo algunos libros hasta los leo! Trabajo con libros, los cito, los reseño, los escribo. El problema es que hay muchísimos libros. Cada año se publican unos 90.000 títulos en España: la industria editorial es como una bicicleta que, si se para, se descalabra. Algunos autores y editores deberían de ver las decenas de novedades que llegan cada día a la sección de Cultura. Algunos no serían tan inquisitivos: “Oye, ¿has podido leer ya mi libro?” Da ansiedad observar cómo se apilan, igual que da ansiedad visitar una librería y sentir ese absurdo: ¿Para qué hacemos más libros si hay tantísimos (y algunos buenísimos)? Pero no podemos parar.
Lo mejor de los libros es que su industria suele dar buenas noticias (y es muy raro que se den buenas noticias). El mundo está por acabarse de manera trágica, el menú de apocalipsis cotidianos cada vez está más nutrido, pero las nuevas del sector libresco, en mitad del naufragio, son buenas: el sector crece, lee mucha gente, España tira más que su entorno, el libro en papel resiste, y, contra la extendida leyenda urbana, los jóvenes leen bastante (dato no mata relato). Curiosamente, que haya más lectura no hace la realidad mejor.
Una particularidad de los libros es lo que he llamado la Ley de Conservación del Libro, análoga a otras leyes de conservación de la Física. Los libros se crean, pero pocas veces se destruyen: se almacenan al final de las casas, se donan a las bibliotecas o terminan girando en el circuito de las librerías de viejo. Destruir un libro, me enseñaron de pequeño (mientras, un final de curso, me afanaba en destruir un manual de Biología), es un delito moral. Si lo extrapolamos al infinito, puede que el peso de los libros publicados saque a la Tierra de órbita en unas pocas generaciones.
Pero, como probablemente la humanidad no dure tanto, lo que dejará a su espalda, además de residuos radioactivos y arquitectura fea, serán millones y millones de libros, que alguna nueva civilización encontrará en un momento indefinido del lejanísimo futuro. Igual que Charlton Heston encuentra la Estatua de la Libertad enterrada en la arena. Es nuestra responsabilidad, pues, publicar a la altura de las civilizaciones por venir, que pensarán en nueve dimensiones y tendrán un refinado gusto literario.
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