Hay ensayos que funcionan como un universo perfectamente ordenado y cerrado. En ellos, su autor nos ofrece todas las piezas que necesitamos para conocer un mundo complejo y los lectores, simplemente, tenemos que decidir cómo ordenarlas a base de reflexión. Otros, sin embargo, esbozan multitud de caminos, bosquejan asuntos posibles y dejan que escojamos con cuál de ellos quedarnos, a partir de nuestras propias ideas, inclinaciones o vivencias. Son ensayos que producen un efecto más de poemario que de sesudo tratado. En este segundo grupo se enmarca, sin duda, Breve tratado cocinado a fuego lento, del poeta y novelista francés Jean-Pierre Ostende.
Como todos los comienzos, el suyo es también una declaración de intenciones. El menú propuesto en este breve texto arranca por el final, por la sobremesa. Ostende nos invita a un té, pero no a uno cualquiera: un ataya, un té tradicional de Senegal que se sirve tres veces, de forma que, en palabras del autor, el primer trago sabe “amargo como la muerte”; el segundo, “dulce como la vida”, y el tercero, “almibarado como el amor”. Con ese contraste extremo de sabores en los labios, el lector ya está preparado para el viaje que se le propone y para el que es inútil activar el Google Maps. Mejor, simplemente, dejarse llevar.
Porque, a partir de ahí, el relato nos va a trasladar a todos los paisajes imaginables del mundo gastronómico: los diferentes tipos de chef (desde el cocinero amante de la geometría al melancólico), el complejo sentido del gusto, el precio justo por un plato, el amenazado modelo culinario de las abuelas, la aristocracia gastronómica con estrella y la comida como arma política, entre otros muchos asuntos que, en ocasiones, ocupan varias páginas y, en otras, son despachados a través de frases que nos dejan con la miel en los labios y con las que el autor parece querer decirnos “no querrás que piense por ti”. Trufado de citas y con un estilo descarado, políticamente incorrecto, deliciosamente anárquico, el libro nos deja pues infinitos caminos para la reflexión. Y también ingeniosas citas, de forma que, si somos amantes de leer lápiz en mano, no pararemos de subrayar frases como “la cocina no sólo sirve para tapar un agujero en el estómago: está ahí para llenar un gran vacío”, o “¿cree usted que el sexo nos lo colocaron debajo del estómago porque no sabían dónde ponerlo? ¡Por favor!”.
Sin duda, un eficaz andamiaje literario que precisa de una encomiable labor de traducción, como la realizada para esta edición por Vanesa García Cazorla, pues trasladar al castellano una obra que juega hábilmente con la lengua francesa y sus frecuentes juegos de palabras basados en la fonética resulta todo un reto ante el que, a veces, hay que claudicar con pertinentes notas explicativas y palabras dejadas en la lengua original. De otra manera se perdería, inevitablemente, el humor pícaro y la maestría poética que mantiene el texto hasta el final, donde Ostende nos regala unos anexos que, como esa tarta al final de un copioso menú, son tan innecesarios como deseables. Y es que a nadie le amarga un bocado de datos sobre Carême y Escoffier o sobre la aparición en 1801 de la palabra que da sentido a todo el libro: gastronomía.
Hay ensayos que funcionan como un universo perfectamente ordenado y cerrado. En ellos, su autor nos ofrece todas las piezas que necesitamos para conocer un mundo complejo y los lectores, simplemente, tenemos que decidir cómo ordenarlas a base de reflexión. Otros, sin embargo, esbozan multitud de caminos, bosquejan asuntos posibles y dejan que escojamos con cuál de ellos quedarnos, a partir de nuestras propias ideas, inclinaciones o vivencias. Son ensayos que producen un efecto más de poemario que de sesudo tratado. En este segundo grupo se enmarca, sin duda, Breve tratado cocinado a fuego lento, del poeta y novelista francés Jean-Pierre Ostende.Como todos los comienzos, el suyo es también una declaración de intenciones. El menú propuesto en este breve texto arranca por el final, por la sobremesa. Ostende nos invita a un té, pero no a uno cualquiera: un ataya, un té tradicional de Senegal que se sirve tres veces, de forma que, en palabras del autor, el primer trago sabe “amargo como la muerte”; el segundo, “dulce como la vida”, y el tercero, “almibarado como el amor”. Con ese contraste extremo de sabores en los labios, el lector ya está preparado para el viaje que se le propone y para el que es inútil activar el Google Maps. Mejor, simplemente, dejarse llevar.Porque, a partir de ahí, el relato nos va a trasladar a todos los paisajes imaginables del mundo gastronómico: los diferentes tipos de chef (desde el cocinero amante de la geometría al melancólico), el complejo sentido del gusto, el precio justo por un plato, el amenazado modelo culinario de las abuelas, la aristocracia gastronómica con estrella y la comida como arma política, entre otros muchos asuntos que, en ocasiones, ocupan varias páginas y, en otras, son despachados a través de frases que nos dejan con la miel en los labios y con las que el autor parece querer decirnos “no querrás que piense por ti”. Trufado de citas y con un estilo descarado, políticamente incorrecto, deliciosamente anárquico, el libro nos deja pues infinitos caminos para la reflexión. Y también ingeniosas citas, de forma que, si somos amantes de leer lápiz en mano, no pararemos de subrayar frases como “la cocina no sólo sirve para tapar un agujero en el estómago: está ahí para llenar un gran vacío”, o “¿cree usted que el sexo nos lo colocaron debajo del estómago porque no sabían dónde ponerlo? ¡Por favor!”.Sin duda, un eficaz andamiaje literario que precisa de una encomiable labor de traducción, como la realizada para esta edición por Vanesa García Cazorla, pues trasladar al castellano una obra que juega hábilmente con la lengua francesa y sus frecuentes juegos de palabras basados en la fonética resulta todo un reto ante el que, a veces, hay que claudicar con pertinentes notas explicativas y palabras dejadas en la lengua original. De otra manera se perdería, inevitablemente, el humor pícaro y la maestría poética que mantiene el texto hasta el final, donde Ostende nos regala unos anexos que, como esa tarta al final de un copioso menú, son tan innecesarios como deseables. Y es que a nadie le amarga un bocado de datos sobre Carême y Escoffier o sobre la aparición en 1801 de la palabra que da sentido a todo el libro: gastronomía. Seguir leyendo
Hay ensayos que funcionan como un universo perfectamente ordenado y cerrado. En ellos, su autor nos ofrece todas las piezas que necesitamos para conocer un mundo complejo y los lectores, simplemente, tenemos que decidir cómo ordenarlas a base de reflexión. Otros, sin embargo, esbozan multitud de caminos, bosquejan asuntos posibles y dejan que escojamos con cuál de ellos quedarnos, a partir de nuestras propias ideas, inclinaciones o vivencias. Son ensayos que producen un efecto más de poemario que de sesudo tratado. En este segundo grupo se enmarca, sin duda, Breve tratado cocinado a fuego lento, del poeta y novelista francés Jean-Pierre Ostende.
Como todos los comienzos, el suyo es también una declaración de intenciones. El menú propuesto en este breve texto arranca por el final, por la sobremesa. Ostende nos invita a un té, pero no a uno cualquiera: un ataya, un té tradicional de Senegal que se sirve tres veces, de forma que, en palabras del autor, el primer trago sabe “amargo como la muerte”; el segundo, “dulce como la vida”, y el tercero, “almibarado como el amor”. Con ese contraste extremo de sabores en los labios, el lector ya está preparado para el viaje que se le propone y para el que es inútil activar el Google Maps. Mejor, simplemente, dejarse llevar.
Porque, a partir de ahí, el relato nos va a trasladar a todos los paisajes imaginables del mundo gastronómico: los diferentes tipos de chef (desde el cocinero amante de la geometría al melancólico), el complejo sentido del gusto, el precio justo por un plato, el amenazado modelo culinario de las abuelas, la aristocracia gastronómica con estrella y la comida como arma política, entre otros muchos asuntos que, en ocasiones, ocupan varias páginas y, en otras, son despachados a través de frases que nos dejan con la miel en los labios y con las que el autor parece querer decirnos “no querrás que piense por ti”. Trufado de citas y con un estilo descarado, políticamente incorrecto, deliciosamente anárquico, el libro nos deja pues infinitos caminos para la reflexión. Y también ingeniosas citas, de forma que, si somos amantes de leer lápiz en mano, no pararemos de subrayar frases como “la cocina no sólo sirve para tapar un agujero en el estómago: está ahí para llenar un gran vacío”, o “¿cree usted que el sexo nos lo colocaron debajo del estómago porque no sabían dónde ponerlo? ¡Por favor!”.
Sin duda, un eficaz andamiaje literario que precisa de una encomiable labor de traducción, como la realizada para esta edición por Vanesa García Cazorla, pues trasladar al castellano una obra que juega hábilmente con la lengua francesa y sus frecuentes juegos de palabras basados en la fonética resulta todo un reto ante el que, a veces, hay que claudicar con pertinentes notas explicativas y palabras dejadas en la lengua original. De otra manera se perdería, inevitablemente, el humor pícaro y la maestría poética que mantiene el texto hasta el final, donde Ostende nos regala unos anexos que, como esa tarta al final de un copioso menú, son tan innecesarios como deseables. Y es que a nadie le amarga un bocado de datos sobre Carême y Escoffier o sobre la aparición en 1801 de la palabra que da sentido a todo el libro: gastronomía.

Jean-Pierre Ostende
Traducción de Vanesa García Cazorla Periférica, 2025
160 páginas. 14,56 euros
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