Las historias sobre escritores censurados e incluso perseguidos bajo regímenes totalitarios son tan frecuentes que apenas logran sorprendernos. Lo que sí sigue resultando llamativo es que los músicos —cuyo lenguaje no se apoya en lo representativo, sino en lo abstracto— también hayan sufrido la represión de los dictadores, convencidos de que el oído humano es capaz de detectar afinidades ideológicas en medio de melodías y armonías. Un triste ejemplo de sobra conocido es la Entartete Musik o “música degenerada”, un concepto acuñado por los nazis bajo cuya etiqueta cabían desde el jazz hasta las composiciones de judíos o marxistas.
En su ensayo Al son de la utopía, el historiador y periodista neerlandés Michel Krielaars (1961) nos guía por el terreno espinoso de la música soviética, consciente de que la belleza también se convirtió en un arma bajo el mandato de Stalin, que quiso extirpar de la sociedad la música que, a su juicio, mostraba “tendencias antidemocráticas ajenas al pueblo soviético y a sus gustos artísticos”, de ahí las campañas de desprestigio controladas por organismos como el Comité Central o la Asociación Rusa de Músicos Proletarios (RAPM).
Como pregunta inicial, el autor trata de averiguar a qué se debían las persecuciones de músicos, pues, paradójicamente, eran profesionales altamente valorados en la sociedad soviética; ¿era debido a su música o había algo más?, se pregunta, y a lo largo de las páginas del libro va desgranando hipótesis convincentes. “No se debió tanto a razones ideológicas como a los caprichos de los responsables políticos, las diferentes facciones dentro de la burocracia y a las crisis financieras”, afirma Krielaars, sin subestimar, desde luego, el miedo generalizado a Stalin que reinaba en la sociedad soviética.
El autor participa entusiasta en su propia narración como personaje, pues nos permite asistir como testigos a las diversas fases de su investigación, llevada a cabo durante este siglo, que a menudo incluía visitas a las casas-museo de compositores como Scriabin o Prokófiev, y también entrevistas a descendientes de los músicos de la antigua URSS que padecieron estas persecuciones. Junto al análisis de las razones del rechazo que, por parte de las autoridades, sufrieron obras como la ópera Lady Macbeth, de Shostakóvich (rechazo que también recrea el escritor Julian Barnes en su novela El ruido del tiempo), y a la descripción detallada del funcionamiento de organismos de control como la Unión de Compositores, creada en 1932, el ensayo ofrece también una mirada íntima a los artistas que seguían intentando componer una música que sonase con más fuerza que el ruido de la propaganda.
En sus páginas encontramos información confidencial que nos deja ver las difíciles relaciones entre unos y otros: como ejemplo, tenemos las declaraciones de Sviatoslav Richter sobre Prokófiev, al que admiraba enormemente, a pesar de considerarlo “un oportunista peligroso y cruel cuya única preocupación era su futuro político”.
Además de dedicar su atención a las represalias sufridas por los compositores que hoy consideramos clásicos, como Shostakovich o Prokofiev, el escritor nos revela las trayectorias de compositores menos conocidos como Moiséi Vainberg, o incluso de intérpretes como el ya mencionado Sviatoslav Richter o la también pianista Mariya Yúdina, hasta completar un total de 10 perfiles, a través de los cuales viajamos al día a día de la escena musical soviética.
Krielaars también tiene presente la música popular —máxime cuando Stalin era aficionado al teatro de variedades— y le dedica un perfil a la cantante Klavdia Shulzhenko, que animaba a las tropas soviéticas en el frente de Leningrado durante la Segunda Guerra Mundial y que devino inmensamente popular gracias a canciones como El pañuelo azul, coreada por varias generaciones en la URSS y en la Rusia actual.
Estos 10 retratos son un intento exitoso de acercarnos al funcionamiento del sistema cultural soviético, si bien para una comprensión más profunda de este contexto, es recomendable sumar a esta lectura la de otros ensayos como Ingenieros del alma (Siruela), del también neerlandés Frank Westerman, centrado en su caso en las represalias sufridas por los escritores del régimen.
Las historias sobre escritores censurados e incluso perseguidos bajo regímenes totalitarios son tan frecuentes que apenas logran sorprendernos. Lo que sí sigue resultando llamativo es que los músicos —cuyo lenguaje no se apoya en lo representativo, sino en lo abstracto— también hayan sufrido la represión de los dictadores, convencidos de que el oído humano es capaz de detectar afinidades ideológicas en medio de melodías y armonías. Un triste ejemplo de sobra conocido es la Entartete Musik o “música degenerada”, un concepto acuñado por los nazis bajo cuya etiqueta cabían desde el jazz hasta las composiciones de judíos o marxistas.En su ensayo Al son de la utopía, el historiador y periodista neerlandés Michel Krielaars (1961) nos guía por el terreno espinoso de la música soviética, consciente de que la belleza también se convirtió en un arma bajo el mandato de Stalin, que quiso extirpar de la sociedad la música que, a su juicio, mostraba “tendencias antidemocráticas ajenas al pueblo soviético y a sus gustos artísticos”, de ahí las campañas de desprestigio controladas por organismos como el Comité Central o la Asociación Rusa de Músicos Proletarios (RAPM).Como pregunta inicial, el autor trata de averiguar a qué se debían las persecuciones de músicos, pues, paradójicamente, eran profesionales altamente valorados en la sociedad soviética; ¿era debido a su música o había algo más?, se pregunta, y a lo largo de las páginas del libro va desgranando hipótesis convincentes. “No se debió tanto a razones ideológicas como a los caprichos de los responsables políticos, las diferentes facciones dentro de la burocracia y a las crisis financieras”, afirma Krielaars, sin subestimar, desde luego, el miedo generalizado a Stalin que reinaba en la sociedad soviética.El autor participa entusiasta en su propia narración como personaje, pues nos permite asistir como testigos a las diversas fases de su investigación, llevada a cabo durante este siglo, que a menudo incluía visitas a las casas-museo de compositores como Scriabin o Prokófiev, y también entrevistas a descendientes de los músicos de la antigua URSS que padecieron estas persecuciones. Junto al análisis de las razones del rechazo que, por parte de las autoridades, sufrieron obras como la ópera Lady Macbeth, de Shostakóvich (rechazo que también recrea el escritor Julian Barnes en su novela El ruido del tiempo), y a la descripción detallada del funcionamiento de organismos de control como la Unión de Compositores, creada en 1932, el ensayo ofrece también una mirada íntima a los artistas que seguían intentando componer una música que sonase con más fuerza que el ruido de la propaganda. En sus páginas encontramos información confidencial que nos deja ver las difíciles relaciones entre unos y otros: como ejemplo, tenemos las declaraciones de Sviatoslav Richter sobre Prokófiev, al que admiraba enormemente, a pesar de considerarlo “un oportunista peligroso y cruel cuya única preocupación era su futuro político”.Además de dedicar su atención a las represalias sufridas por los compositores que hoy consideramos clásicos, como Shostakovich o Prokofiev, el escritor nos revela las trayectorias de compositores menos conocidos como Moiséi Vainberg, o incluso de intérpretes como el ya mencionado Sviatoslav Richter o la también pianista Mariya Yúdina, hasta completar un total de 10 perfiles, a través de los cuales viajamos al día a día de la escena musical soviética. Krielaars también tiene presente la música popular —máxime cuando Stalin era aficionado al teatro de variedades— y le dedica un perfil a la cantante Klavdia Shulzhenko, que animaba a las tropas soviéticas en el frente de Leningrado durante la Segunda Guerra Mundial y que devino inmensamente popular gracias a canciones como El pañuelo azul, coreada por varias generaciones en la URSS y en la Rusia actual.Estos 10 retratos son un intento exitoso de acercarnos al funcionamiento del sistema cultural soviético, si bien para una comprensión más profunda de este contexto, es recomendable sumar a esta lectura la de otros ensayos como Ingenieros del alma (Siruela), del también neerlandés Frank Westerman, centrado en su caso en las represalias sufridas por los escritores del régimen. Seguir leyendo
Las historias sobre escritores censurados e incluso perseguidos bajo regímenes totalitarios son tan frecuentes que apenas logran sorprendernos. Lo que sí sigue resultando llamativo es que los músicos —cuyo lenguaje no se apoya en lo representativo, sino en lo abstracto— también hayan sufrido la represión de los dictadores, convencidos de que el oído humano es capaz de detectar afinidades ideológicas en medio de melodías y armonías. Un triste ejemplo de sobra conocido es la Entartete Musik o “música degenerada”, un concepto acuñado por los nazis bajo cuya etiqueta cabían desde el jazz hasta las composiciones de judíos o marxistas.
En su ensayo Al son de la utopía, el historiador y periodista neerlandés Michel Krielaars (1961) nos guía por el terreno espinoso de la música soviética, consciente de que la belleza también se convirtió en un arma bajo el mandato de Stalin, que quiso extirpar de la sociedad la música que, a su juicio, mostraba “tendencias antidemocráticas ajenas al pueblo soviético y a sus gustos artísticos”, de ahí las campañas de desprestigio controladas por organismos como el Comité Central o la Asociación Rusa de Músicos Proletarios (RAPM).
Como pregunta inicial, el autor trata de averiguar a qué se debían las persecuciones de músicos, pues, paradójicamente, eran profesionales altamente valorados en la sociedad soviética; ¿era debido a su música o había algo más?, se pregunta, y a lo largo de las páginas del libro va desgranando hipótesis convincentes. “No se debió tanto a razones ideológicas como a los caprichos de los responsables políticos, las diferentes facciones dentro de la burocracia y a las crisis financieras”, afirma Krielaars, sin subestimar, desde luego, el miedo generalizado a Stalin que reinaba en la sociedad soviética.

El autor participa entusiasta en su propia narración como personaje, pues nos permite asistir como testigos a las diversas fases de su investigación, llevada a cabo durante este siglo, que a menudo incluía visitas a las casas-museo de compositores como Scriabin o Prokófiev, y también entrevistas a descendientes de los músicos de la antigua URSS que padecieron estas persecuciones. Junto al análisis de las razones del rechazo que, por parte de las autoridades, sufrieron obras como la ópera Lady Macbeth, de Shostakóvich (rechazo que también recrea el escritor Julian Barnes en su novela El ruido del tiempo), y a la descripción detallada del funcionamiento de organismos de control como la Unión de Compositores, creada en 1932, el ensayo ofrece también una mirada íntima a los artistas que seguían intentando componer una música que sonase con más fuerza que el ruido de la propaganda.
En sus páginas encontramos información confidencial que nos deja ver las difíciles relaciones entre unos y otros: como ejemplo, tenemos las declaraciones de Sviatoslav Richter sobre Prokófiev, al que admiraba enormemente, a pesar de considerarlo “un oportunista peligroso y cruel cuya única preocupación era su futuro político”.
Además de dedicar su atención a las represalias sufridas por los compositores que hoy consideramos clásicos, como Shostakovich o Prokofiev, el escritor nos revela las trayectorias de compositores menos conocidos como Moiséi Vainberg, o incluso de intérpretes como el ya mencionado Sviatoslav Richter o la también pianista Mariya Yúdina, hasta completar un total de 10 perfiles, a través de los cuales viajamos al día a día de la escena musical soviética.
Krielaars también tiene presente la música popular —máxime cuando Stalin era aficionado al teatro de variedades— y le dedica un perfil a la cantante Klavdia Shulzhenko, que animaba a las tropas soviéticas en el frente de Leningrado durante la Segunda Guerra Mundial y que devino inmensamente popular gracias a canciones como El pañuelo azul, coreada por varias generaciones en la URSS y en la Rusia actual.
Estos 10 retratos son un intento exitoso de acercarnos al funcionamiento del sistema cultural soviético, si bien para una comprensión más profunda de este contexto, es recomendable sumar a esta lectura la de otros ensayos como Ingenieros del alma (Siruela), del también neerlandés Frank Westerman, centrado en su caso en las represalias sufridas por los escritores del régimen.
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