Al poeta Marcos Ricardo Barnatán debo el descubrimiento de un raro llamado Juan Eduardo Cirlot, allá en los albores de los años ochenta. Llegué, en principio, al Cirlot del ‘Diccionario de símbolos’, un libro que inventa la biblia de los vínculos secretos de los símbolos poéticos, cruzando la erudición masiva con el golpe arterial de quien trabaja en el sacerdocio insomne de comprobar cómo la forma tira del fondo para alumbrar en la palabra galaxias de enigma. Todo está dicho, nada está dicho. El libro no es un mero archivo de símbolos, bajo la pauta consabida del género, sino un monumento de la indagación del parentesco entre las palabras, y sus órbitas semánticas, que son inaugurales según quien las arbitre. Para todo poeta, una vitamina esas páginas. Quiero decir que el libro es una consulta inagotable, pero también un ejercicio de creación que no tiene clara semejanza decidida, en las obras recientes en español. Y no tan recientes. El libro es un volumen raro, de artesanía demorada, como raro es el propio autor, que fue estudioso de la analogía, crítico de arte, fanático del esoterismo, y jardinero del aforismo. Entiéndase raro como contrario a la convención, o sea, nutricio desde lo poco frecuentado. Luego está la poesía de Cirlot, que ata el experimento verbal con la experiencia de la belleza, siempre a la búsqueda de una realidad paralela, de una vecindad estupefaciente, de un «no mundo», por escribirlo con el título del último de sus volúmenes de poesía reunida, que abarca desde 1961 hasta 1973. Cirlot fue un alucinado del lenguaje, un fanático de la partitura oculta en las palabras, y así se cumplió de científico de la metáfora, o de la aliteración, donde se consagra de violento maestro. La obra de Cirlot, en prosa y verso, está largamente editada por Siruela, en ejemplares sólidos y bellísimos, y ahí se comprueba la ambición estilística de un hombre que escuchaba «la luz del fondo» que sólo se expande en los mejores poetas. Frecuentó el postismo, puso ahínco en el surrealismo, y luego hizo sonetos y estrofas experimentales. Yo creo que acaso estamos ante la voz poética española más arriesgada y novísima del siglo XX. Y tan olvidada. Al poeta Marcos Ricardo Barnatán debo el descubrimiento de un raro llamado Juan Eduardo Cirlot, allá en los albores de los años ochenta. Llegué, en principio, al Cirlot del ‘Diccionario de símbolos’, un libro que inventa la biblia de los vínculos secretos de los símbolos poéticos, cruzando la erudición masiva con el golpe arterial de quien trabaja en el sacerdocio insomne de comprobar cómo la forma tira del fondo para alumbrar en la palabra galaxias de enigma. Todo está dicho, nada está dicho. El libro no es un mero archivo de símbolos, bajo la pauta consabida del género, sino un monumento de la indagación del parentesco entre las palabras, y sus órbitas semánticas, que son inaugurales según quien las arbitre. Para todo poeta, una vitamina esas páginas. Quiero decir que el libro es una consulta inagotable, pero también un ejercicio de creación que no tiene clara semejanza decidida, en las obras recientes en español. Y no tan recientes. El libro es un volumen raro, de artesanía demorada, como raro es el propio autor, que fue estudioso de la analogía, crítico de arte, fanático del esoterismo, y jardinero del aforismo. Entiéndase raro como contrario a la convención, o sea, nutricio desde lo poco frecuentado. Luego está la poesía de Cirlot, que ata el experimento verbal con la experiencia de la belleza, siempre a la búsqueda de una realidad paralela, de una vecindad estupefaciente, de un «no mundo», por escribirlo con el título del último de sus volúmenes de poesía reunida, que abarca desde 1961 hasta 1973. Cirlot fue un alucinado del lenguaje, un fanático de la partitura oculta en las palabras, y así se cumplió de científico de la metáfora, o de la aliteración, donde se consagra de violento maestro. La obra de Cirlot, en prosa y verso, está largamente editada por Siruela, en ejemplares sólidos y bellísimos, y ahí se comprueba la ambición estilística de un hombre que escuchaba «la luz del fondo» que sólo se expande en los mejores poetas. Frecuentó el postismo, puso ahínco en el surrealismo, y luego hizo sonetos y estrofas experimentales. Yo creo que acaso estamos ante la voz poética española más arriesgada y novísima del siglo XX. Y tan olvidada.
LADRÓN DE FUEGO
En su obra se comprueba la ambición estilística de un hombre que escuchaba «la luz del fondo» que sólo se expande en los mejores poetas
Al poeta Marcos Ricardo Barnatán debo el descubrimiento de un raro llamado Juan Eduardo Cirlot, allá en los albores de los años ochenta. Llegué, en principio, al Cirlot del ‘Diccionario de símbolos’, un libro que inventa la biblia de los vínculos … secretos de los símbolos poéticos, cruzando la erudición masiva con el golpe arterial de quien trabaja en el sacerdocio insomne de comprobar cómo la forma tira del fondo para alumbrar en la palabra galaxias de enigma. Todo está dicho, nada está dicho.
El libro no es un mero archivo de símbolos, bajo la pauta consabida del género, sino un monumento de la indagación del parentesco entre las palabras, y sus órbitas semánticas, que son inaugurales según quien las arbitre. Para todo poeta, una vitamina esas páginas. Quiero decir que el libro es una consulta inagotable, pero también un ejercicio de creación que no tiene clara semejanza decidida, en las obras recientes en español. Y no tan recientes. El libro es un volumen raro, de artesanía demorada, como raro es el propio autor, que fue estudioso de la analogía, crítico de arte, fanático del esoterismo, y jardinero del aforismo. Entiéndase raro como contrario a la convención, o sea, nutricio desde lo poco frecuentado.
Luego está la poesía de Cirlot, que ata el experimento verbal con la experiencia de la belleza, siempre a la búsqueda de una realidad paralela, de una vecindad estupefaciente, de un «no mundo», por escribirlo con el título del último de sus volúmenes de poesía reunida, que abarca desde 1961 hasta 1973. Cirlot fue un alucinado del lenguaje, un fanático de la partitura oculta en las palabras, y así se cumplió de científico de la metáfora, o de la aliteración, donde se consagra de violento maestro.
La obra de Cirlot, en prosa y verso, está largamente editada por Siruela, en ejemplares sólidos y bellísimos, y ahí se comprueba la ambición estilística de un hombre que escuchaba «la luz del fondo» que sólo se expande en los mejores poetas. Frecuentó el postismo, puso ahínco en el surrealismo, y luego hizo sonetos y estrofas experimentales. Yo creo que acaso estamos ante la voz poética española más arriesgada y novísima del siglo XX. Y tan olvidada.
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