A veces el amor tiene cara de sancocho de gallina, o de cuchuco de trigo con espinazo, o de fríjoles borrachos. El colectivo conocido en Colombia como las madres de Soacha lo sabe bien. Este grupo es asociado muchas veces al dolor, ya que sus hijos fueron asesinados por la fuerza pública, varios en 2008, y presentados como guerrilleros muertos en combate. Llevan casi dos décadas buscando justicia. En los últimos cuatro años, sin embargo, varias de ellas también vienen colaborando en un libro que las asocia más a la forma en la que vivían su amor día a día con sus hijos: con las manos que amasan una arepa para el desayuno, por ejemplo, o con el estilo con el que pican la cebolla. Cuidar y cocinar son verbos que van bien juntos, y así lo ilustra bien este libro en el que han venido trabajando: ´Para el Alma’.
Gloria Martínez, por ejemplo, recuerda allí que a su hijo, Daniel Alexander Martínez, le encantaba cocinar y que, la última vez que lo vió, él hizo el desayuno. “Yo había adelantado los fríjoles y había arroz, él ya tenía hecho el calentado”, rememora. “Mami, yo quería sorprenderla”, le dijo Daniel a ella, cuando también le añadió un hígado encebollado. Un festín. La cebolla “la picaba bien chiquitica y la mezcló con cilantro. Sirvió todo con una arepa, ¡se veía wow! Es que cierro los ojos y me parece ver ese plato tal cual ahí en la mesa”, dice ella en el libro.
Terminaron de desayunar y luego, ese miércoles 6 de febrero del 2008, a él “le entró el afán, dijo que tenía que salir”. Entonces, Gloria recuerda, “lo abracé, le di la bendición y a las 8:30 de la mañana él salió de la casa.” Nunca volvió. Como a varios jóvenes de su edad, a Daniel lo engañaron con la promesa de un trabajo y luego los militares lo asesinaron en el municipio de Ocaña, en el lado nororiental del país. Gloria lo buscó ocho meses. Lo recuerda cocinando aquella receta de hígado encebollado.
Gloria y once mujeres más se reunieron a cocinar los platos que les recuerdan a sus seres queridos para este libro, una iniciativa de una investigadora en temas de sostenibilidad alimentaria llamada Alejandra Bautista. La obra incluye entrevistas a cada una de las mujeres sobre su educación culinaria: la que les enseñaron a ellas sus padres, la que ellas le enseñaron a sus hijos, la que sus hijos les enseñaron a ellas. “La comida puede ser el canal para contar su historia no solo como madres, sino como mujeres”, dice Bautista. Aunque vivían en Soacha, la mayoría de las mujeres vienen desplazadas de distintas regiones del país, como Antioquia, Quindío, Meta, Guajira, y también hablan de la sazón que les enseñaron en sus distintos departamentos.
De la zona andina, por ejemplo, está el cocido boyacence que hace Ana Paéz, madre de Eduardo Garzón Paéz. “Un plato de cocido se hace con carne de cerdo y un buen guiso con achiote”, dice en el libro. “Lleva pezuña, lleva espinazo y lleva cuero. Lleva fríjol, habas, arveja, y sobre todo la cáscara. Lleva cubios, chuguas, mazorca y papa chiquita”. Lleva un universo. Eduardo, en 2008, trabajaba junto a su madre cuando ella era jefe de cocina en el casino de un batallón de la Policía. Ahora Ana dice que lo piensa en cada bocado: “En la mesa él nunca nos falta, siempre lo recordamos”.
“A mí este libro de la cocina me fascinó, porque la comida es un arte y es una forma de volver a ver nuestros orígenes”, dice Paéz en comunicación con este diario. “Yo le conté un cuento a Alejandra mientras cocinaba, para mi es delicioso hacer un cocido y que todo el mundo quiera cocido. Y este proceso me recordó a mi hijo en todo momento, a él también le encantaba la gallina, siempre me decía ‘yo no me como una gallina como tú la haces’”.
La idea de Bautista nació durante el estallido social del 2021, cuando observó a varias madres cuidar a los jóvenes de la primera línea con comida, y se encontró con las MAFAPO, como se le conoce al colectivo de Soacha, pidiendo justicia por sus hijos. “Les emocionó mucho el proyecto, porque su historia nunca se ha contado desde el alimento, más desde el trauma y la pérdida, pero en este libro se cuenta desde el cuidado y desde el amor, porque el alimento es el lenguaje del amor”, dice Bautista. Cada uno de los doce perfiles tiene una entrevista, una receta, y fotos de ellas cocinando un plato especial.
El problema es que el libro, ya listo para su diagramación e impresión, aún busca uno o varios mecenas para terminar de cocinarse. Bautista trabajó en este con el director de una pequeña editorial independiente llamada Haambre de Cultura, Dani Guerrero, un catalán instalado hace varios años en Colombia con un gran apetito por la literatura en gastronomía. Los dos contaban a principios de año con que conseguirían apoyo de la cooperación internacional para imprimirlo, después de un par de conversaciones informales con posibles donantes. Pero la cooperación de Estados Unidos y Europa es escasa ahora, después de la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, las conversaciones se aguaron, y ahora les faltan 100 millones de pesos (unos 24 mil dólares) para pagar lo que queda para la producción: el diseño del libro, la imprenta, y honorarios. Las fotos y los textos ya están listos.
“Nosotros no le queremos ganar a la venta de este libro, queremos que lo que se haga en ventas se vaya a las madres de Soacha”, dice Dani Guerrero sobre el trabajo colaborativo con las Madres de Soacha.
“Fue una experiencia muy linda”, responde en un mensaje de texto Jacqueline Castillo, hermana de Jaime Castillo Peña, de 45 años, quien fue el único hombre mayor asesinado entre los jóvenes en 2008. Ella dice en el libro que a la madre de los dos le encantaba cocinarles pasteles de yuca y arracacha, y ella preparó entonces una mazamorra como la que hacía su mamá: “con arvejas, zanahoria picada, fríjoles verdes, habas y papita”.
Aunque once de las mujeres en el libro son madres o hermanas de la violencia del Estado en 2008, Blanca Nubia Díaz, indígena wayúu, llegó a Bogotá hace más de dos décadas y al colectivo de madres por otro lado: es mamá de Irina del Carmen Villeros, asesinada por paramilitares en 2001. El mismo grupo armado la amenazó y por eso Blanca se desplazó con su familia a la capital. A su hija también la cuidaba con el sabor. “Me encantaba hacerle arepitas de queso en figuritas. Yo hacía la bolita de masa y luego formaba un huequito en el centro, como una rosquita”, cuenta. Añade que les ponía mucho queso. Así se las enseñó a hacer su mamá, así se las dió ella a su hija. Para el libro, sin embargo, la recordó cocinando un arroz con camarones y patacones.
‘Para el Alma’, una obra que busca recursos para su impresión, es un recetario de varias mujeres con los sabores favoritos en sus familias. “El alimento es el lenguaje del amor”, dice la autora del libro
A veces el amor tiene cara de sancocho de gallina, o de cuchuco de trigo con espinazo, o de fríjoles borrachos. El colectivo conocido en Colombia como las madres de Soacha lo sabe bien. Este grupo es asociado muchas veces al dolor, ya que sus hijos fueron asesinados por la fuerza pública, varios en 2008, y presentados como guerrilleros muertos en combate. Llevan casi dos décadas buscando justicia. En los últimos cuatro años, sin embargo, varias de ellas también vienen colaborando en un libro que las asocia más a la forma en la que vivían su amor día a día con sus hijos: con las manos que amasan una arepa para el desayuno, por ejemplo, o con el estilo con el que pican la cebolla. Cuidar y cocinar son verbos que van bien juntos, y así lo ilustra bien este libro en el que han venido trabajando: ´Para el Alma’.
Gloria Martínez, por ejemplo, recuerda allí que a su hijo, Daniel Alexander Martínez, le encantaba cocinar y que, la última vez que lo vió, él hizo el desayuno. “Yo había adelantado los fríjoles y había arroz, él ya tenía hecho el calentado”, rememora. “Mami, yo quería sorprenderla”, le dijo Daniel a ella, cuando también le añadió un hígado encebollado. Un festín. La cebolla “la picaba bien chiquitica y la mezcló con cilantro. Sirvió todo con una arepa, ¡se veía wow! Es que cierro los ojos y me parece ver ese plato tal cual ahí en la mesa”, dice ella en el libro.
Terminaron de desayunar y luego, ese miércoles 6 de febrero del 2008, a él “le entró el afán, dijo que tenía que salir”. Entonces, Gloria recuerda, “lo abracé, le di la bendición y a las 8:30 de la mañana él salió de la casa.” Nunca volvió. Como a varios jóvenes de su edad, a Daniel lo engañaron con la promesa de un trabajo y luego los militares lo asesinaron en el municipio de Ocaña, en el lado nororiental del país. Gloria lo buscó ocho meses. Lo recuerda cocinando aquella receta de hígado encebollado.
Gloria y once mujeres más se reunieron a cocinar los platos que les recuerdan a sus seres queridos para este libro, una iniciativa de una investigadoraen temas de sostenibilidad alimentaria llamada Alejandra Bautista. La obra incluye entrevistas a cada una de las mujeres sobre su educación culinaria: la que les enseñaron a ellas sus padres, la que ellas le enseñaron a sus hijos, la que sus hijos les enseñaron a ellas. “La comida puede ser el canal para contar su historia no solo como madres, sino como mujeres”, dice Bautista. Aunque vivían en Soacha, la mayoría de las mujeres vienen desplazadas de distintas regiones del país, como Antioquia, Quindío, Meta, Guajira, y también hablan de la sazón que le ensañaron sus distintos departamentos.
De la zona andina, por ejemplo, está el cocido boyacence que hace Ana Paéz, madre de Eduardo Garzón Paéz. “Un plato de cocido se hace con carne de cerdo y un buen guiso con achiote”, dice en el libro. “Lleva pezuña, lleva espinazo y lleva cuero. Lleva fríjol, habas, arveja, y sobre todo la cáscara. Lleva cubios, chuguas, mazorca y papa chiquita”. Lleva un universo. Eduardo, en 2008, trabajaba junto a su madre cuando ella era jefe de cocina en el casino de un batallón de la Policía. Ahora Ana dice que lo piensa en cada bocado: “En la mesa él nunca nos falta, siempre lo recordamos”.
“A mí este libro de la cocina me fascinó, porque la comida es un arte y es una forma de volver a ver nuestros orígenes”, dice Paéz en comunicación con este diario. “Yo le conté un cuento a Alejandra mientras cocinaba, para mi es delicioso hacer un cocido y que todo el mundo quiera cocido. Y este proceso me recordó a mi hijo en todo momento, a él también le encantaba la gallina, siempre me decía ‘yo no me como una gallina como tú la haces’”.
La idea de Bautista nació durante el estallido social del 2021, cuando observó a varias madres cuidar a los jóvenes de la primera línea con comida, y se encontró con las MAFAPO, como se le conoce al colectivo de Soacha, pidiendo justicia por sus hijos. “Les emocionó mucho el proyecto, porque su historia nunca se ha contado desde el alimento, más desde el trauma y la pérdida, pero en este libro se cuenta desde el cuidado y desde el amor, porque el alimento es el lenguaje del amor”, dice Bautista. Cada uno de los doce perfiles tiene una entrevista, una receta, y fotos de ellas cocinando un plato especial.
El problema es que el libro, ya listo para su diagramación e impresión, aún busca uno o varios mecenas para terminar de cocinarse. Bautista trabajó en este con el director de una pequeña editorial independiente llamada Haambre de Cultura, Dani Guerrero, un catalán instalado hace varios años en Colombia con un gran apetito por la literatura en gastronomía. Los dos contaban a principios de año con que conseguirían apoyo de la cooperación internacional para imprimirlo, después de un par de conversaciones informales con posibles donantes. Pero la cooperación de Estados Unidos y Europa es escasa ahora, después de la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, las conversaciones se aguaron, y ahora les faltan 100 millones de pesos (unos 24 mil dólares) para pagar lo que queda para la producción: el diseño del libro, la imprenta, y honorarios. Las fotos y los textos ya están listos.
“Nosotros no le queremos ganar a la venta de este libro, queremos que lo que se haga en ventas se vaya a las madres de Soacha”, dice Dani Guerrero sobre el trabajo colaborativo con las Madres de Soacha.
“Fue una experiencia muy linda”, responde en un mensaje de texto Jacqueline Castillo, hermana de Jaime Castillo Peña, de 45 años, quien fue el único hombre mayor asesinado entre los jóvenes en 2008. Ella dice en el libro que a la madre de los dos le encantaba cocinarles pasteles de yuca y arracacha, y ella preparó entonces una mazamorra como la que hacía su mamá: “con arvejas, zanahoria picada, fríjoles verdes, habas y papita”.
Aunque once de las mujeres en el libro son madres o hermanas de la violencia del Estado en 2008, Blanca Nubia Díaz, indígena wayúu, llegó a Bogotá hace más de dos décadas y al colectivo de madres por otro lado: es mamá de Irina del Carmen Villeros, asesinada por paramilitares en 2001. El mismo grupo armado la amenazó y por eso Blanca se desplazó con su familia a la capital. A su hija también la cuidaba con el sabor. “Me encantaba hacerle arepitas de queso en figuritas. Yo hacía la bolita de masa y luego formaba un huequito en el centro, como una rosquita”, cuenta. Añade que les ponía mucho queso. Así se las enseñó a hacer su mamá, así se las dió ella a su hija. Para el libro, sin embargo, la recordó cocinando un arroz con camarones y patacones.
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