La semana pasada se publicaba en este suplemento una peculiar entrevista a J.M. Coetzee . Preguntado por la influencia cinematográfica en su estilo, el escritor sudafricano respondía que los diálogos de la mayoría de las películas le parecían «más bien pobres, utilitarios y, sin duda, nada dignos de imitar». Me gustó que Coetzee subrayara esto, porque hace tiempo que me topo con este tipo de diálogo insulso no solo en novelas que aspiran a ser comerciales, a entretener y poco más, sino en muchas pretendidamente literarias, que ven la luz en sellos de prestigio, en las que las intervenciones de los personajes parecen sacadas de un telefilme: oraciones estereotipadas que hemos leído mil veces, puros clichés. Este tipo de libros, cuyos autores (o autoras) parecen haber sustituido la lectura por la fábrica de hacer chorizos de Netflix, están llenos de frases anodinas, de imprecisiones, de esa chapucería que es usar muchas palabras para lo que requiere de pocas, o para adornar la falta de chicha.Resulta paradójico que, cuando puede decirse todo, no se diga nada. La necesidad de decir ha sido sustituida por la de triunfarComo este año se celebra el centenario de los nacimientos de Carmen Martín Gaite , Ana María Matute e Ignacio Aldecoa, he releído algunas de sus obras. A pesar de sus estilos tan distintos, al volver a ellos he tenido la impresión de que los tres comparten la necesidad de quebrar un silencio que tenía la densidad de una roca y parecía impenetrable. Se trataba, obvio, del silencio impuesto por la dictadura franquista y el trauma de la guerra civil, pero no solo. A ese se sumaba el del analfabetismo y el miedo atávico de un país pobre en el que hubo Inquisición hasta el siglo XIX. Los escritores que comenzaron su andadura durante el franquismo no solo debían burlar la censura. También atravesaron aquel silencio, y lo hicieron señalando su cualidad asfixiante y opresiva, a veces incluso desde los títulos: ‘Entre visillos’, ‘Nada’, ‘Los hijos muertos’, ‘Tiempo de silencio’. La palabra nunca es más significativa que cuando no puede usarse con libertad, cuando hay sed de ella, y lo que muchas de estas novelas desplegaron para acabar con aquella afasia social y ambiental fue un prodigio del idioma cuya onda expansiva duró hasta el experimentalismo de los setenta del siglo pasado.Resulta paradójico que, cuando al fin puede decirse todo, no se diga nada. La necesidad de decir ha sido sustituida por la de triunfar, y la exploración artística e intelectual por el consumo más o menos compulsivo de productos culturales de deglución rápida. Hoy lo que tenemos que atravesar no es el silencio, sino un ruido constante y estúpido que aniquila el espíritu, saturado de esas frases pobres y utilitarias que señalaba Coetzee. La semana pasada se publicaba en este suplemento una peculiar entrevista a J.M. Coetzee . Preguntado por la influencia cinematográfica en su estilo, el escritor sudafricano respondía que los diálogos de la mayoría de las películas le parecían «más bien pobres, utilitarios y, sin duda, nada dignos de imitar». Me gustó que Coetzee subrayara esto, porque hace tiempo que me topo con este tipo de diálogo insulso no solo en novelas que aspiran a ser comerciales, a entretener y poco más, sino en muchas pretendidamente literarias, que ven la luz en sellos de prestigio, en las que las intervenciones de los personajes parecen sacadas de un telefilme: oraciones estereotipadas que hemos leído mil veces, puros clichés. Este tipo de libros, cuyos autores (o autoras) parecen haber sustituido la lectura por la fábrica de hacer chorizos de Netflix, están llenos de frases anodinas, de imprecisiones, de esa chapucería que es usar muchas palabras para lo que requiere de pocas, o para adornar la falta de chicha.Resulta paradójico que, cuando puede decirse todo, no se diga nada. La necesidad de decir ha sido sustituida por la de triunfarComo este año se celebra el centenario de los nacimientos de Carmen Martín Gaite , Ana María Matute e Ignacio Aldecoa, he releído algunas de sus obras. A pesar de sus estilos tan distintos, al volver a ellos he tenido la impresión de que los tres comparten la necesidad de quebrar un silencio que tenía la densidad de una roca y parecía impenetrable. Se trataba, obvio, del silencio impuesto por la dictadura franquista y el trauma de la guerra civil, pero no solo. A ese se sumaba el del analfabetismo y el miedo atávico de un país pobre en el que hubo Inquisición hasta el siglo XIX. Los escritores que comenzaron su andadura durante el franquismo no solo debían burlar la censura. También atravesaron aquel silencio, y lo hicieron señalando su cualidad asfixiante y opresiva, a veces incluso desde los títulos: ‘Entre visillos’, ‘Nada’, ‘Los hijos muertos’, ‘Tiempo de silencio’. La palabra nunca es más significativa que cuando no puede usarse con libertad, cuando hay sed de ella, y lo que muchas de estas novelas desplegaron para acabar con aquella afasia social y ambiental fue un prodigio del idioma cuya onda expansiva duró hasta el experimentalismo de los setenta del siglo pasado.Resulta paradójico que, cuando al fin puede decirse todo, no se diga nada. La necesidad de decir ha sido sustituida por la de triunfar, y la exploración artística e intelectual por el consumo más o menos compulsivo de productos culturales de deglución rápida. Hoy lo que tenemos que atravesar no es el silencio, sino un ruido constante y estúpido que aniquila el espíritu, saturado de esas frases pobres y utilitarias que señalaba Coetzee.
cambio de tercio
Me gustó que Coetzee subrayara esto, porque hace tiempo que me topo con este tipo de diálogo insulso no solo en novelas que aspiran a ser comerciales, sino en muchas pretendidamente literarias
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