Nunca me ha interesado demasiado el cine. Tampoco las series; soy ese señor insoportable que va diciendo a quien le quiera escuchar que nunca ve la televisión, que jamás ha visto un segundo de Broncano o de Trancas y Barrancas y que, además, se va jactando de ello, como si a alguien le importara, con esa absurda superioridad moral que compartimos exiliados y objetores. No siempre ha sido así, hubo un tiempo en el que veía producciones americanas, ya saben, la edad de oro, los tiempos de ‘Breaking Bad’-‘Better Call Saul’, ‘Los Soprano’ y, sobre todo, ‘The Wire’, la mejor serie jamás realizada, algo muy por encima de la normalidad y con un esquema narrativo más cercano a la literatura rusa que a la ficción convencional, esa pensada para la pantalla y necesariamente compatible con una pizza de pepperoni. Desde luego, hay que tener mucha clase para dejarte una temporada entera con una cámara que enfoca a una cabina pinchada en lo más podrido de Baltimore –posible pleonasmo–, en la que varios camellos negros e indiferenciados se comunicaban con sus jefes –negros indiferenciados y narcotraficantes– mientras otros negros indiferenciados –esta vez yonquis– consumían. Y la policía miraba.’The Wire’ es una serie para lectores, para gente capaz de pasar páginas durante horas sin que suceda nada relevante. La gente que lee está acostumbrada a que los personajes se desarrollen lentamente, a que las tramas avancen sin grandes giros de guion y a que las descripciones envuelvan los arcos narrativos de papel de regalo. Hay una especie de pacto entre lector y escritor, un salto de fe a través del que aceptas el ritmo que se te impone, porque sabes que es el mejor para ti y para la historia. Y eso cuando hay historia: desde Onetti sabemos que, óptimamente, las lecturas no deberían llevarnos a ningún lugar y que cuando no pasa nada, es la vida lo que pasa. Solo al final de cinco temporadas –en una escena final memorable– caes en la cuenta de que ‘The Wire’, en realidad, iba solo de Baltimore, de la propia ciudad, la única y verdadera protagonista. Y que los supuestos protagonistas eran solamente secundarios para tramas ‘señuelo’.En esa misma línea, ‘ Los años nuevos ‘, obra maestra de Sorogoyen que, a través de diez capítulos ambientados en diez nocheviejas consecutivas, deja la cámara fija en las esquinas de casas malasañeras y de una generación perdida. Siguiendo con Onetti, Sorogoyen nos enseña que perder es lo normal y que fracasar es algo inevitable ante lo cual sólo queda una salida que es, por supuesto, seguir fracasando una y otra vez. Porque lo que llamamos fracaso quizá sea sólo la vida con malas cartas, entornos mediocres y el talento justo. Pero Sorogoyen nos enseña otra cosa: en el ‘streaming’ hay mercado para productos de calidad, para la alta cultura y para respetar al espectador tratándolo como el ser inteligente que es y no como un segmento comercial al que entretener para impactarle con anuncios de natillas.¿Por qué no lo hemos visto antes? Seguramente porque no hay muchos directores como Sorogoyen con apuestas tan radicales, tan extremas y tan valientes. Ni muchas plataformas como Movistar+, ni muchos guionistas como los que integran el equipo del que se ha rodeado. En España hay nivel en cuanto a productoras. Hay dinero –hay mercado– y hay seriedad. Pero no sé si existe el mismo nivel en los directores. Y, desde luego, no lo hay en los actores ni en la dirección de actores, claramente por debajo del resto de la industria. Salvo honrosas excepciones, las interpretaciones suelen quedarse en un rango limitado, con esa monserga patética de actores engreídos que, al ‘hacer suyo el personaje’ se sienten capaces de enmendar la plana al mismo Shakespeare si les dejan. Algo impensable en el mundo sajón.Eso ha limitado las tramas. Éxitos internacionales como ‘Élite’, ‘La casa de papel’, ‘Patria’ o ‘Las chicas del cable’ nos abrieron después las puertas del thriller y del drama, saliendo del callejón de comedias tipo ‘Aquí no hay quien viva’ o ‘Los Serrano’, en las que durante un tiempo parecimos atrapados. Mientras pasa el tiempo, los temas se amplían. El éxito de la industria atrae al talento y la aceptación del público hace el resto. Si algo queda demostrado es que el sectarismo político del cine actúa como una enfermedad autoinmune que no se da en las series. Alguien debería pensar en ello y entender que el camino está claro: menos manipulación política, más respeto a la inteligencia del espectador y valentía en los enfoques. Visto lo visto, hay motivos para la esperanza. Nunca me ha interesado demasiado el cine. Tampoco las series; soy ese señor insoportable que va diciendo a quien le quiera escuchar que nunca ve la televisión, que jamás ha visto un segundo de Broncano o de Trancas y Barrancas y que, además, se va jactando de ello, como si a alguien le importara, con esa absurda superioridad moral que compartimos exiliados y objetores. No siempre ha sido así, hubo un tiempo en el que veía producciones americanas, ya saben, la edad de oro, los tiempos de ‘Breaking Bad’-‘Better Call Saul’, ‘Los Soprano’ y, sobre todo, ‘The Wire’, la mejor serie jamás realizada, algo muy por encima de la normalidad y con un esquema narrativo más cercano a la literatura rusa que a la ficción convencional, esa pensada para la pantalla y necesariamente compatible con una pizza de pepperoni. Desde luego, hay que tener mucha clase para dejarte una temporada entera con una cámara que enfoca a una cabina pinchada en lo más podrido de Baltimore –posible pleonasmo–, en la que varios camellos negros e indiferenciados se comunicaban con sus jefes –negros indiferenciados y narcotraficantes– mientras otros negros indiferenciados –esta vez yonquis– consumían. Y la policía miraba.’The Wire’ es una serie para lectores, para gente capaz de pasar páginas durante horas sin que suceda nada relevante. La gente que lee está acostumbrada a que los personajes se desarrollen lentamente, a que las tramas avancen sin grandes giros de guion y a que las descripciones envuelvan los arcos narrativos de papel de regalo. Hay una especie de pacto entre lector y escritor, un salto de fe a través del que aceptas el ritmo que se te impone, porque sabes que es el mejor para ti y para la historia. Y eso cuando hay historia: desde Onetti sabemos que, óptimamente, las lecturas no deberían llevarnos a ningún lugar y que cuando no pasa nada, es la vida lo que pasa. Solo al final de cinco temporadas –en una escena final memorable– caes en la cuenta de que ‘The Wire’, en realidad, iba solo de Baltimore, de la propia ciudad, la única y verdadera protagonista. Y que los supuestos protagonistas eran solamente secundarios para tramas ‘señuelo’.En esa misma línea, ‘ Los años nuevos ‘, obra maestra de Sorogoyen que, a través de diez capítulos ambientados en diez nocheviejas consecutivas, deja la cámara fija en las esquinas de casas malasañeras y de una generación perdida. Siguiendo con Onetti, Sorogoyen nos enseña que perder es lo normal y que fracasar es algo inevitable ante lo cual sólo queda una salida que es, por supuesto, seguir fracasando una y otra vez. Porque lo que llamamos fracaso quizá sea sólo la vida con malas cartas, entornos mediocres y el talento justo. Pero Sorogoyen nos enseña otra cosa: en el ‘streaming’ hay mercado para productos de calidad, para la alta cultura y para respetar al espectador tratándolo como el ser inteligente que es y no como un segmento comercial al que entretener para impactarle con anuncios de natillas.¿Por qué no lo hemos visto antes? Seguramente porque no hay muchos directores como Sorogoyen con apuestas tan radicales, tan extremas y tan valientes. Ni muchas plataformas como Movistar+, ni muchos guionistas como los que integran el equipo del que se ha rodeado. En España hay nivel en cuanto a productoras. Hay dinero –hay mercado– y hay seriedad. Pero no sé si existe el mismo nivel en los directores. Y, desde luego, no lo hay en los actores ni en la dirección de actores, claramente por debajo del resto de la industria. Salvo honrosas excepciones, las interpretaciones suelen quedarse en un rango limitado, con esa monserga patética de actores engreídos que, al ‘hacer suyo el personaje’ se sienten capaces de enmendar la plana al mismo Shakespeare si les dejan. Algo impensable en el mundo sajón.Eso ha limitado las tramas. Éxitos internacionales como ‘Élite’, ‘La casa de papel’, ‘Patria’ o ‘Las chicas del cable’ nos abrieron después las puertas del thriller y del drama, saliendo del callejón de comedias tipo ‘Aquí no hay quien viva’ o ‘Los Serrano’, en las que durante un tiempo parecimos atrapados. Mientras pasa el tiempo, los temas se amplían. El éxito de la industria atrae al talento y la aceptación del público hace el resto. Si algo queda demostrado es que el sectarismo político del cine actúa como una enfermedad autoinmune que no se da en las series. Alguien debería pensar en ello y entender que el camino está claro: menos manipulación política, más respeto a la inteligencia del espectador y valentía en los enfoques. Visto lo visto, hay motivos para la esperanza.
«’Los años nuevos’, obra maestra de Sorogoyen, demuestra que hay mercado en el audiovisual para productos de calidad, para la alta cultura y para respetar al espectador tratándolo como el ser inteligente que es»
Nunca me ha interesado demasiado el cine. Tampoco las series; soy ese señor insoportable que va diciendo a quien le quiera escuchar que nunca ve la televisión, que jamás ha visto un segundo de Broncano o de Trancas y Barrancas y que, además, se …
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